Un desvarío de los hermanos Coen
Archivado en: Inéditos cine, El "remake" de "Valor de ley"
El verdadero Rooster Cogburn
Una de las cosas que diferencian a un cineasta, a un autor, de un técnico que dirige profesionalmente películas con mayor o menor fortuna, es que la obra de aquél siempre obedece a los mismos asuntos. Ahora bien, cuando esas constantes, más que al fondo atañen a la forma, casi siempre responden a un motivo menos loable que las obsesiones: el realizador sabe que imitándose a sí mismo pondrá en marcha los resortes con los que volverá a obtener el favor del público.
Aunque yo no acabé de darme cuenta hasta que un conocido crítico me lo hizo ver en una charla que mantuvimos a raíz del estreno de El hombre que nunca estuvo allí (2001), los Coen -aun contando entre los cineastas más sobresalientes de la pantalla estadounidense de los últimos treinta años- basan buena parte de su éxito en narrarlo todo mediante el mismo procedimiento. La paradoja de unos personajes inmersos en una situación que no sería la suya normalmente, de la que surgirán toda una serie de acontecimientos inverosímiles, podría ser esa constante de la forma del cine de estos hermanos. Ese pasmo que sintetiza Frances McDormand, su actriz fetiche, mejor que ningún otro de sus intérpretes. Y lo hace de forma meridiana en tres de sus creaciones: la Marge Gunderson de Fargo (1996), una jefa de policía embarazada que deberá enfrentarse a Gaear Grimsrud (Peter Stormare), uno de los psicópatas más crueles que haya conocido Dakota del Norte; la Doris Crane de El hombre que nunca estuvo allí, condenada inexorablemente por un crimen que no ha cometido; y la Linda Litzke de Quemar después de leer (2008), quien quiere chantajear a un agencia de la inteligencia estadounidense para obtener el dinero con que "reinventarse" una operación de estética.
Confieso que cuando reparé en el truco de los Coen y Crueldad intolerable (2003) y Ladykillers (2004) me dejaron frío, remitió el interés que había despertado en mi su cine desde que -como el resto de la afición- lo descubrí en Sangre fácil (1985), su primera película, en los desaparecidos cines Alphaville de la madrileña calle de Martín de los Heros. Ante el nuevo panorama, No es país para viejos (2007) la vi en la televisión; Quemar después de leer y Un tipo serio (2009), en la bienamada Filmoteca. Las tres me entusiasmaron.
Mi renovado interés por ellos me hizo esperar con avidez su remake de Valor de ley fechado el año pasado. Nunca debí olvidar que el western murió con Sam Peckinpah. Nunca debí olvidar que el western es una de las pocas cosas serias que hay en el mundo.
Mi cinefilia tiende hacia el cine antiguo de un modo tan inexorable como la condena se va cerniendo sobre Doris Crane por un crimen que no ha cometido. De ahí que abomine de todos los remakes excepto de uno, el de El planeta de los simios (2001) de Tim Burton, en el que aplaudo su fidelidad al espíritu antes que la mera reproducción de las imágenes. Eso precisamente, el espíritu -el fondo- es ese norte ideal que ha de guiar en las adaptaciones.
Pero los Coen han ido a hacer en Valor de Ley todo lo contrario: la reproducción de las imágenes, unas imágenes que yo he elevado a los altares. Su cinefilia -presente en todas sus películas y una de las cosas que más me han atraído hasta hoy de su propuesta- también les lleva al cine antiguo. Pero son mucho más brillantes en sus pastiches -Muerte entre las flores (1990) y Barton Fink (1991) del cine negro, O Brother! (2000) de las cintas de fugas de los años 30, Crueldad intolerable de las screwball de guerra de sexos si se apura un poco- que en las nuevas versiones.
