Un ciclo de la Keystone
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Mabel Normand, retratada con el teléfono, en mi ordenador.
Restaurados recientemente por la Cineteca di Bologna en colaboración con el British Film Institute, una selección de cortometrajes que Chaplin rodó para la Keystone en 1914 -año fundamental en su carrera puesto que fue en el que creó su vagabundo-, ha sido uno de los últimos placeres que me ha proporcionado mi cinefilia. Ahora estoy con un ciclo de Doulgas Sirk, pero no adelantemos acontecimientos. Proyectada recientemente en la bien amada Filmoteca -alabado sea por siempre su nombre-, lo que me atrajo de la muestra de Chaplin fue que algunas de las cintas incluidas estuviesen dirigidas por Mack Sennett.
La influencia que este canadiense ha ejercido en la historia del cine es enorme. Al menos tanta como la que tuvo en mis cartoons favoritos: los Looney Tunes. Los batacazos que reciben el gran Silvestre y el pato Lucas son herederos de los que sufrían los Keystonecops. No creo exagerar al apuntar que, como artífice del slapstick -el cine silente por antonomasia-, una buena parte de lo que esa pantalla temprana y gloriosa, en la que sobraban las palabras, haya podido aportar al cine en su conjunto -su lenguaje ni más ni menos- fue obra de Sennett.
Independientemente de esa delicia que es siempre volver a él con pianista -Mariano Marín en este caso-, el ciclo me ha hecho reconciliarme con Chaplin. Yo abomino del Chaplin deliberadamente poético -léase sensiblero- que pone se pone cursi ante la consabida belleza de una flor -Luces de ciudad (1931)-, recurre a algo tan manido como los huerfanitos -El chico (1921)- y los vagabundos -mucho más próximos a las miserias con que nos los presenta Jean Genet-, para llegar a ser un auténtico reaccionario frente al progreso en Tiempos modernos (1936).
Pero aplaudo, con un entusiasmo idéntico a las carcajadas que me provoca, al Chaplin que da patadas en el pecho a quienes le quieren quitar a la chica; al que recibe los golpes, como si fuera un tentempié, y se presenta tan pedante como al robar constantemente el plano en Carreras sofocantes (Henry Lehrman, 1914); o tan miserable como es menester serlo para sobrevivir en el arroyo. Es decir, yo aplaudo al Chaplin del slapstick, género que junto al western fue el primero que me cautivó con aquellas inolvidables Comedy capers que se emitían, allá por el año 66 o 67, en la televisión. Sí señor, yo admiro en Chaplin al poeta del trallazo, que fui a llamar a los grandes del slapstick en mi Historia del cine universal[1].
Y aquel Chaplin tuvo su primera chica en Mabel Normand, que a su vez fue la primera persona que recibió una tarta en la cara, la imagen por antonomasia del slapstick. Aunque sería más preciso decir que ese Charlot aún incipiente fue el chico de Mabel, ya que ella era la estrella y Chaplin el acólito. De hecho, la pieza sobre la que vengo a llamar aquí la atención, Charlot en la vida conyugal, aunque dirigida por el propio Chaplin, se titula originalmente Mabel's Married Live.
Estamos hablando de los días en que los cineastas emplazaban su cámara en medio de una calle y no les importaba incluir en la acción fotografiada a los paisanos que les observaban al trabajar. Verbigracia, la gente que mira a cámara -con la fascinación que causaban los primeros tomavistas- en los exteriores de Charlot domina el piano. La inviolabilidad del espacio fílmico, el raccord y no pocos, del resto de los asuntos que habrían de dar coherencia al relato cinematográfico, aún estaban por llegar. Pero ya entonces, la expresividad de la efímera Mabel Normand -murió con treinta y cinco años- se hacía notar. Así, en El mazo de Charlot, una de las cintas dirigidas por Sennett, le basta alzar los ojos -¡y en un plano de conjunto!- para darnos a entender lo harta que está de las carantoñas de Fatty Arbuckle, a quien ese Chaplin que yo estimo derriba a mazazos.
Desde que tuve noticia de la hilaridad que despertó entre sus compañeros de rodaje cuando un león comenzó a seguirla por el estudio sin que ella lo supiera, lo que fue a simbolizar la fatalidad de la comicidad del slapstick, he escrito mucho sobre Mabel Normand. La dediqué un capitulo en mi Historia del cine... y busco con avidez sus cortometrajes en Youtube, donde es difícil encontrarlos completos. La suya, como la de tantas otras musas de la pantalla silente, es una belleza pretérita: demasiado gruesa para nuestros días. La de la sublime Lilliam Gish -y en menor medida la de Gloira Swason- es la única hermosura de aquel cine temprano que también lo sería en nuestros días. Pero la expresividad de los gestos de Mabel, que nunca fue la clásica ingenua -también daba patadas cuando le buscaban las cosquillas-, es universal y atemporal. Es decir, sintetiza la grandeza misma del cine mudo, al que no le hacían falta palabras para su comprensión. Vuelvo a remitirme a un ejemplo. Hay un plano en Charlot en la vida conyugal en que Mabel está cansada de esperarle en el hogar y nos lo da a entender imitando sus célebres andares.
Siendo el caso que la simple imagen de Chaplin sintetiza esa poesía fácil, esa sensiblería que denigro, su vagabundo ha sido imitado hasta la saciedad por cuantos apelan al sentimentalismo para conmovernos. Conmigo desde luego no lo consiguen. Mabel Normand sí. Decididamente, sí.
[1] T & B Editores (Madrid, 2008).
Publicado el 1 de enero de 2011 a las 18:15.