La primera chica Rohmer
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Magic and Loss titula Lou Reed una canción que he vuelto a escuchar en estos últimos días. Y cierta magia y cierta perdición se asocian en la idea que tengo de Michèle Girardon, la primera chica Rohmer.
Bella y maldita, ya estaba en el reparto de la primera película que vi -¡Hatari! (Howard Hawks, 1962)- e incluso me sentí atraído por la Brandy de la Court a la que incorporaba en aquella delicia en la que John Wayne (Sean Mercer) cazaba rinocerontes a lazo y Elsa Martinelli (Anna Maria d'Alessandro) enamoraba a los elefantes al ritmo de Baby Elephant Walk, del gran Henry Mancini. Pero habrían de pasar más de veinte otoños y alguna que otra proyección de la cinta siendo aún un niño, hasta que en verdad reparara en Michèle en mi primer visionado de ¡Hatari! ya cinéfilo.
Como todas las actrices de estrella efímera a las que vengo evocando en mi bitácora -Carole André, Mimsy Farmer, Catherine Spaak-, el primer encanto de Michèle radicaba en la veracidad de su belleza. Tanto era así que desde algunos ángulos, incluso podía parecer algo desgarbada. Nada que ver con ese atractivo de la estrellas de Hollywood tan incontestable como imposible. Si alguien ha conocido en la vida real a una mujer que se parezca a Lana Turner, Dorothy Malone o la mismísima Marilyn, que dé fe de ello aquí abajo.
Sin embargo, yo cursé el cuarto de bachillerato sentado al mismo pupitre que una chica clavadita a Michèle. De hecho, al volver a ver ¡Hatari! ya cinéfilo, me la recordó tan poderosamente como Judy Barton le recordaba a Madeleine Elster (ambas Kim Novak) a Scottie (James Stewart) en De entre los muertos (Alfred Hitchcock, 1958).
Quiso la casualidad que unas semanas después revisara por primera vez La muerte en este jardín (1956), de Buñuel -vista solo en una ocasión durante un cineclub que organizaba a comienzos de los años 80-, y que la cara de María Castin, una de las protagonistas de don Luis, me sonara. En efecto, era Michèle, quien ya empezaba a ser algo más que esa actriz que tenía un aire con aquella compañera de mi adolescencia.
Me chocó sobremanera que una intérprete de Buñuel pudiera haberlo sido también de Hawks. La conexión entre ambos cineastas es tan inexistente como la famosa relación entre la velocidad y el tocino. Había una explicación: La que acaba de ser la primera chica Rohmer, llegó a aquel reparto tras una peripecia en el casting previo que se inició con el interés de Hawks por las primeras cintas de la Nouvelle Vague, acaso en correspondencia a los elogios que los nuevos realizadores franceses le habían dedicado en sus críticas en Cahiers du Cinemá. Hay constancia de que el maestro estadounidense vio las películas producidas por la AJYM, de ahí que Gérard Blain, el Serge de El bello Sergio y el Charles de Los primos (ambas de Claude Chabrol y del 58 y 59 respectivamente) sea el Chips Maurey de ¡Hatari! En cuanto a lo de Michèle, es muy probable que Hawks la descubriera en Le signe du lion (1962). El primer largometraje de Rohmer, también producido por la AJYM, bien pudo contar entre ese paquete de cintas de la Nouvelle Vague por el que el que se interesó el autor de Río Bravo (1959), de la tetralogía de los ríos si añadimos Río Rojo (1948), Río Lobo (1970) y nos referimos a The Big Sky (1952) como ese Río de sangre que fue su título español.
Pero no divaguemos. Apenas descubrió el estadounidense a Michèle quedó prendado de ella, lo que no había conseguido ni Ingrid Thulin, una de las musas frecuentes de Bergman. "Suscitó en Hawks un interés personal, circunstancia que de primeras le facilitó el papel, pero que luego provocó ciertos problemas", escribe Juan Tejero[1]. Esos problemas sentimentales acabarían por ser la perdición de la primera chica de Rohmer. "Howard Hawks amaba a Michèle Girardon", aseguraba Gérard Blain. "Pero ella rechazaba todas sus atenciones". Parece ser que la actriz había iniciado un romance con Russell Harlan, el director de fotografía. En cualquier caso, igual que no haber correspondido al sentimiento que inspiraba en el maestro del western y la screwball hizo que su papel en ¡Hatari! se viera sensiblemente reducido, otro amor no desdichado habría de mermar la existencia misma de la actriz. Pero no adelantemos acontecimientos.
Sin tener noticia aún del camino que llevó a dos actores de la Nouvelle Vague al set de Hawks, volví a descubrir a Michèle en el segundo visionado de Le signe du lion, en el primero de La boulangère de Monceau (Eric Rohmer, 1963) y en Soraya, reina del desierto (1964), una aventura de Antonio Margheriti a cuya proyección asistí con placer siendo ya también amante del cine italiano de géneros. Entonces sí, ya me puse a indagar sobre esa actriz de cotidiano magnetismo.
Pese a haber sido una de las primeras musas de la Nouvelle Vague, las nóminas de aquella pantalla suelen olvidarla. Yo mismo caí en esa injusticia en el libro que dediqué a aquel cine. Olvido que estas líneas vienen a enmendar.
Nacida en Lyon en 1938, la joven Michèle se formó en el conservatorio de París y se dio a conocer como actriz en la escena y la televisión francesas. En una de aquellas emisiones debió de reparar en ella Buñuel, el primer cineasta con el que colaboró. Tras la Graziella de Vive les vacances (Jean-Marc Thibault, 1958), llegó la secretaria de Los amantes (1958), de Louis Malle. Muy probablemente fue Buñuel quien habló a su amigo Louis Malle de Michèle.
Los 60 fueron una edad dorada para el cine europeo y la primera chica de Rohmer -quien ya participó en el primero de los Seis cuentos morales con su creación de Sylvie en La boulangère de Monceau- engrosó en ellos su filmografía al ritmo de uno o dos títulos por año. Así llegaron colaboraciones con el ideólogo del cine de autor, Alexandre Astruc -Tres menos dos (1961)-; Pierre Kast -Las vacances portugaises (1963)-, miembro fundamental y sin embargo olvidado de la Nouvelle Vague; André Cayatte -La vida conyugal (1963)-; e incluso Robert Siodmak -Cumbres de violencia (1964)-.
Sí señor, bien en filmes franceses, italianos o alemanes; bien en esas coproducciones europeas que en aquellos años también conocieron su edad de oro, la filmografía de Michèle Girardon discurría con un brillo tan discreto, pero también tan constante, como su atractivo. Todo iba bien hasta que en 1971 sobrevino el derrumbamiento. Desde que en 1958 coincidiera con José Luis de Vilallonga -dieciocho otoños mayor que ella- en el rodaje de Los amantes, más o menos intermitentemente y con todas las turbulencias de los amores imposibles, venía amándole a la espera del matrimonio o alguna suerte de unión más consistente que la que mantuvieron.
Cuando, en 1974, Vilallonga se casó con Syliane Stella Morell, Michèle, ya muy deteriorada psíquicamente, se vino abajo del todo. Asesina de sí misma, el veinticinco de marzo de 1975 decidió poner fin a sus días con una sobredosis de somníferos. Los médicos del hospital de Lyon en el que fue ingresada de urgencias, no llegaron a tiempo para salvarla. Suicida por amor, como Julieta, Michèle Girardon fue una de las actrices más románticas de todos los tiempos.
[1] Duke la leyenda de un gigante pág. 291. T & B Editores (Madrid, 2001).
Publicado el 25 de enero de 2011 a las 14:30.