Jeff Bridges fue sobresaliente en su creación de Jeffrey Lebowsky, el colgado de los tripis, los rusos blancos y la contestación de los años 60 de El gran Lebowsky (1998), su anterior colaboración con los hermanos. Pero resulta caricaturesco incorporando a Rooster Cogburn, el último gran personaje de John Wayne. La visita de Mattie Ross al marshall en la tienda de Chen Lee -H. W. en la versión de Hathaway, en ésta no consta en los créditos-, el ataque a la cabaña donde aguardan el metodista y el canalla, y lo que es peor, el galope final de Cogburn contra el cobarde Lucky Ned Pepper (Barry Pepper) y sus cuatro secuaces... En fin, todas las secuencias del original de Henry Hathaway de 1969 que los Coen reproducen son una revisión a la baja del modelo. Muy en consonancia, eso sí, con ese feísmo al que condenan al western -en la creencia de que así lo desmitifican- los realizadores que van contra el género que es el cine por excelencia desde que Clint Eastwood tuvo a bien perpetrar Sin perdón (1992).
El Valor de ley de Hathaway fue una película determinante en mi infancia y por ende en mi vida. Habiendo aprendido hombría con el galope del Cogburn original contra el cobarde Lucky Ned Pepper (Robert Duvall en aquella ocasión) y sus cuatro secuaces, dejé ver westerns contemporáneos tras la muerte de Peckinpah. No obstante lo cual, mi admiración por los Coen me llevó a saltarme la regla que me salvó de Silverado (Lawrence Kasdan, 1985), El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (Andrew Dominik, 2007) o Appaloosa (Ed Harris, 2008), entre otras abominaciones.
Pero el pecado ha llevado implícita la penitencia. La infracción a mi propio código me ha hecho ver a un Cogburn sucio, con la ropa amarillenta y las moscas revoloteando a su alrededor, en la trastienda del ultramarinos de Chen Lee. Como es sabido, el empobrecimiento de los atuendos es uno de los pilares de la desmitificación del western. Se trata, no hay duda, de ir en contra de la belleza.
Así, en la secuencia en que Mattie Ross -Kim Darby en el original, Hailee Steinfeld en esta ocasión-, abandonada por Cogburn y LaBoeuf -Glen Campbell y Matt Damon en cada una de las versiones- cruza el río a caballo para ir a su encuentro, ese sol de invierno que la ilumina en el filme de Hathaway -en el que bien se pueden atisbar alusiones al otoño de Cogburn- aquí es ese día gris también consustancial a la desmitificación del western. Así que la emoción que nos inspira el primer Cogburn al mirar a la muchacha atravesar las aguas sobre su montura -"me recuerda mí mismo", confiesa a LaBoeuf- aquí se reduce a una mueca, más impostada que el resto de las Bridges a lo largo de todo el metraje. Y esa emoción, que no consigue transmitir la puesta en escena, se intenta provocar con un subrayado musical que no hace sino aumentar la impostura.
En cuanto a la secuencia del metodista y el canalla basta con un dato. El canalla en cuestión es un "hijo de puta" para los Coen. Bien es cierto que en el inglés original será un "bastard", un "fucking mother" o algo por el estilo. Pero a estas alturas de la historia, las palabras soeces -perdido ya ese carácter de maldición o de exclamación liberadora que tuvieron cuando nuestros mayores nos decían que nos iban a lavar la boca con lejía si los pronunciábamos- no son más que vulgaridades. "Canalla", como voz, es mucho más bonita que la expresión "hijo de puta". De ahí en adelante, el trecho que va del original a su remake es tanto como la distancia que separa a Dennis Hopper -Moon, el metodista de Hathaway- de Domhnall Gleeson, el nuevo interprete del personaje que habrá de perder los dedos antes de hallar la muerte acuchillado por su compinche. Volvemos al feísmo y a la suciedad inherente a la desmitificación del western. Ese Oeste que yo recuerdo siempre luminoso en las cintas de mi infancia.
