Veinte cintas
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Hay películas que me conmueven por lo que me cuentan, otras lo hacen por cómo me lo cuentan. Cuando forma y fondo ofrecen la misma excelencia, me descubro ante una obra maestra. Hoy propongo veinte apuntes sobre otras tantas de estas maravillas. Ordenadas cronológicamente, que no en base a mis preferencias, no estan todas las que son, pero sí son todas las que están. ¿Por qué éstas y no otras?, suele ser la pregunta que toda selección conlleva. A la que sólo cabe responder con otra pregunta: ¿Por qué otras y no éstas?
Avaricia (Erich von Stroheim, 1923)
La obra maestra del cineasta al que, según la publicidad de su estudio -la Universal-, gustaba odiar. En sus secuencias, como tan certeramente fue a descubrir el gran André Bazin, "La realidad se desnuda como un sospechoso que confiesa al ser interrogado por un comisario de policía". Antes de emplazar su cámara, este primer maldito del Hollywood clásico parecía guiarse en base a una consigna: "Fija tu mirada en el mundo, mantenla durante un buen rato y, al final, te mostrará toda su crueldad".
El último (Friedrich W. Murnau, 1924)
La obra maestra de la imagen silente. Tanta es su perfección que esta historia del portero de un lujoso hotel, que ya anciano se queda sin trabajo, no precisa rótulos explicativos para su perfecta comprensión. Así las cosas, con El último, el lenguaje cinematográfico alcanza la anhelada universalidad del esperanto. "¿A qué el sonido?" se preguntaron varios maestros ante la perfección del silencio.
El gran desfile (King Vidor, 1925)
La cumbre de ese cine pacifista que inspiró la Gran Guerra en las postrimerías de la imagen silente y tuvo sus últimas expresiones en Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1967) y Rey y patria (Joseph Losey, 1964). Nunca me cansaré de elogiar tanta maravilla.
Fue en aquellas trincheras, especialmente en las de Sin novedad en el frente (Lewis Milestone, 1930), donde el tomavistas silente alcanzó toda esa movilidad que fue a cercenar el blindaje que requirió su silencio con la llegada del sonido. He aquí el Adiós a las armas de la pantalla. Una conmovedora historia de amor entre la sangre y la batalla. La vida surgiendo entre los muertos y un silencio que parece evocar el del conmovedor tango homónimo inmortalizado por Carlos Gardel.
Siete ocasiones (Buster Keaton, 1925)
El slapstick es el género por excelencia de la imagen silente y este título del Hombre que nunca se reía, El gran cara de palo, la mayor de sus delicias. La peripecia de James Jimmie Shannon puesto a buscar precipitadamente esposa para cobrar su herencia dará lugar a la comedia más vertiginosa del mutismo.
Metrópolis (Fritz Lang, 1926)
La primera obra maestra del cine de ciencia ficción -además de uno de los títulos fundamentales del expresionismo alemán-. Toda una antiutopía imaginada cuando el cineasta y su esposa de entonces, la guionista Thea von Harbou, vieron los rascacielos neoyorquinos por primera vez, aún en la cubierta del barco que les llevó a Estados Unidos. En cierto sentido, su asunto viene a demostrar que Lang, en un principio, no fue tan antifascista como pretenden ahora sus hagiógrafos. Ya sé de teorías que aseguran que abandonó Alemania por un asunto de faldas y no porque los nazis le hubieran ofrecido convertirse en el cineasta del Reich que iba a durar mil años. En cualquier caso, la cita que abre esta maravilla, según la cual ha de ser el corazón lo que medie entre el capital y el trabajo, dará mucho que pensar -y nada bueno- a los sindicalistas.
Yo prefiero quedarme con la belleza de Brigitte Helm -admirada igualmente en su creación de Antinea en La Atlántida (Georg Wilhem Pabst, 1932). Fue una de las actrices más sugerentes del silente europeo y aquí da vida a María y al robot.