Pero aún es más triste la secuencia en la que Cogburn y Mattie esperan la llegada del cobarde Lucky Ned Pepper a la cabaña que ocuparon el metodista y el canalla. En la cinta de Hathaway, es entonces cuando el viejo marshall recuerda a la "hermanita" -como llama él a Mattie - los días en que Bo era un potro joven y no había caballo que lo alcanzara. Rooster, en aquel tiempo, era un forajido que atracó un banco en Nuevo Méjico. Cuando advirtió que la partida de sus perseguidores se iba debilitando, decidió darse la vuelta, coger las riendas del potro con la boca, un Colt en cada mano y galopar contra ellos. Naturalmente, la hermanita no le cree. Pero habrá de rendirse ante el valor de Cogburn cuando le ve ir de idéntica manera contra el cobarde Lucky Ned Pepper y sus tres secuaces en la secuencia cumbre de la cinta, aquella en la que el viejo marshall demuestra el coraje aludido en el título.
Siendo el caso que en la versión de los Coen la secuencia de los recuerdos de Cogburn se suprime, se empieza con ello a rebajar el clímax mismo de la película y la famosa galopada contra los cuatro no emociona tanto en esta ocasión. Lo que sigue es un final descabellado que ni siquiera está a la altura de ese pasmo, de esa paradoja constante en los Coen. En lugar de ver a Rooster saltando con su nuevo caballo la valla del terreno donde Mattie espera verle enterrado algún día, se nos presenta a la hermanita cuarentona y manca, pues perdió el brazo a consecuencia de la mordedura de la serpiente, en una especie de coda. No es Cogburn quien acude a verla a su rancho, es ella quien lo visita en un Wilde West Show, los hermanos disponen para el marshall tuerto -como John Ford y Raoul Walsh- el mismo final que su destino dispensó a Buffalo Bill, Wild Bill Hickok o Calamity Jane. Es una amenidad tan peregrina como la del hombre oso que se lleva los cadáveres para sus prácticas de medicina.
Sí aplaudo eso de que el Valor de ley del 2010 nos muestre a Rooster enterrado junto al padre de Mattie, allí donde la hermanita, en el original, quería que estuviera la última morada de Cogburn. Pero ni eso ni las peroratas de los que van a ser colgados previas a su ejecución. Ni aquel "el tiempo se nos escapa" y otras hermosas sentencias de la voz en off, ni ese otro ahorcado cuyo cadáver es pasto de los cuervos en el camino -estampa más propia, por otro lado, de mi amado cine de terror-... Todos los hallazgos, a mi juicio, de los Coen, no bastan para entrar a saco en Valor de ley.
Yo maldigo la desmitificación de las películas de vaqueros porque son uno de los pilares sobre los que se alza mi mitología personal. La guasa siempre pone fin a los géneros -las parodias de Abbott y Costello al terror de la Universal, ¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú (Stanley Kubrick, 1963) a la ciencia ficción anticomunista-, demuestra que sus propios impulsores han dejado de tomárselos en serio. Nunca debimos transigir con Pequeño gran hombre (Arthur Penn, 1970), una burla en síntesis de todo el western, muy especialmente de Murieron con las botas puestas (Raoul Walsh, 1941), el original de la batalla de Little Big Horn, la última carga de Custer al frente de su Séptimo de Caballería. Tras la broma se escondía una subrepticia -y extremadamente seria- reivindicación de la realidad que habría de ser letal para el mito.
Aunque hubo muchos westerns clásicos surgidos de la antítesis de la norma -de los que ya habrá tiempo para hablar en esta misma bitácora- la ideología que inspiró la mayoría de los filmes de vaqueros sería inconcebible en nuestros días. Por eso, el del Oeste, es un género tan acabado como los maravillosos musicales de la Metro. Repito: murió con Peckinpah. Lo que no es de ley -nunca mejor dicho- es volver a él desde los presupuestos ideológicos de nuestros días. Sería como acusarme a mí, que considero los deportes una práctica alienante, de ser un mal deportista. Calculo que la realidad del Far West estuvo mucho más cerca del feísmo de las desmitificaciones que de la belleza de las pioneras que encarnaron Julia Adams y Joanne Dru. Pero esa realidad no me interesa. Los que intentan imponerla se me antojan como apologetas del realismo socialista, traslados al Olimpo para acusar a Zeus de no tener los pies en la Tierra.
Publicado el 8 de marzo de 2011 a las 23:45.