El hombre que ríe (Paul Leni, 1928)
Luego de que su padre sea condenado a morir en la dama de hierro por Jacobo II de Inglaterra, la experiencia de Gwynplaine (Conrad Veidt) -dado a una banda de forajidos que deforman el rostro de los niños para grabar en ellos la eterna sonrisa de los bufones- será el origen de la que, junto con Garras humanas (1927) y La parada de los monstruos (1932), ambas de Tod Browning, es una de las primeras rosas de lo sórdido de la pantalla. Plena de la sombría poética de lo deforme, que además lo es por la crueldad de un terrible cirujano y por conveniencia de los agraciados. Fue una de las películas que más ansié ver desde que leí por primera vez sobre ella. Finalmente pude comprarla en DVD hace un par de años.
Drácula (Tod Browning, 1931)
Deliberadamente alejada de la igualmente encomiable Nosferatu (1922), de Murnau, he aquí el pórtico al cautivador ciclo de Terror de la Universal. Pero también he aquí el verdadero ejemplo de todos los Drácula que vinieron después. Una cinta tan atractiva como trascendente en la historia del cine y en uno de los mitos del siglo XX que se prolonga renovado hasta nuestros días.
¡Qué viva México! (Serguei Mijailovich Eisenstein, 1932)
Carente de sentimentalismos como el del cochecito del niño cayéndose por la escalinata de Odessa de El acorazado Potemkin (1925) y rodada con toda la libertad que le proporcionaba la distancia de Moscú, se me antoja la muestra más depurada del arte de Eisenstein, sin querer decir con ello que el resto de la filmografía del maestro soviético, aunque el gran parte velada por el maniqueísmo, el sentimentalismo y las órdenes de Stalin, no esté integrada en su práctica totalidad por genialidades.
Capricho imperial (Josef von Sternberg, 1932)
La cumbre del abigarramiento estilístico de su realizador halló su máxima expresión en esta adaptación del diario de Catalina II La Grande. La intrigas palaciegas tramadas por la mítica emperatriz rusa, en contra del cruel idota de su marido, dieron lugar al título más sublime de von Sternberg.
La gran ilusión (Jean Renoir, 1937)
Francia en los años 30, merced al realismo poético -claro precedente del neorrealismo italiano de posguerra-, escribe uno de los capítulos más brillantes de la historia del cine. Esta maravilla de Renoir constituye una de sus mejores páginas. El cineasta es grande porque muestra la misma comprensión con los pertenecientes a ese viejo mundo que sucumbió en la Gran Guerra que con los representantes de los tiempos venideros. Señores y plebeyos, la gran ilusión de todos es escapar de la fortaleza alemana que les guarda como prisioneros de guerra.
La diligencia (John Ford, 1939)
Los años 30 no fueron propicios para el western. Los responsables de los estudios creían que el sonido era incompatible con los grandes espacios del lejano -y amado- Oeste. John Ford se encargaría de demostrar que las cintas de caballistas -que las llamaban en el silente- eran la canción de gesta estadounidense. Más o menos basada en Bola de sebo, de mi dilecto Guy de Maupassant, La diligencia es el pórtico a toda esa belleza. Plena de momentos memorables, me quedo con la entrada en escena de Ringo Kid, volteando su Winchester antes de subirse al pescante. Creo que fue entonces cuando decidí querer a John Wayne, su intérprete, más que al autor de mis días. No es retórica. Siendo como fui un niño sin padre, admirando al Duque -en Valor de ley (Henry Hathaway, 1969) coge las riendas del caballo con la boca, el Colt en una mano; el Winchester en la otra y se enfrenta al galope a cinco forajidos- aprendí toda la hombría que mi progenitor debió enseñarme. Fue también hallazgo de La diligencia localizar la emocionante llegada de la caballería en el Monument Valley (Arizona), Ford's country.
Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941)
El último de los grandes hallazgos del lenguaje cinematográfico, que bien visto puede que sea una celebración más que un hallazgo propiamente dicho, es el de Orson Welles en la cinta que inaugura su filmografía. Ni la profundidad de campo ni los encuadres caprichosos fueron invento de Welles. Pero, aun a riesgo de caer en la vulgaridad que conlleva utilizar una palabra tan manida en nuestros días como "reinvención" y todas sus derivadas, cierto es que Welles se reinventó el lenguaje fílmico en Citzen Kane. La ascendencia y caída de un magnate en la que algunos quisieron ver un trasunto de la experiencia de William Randolph Hearst.
Ladrón de bicicletas (Vittorio De Sica, 1948)
Cuando los neorrealistas deciden emplazar su cámara en las calles, no sólo retratan la Italia de posguerra. Su mirada se extiende a toda esa Europa en ruinas que conocía la paz después de tanta sangre. De hecho, Alemania año cero (Roberto Rossellini, 1947), otra cinta canónica de esta gloriosa escuela, estaba localizada en la nación que puso en marcha toda aquella barbarie.
La suerte de Antonio Ricci (Lamberto Maggiorni), el protagonista de De Sica es triste: no puede desempeñar su empleo pegando carteles de películas después de que le roben la bicicleta. Pero fue a sintetizar el infortunio de no muchos de los que, con la calefacción aún por llegar, se apretujaban en las salas de cine, la maravilla de los sábados de aquella Europa en ruinas. Son tantas las sutiles referencias que Ladrón de bicicletas está muy por encima de la manida beatificación de los pobres.
Pather Panchali (Satyajit Ray, 1955)
Americanizado hasta la médula -aprendí antes el lenguaje del cine estadounidense que las letras-, descubrí la grandeza de las miradas más remotas del horizonte occidental -en este aspecto los cineastas europeos no difieren de los estadounidenses, o viceversa- con los clásicos de la pantalla nipona: Yasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi y Akira Kurosawa, el más occidentalizado de todos ellos.
Pero Ray fue el primer realizador oriental que me produjo un éxtasis ante la belleza. Pather Panchali abre la trilogía de Apu. Continuada en Apajarito (1956) y Apur Sansar (1960), constituye un auténtico fresco sobre Bengala, el amor y la inocencia. Basada en dos novelas de Bibhutibhushan Bandyopadhyay, la historia de Apu -incorporado por Subir Bannerjee-, desde su mísera infancia en Benares hasta su reconocimiento como escritor, me conmovió de veras. Jamás olvidaré las secuencias de lluvia en la que Durga (Uma Das Gupta), la querida hermana de Apu, contraerá las fiebres que la llevaran a la tumba aún adolescente.
Vértigo/ De entre los muertos (Alfred Hitchcock, 1958)
Mi admiración por El mago del suspense alcanza a casi todos sus títulos. Mas siempre ha oscilado especialmente entre 39 escalones (1935), tan cercana a Hergé y Vértigo. Si me decido por esta última es porque, habiendo integrado esa pentalogía de títulos que el maestro retiró de la circulación para que al cabo de los años los derechos de exhibición revirtieran en su hija -La soga (1948), La ventana indiscreta (1954), Pero... ¿Quién mató a Harry? (1955) y la segunda versión de El hombre que sabía demasiado (1956) fueron los otros cuatro-, la mitifiqué mientras anhelaba verla desde que leí por primera vez sobre ella.
Cuando finalmente me fue dado el visionado mediados los años 80, las esperanzas largamente acariciadas no se vieron defraudadas. El vértigo que siente Scottie, un policía de San Francisco incorporado por James Stewart le hará víctima de una de esas tramas, tan caras a Hitchcock, que arrastran a alguien, en principio, totalmente ajeno a ellas. Ya inmerso en la fatídica vuelta del destino, Scottie quedará prendado Madeleine Elster, Judy Barton tras su regreso de entre los muertos, la voluptuosa Kim Novak en ambos casos. Filme escabroso donde los haya -"escabrosas" llamaban los más mentecatos de mis mayores cuando yo era pequeño a las cintas turbias cuya comprensión se les escapaba-, he aquí una de las mejores aportaciones del cautivador Pierre Boileau a la gran pantalla. Celle qui n'e tait plus, llevada al cine en 1954 por Henri-Georges Clouzot con el título de Las diabólicas, fue la otra.
Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1959)
Otros mentecatos, aquellos empecinados en el plano, el contraplano y el travelling de acercamiento, todavía siguen acusando al gran Godard de fumista mientras se congratulan de las simplezas de forma y fondo de Woody Allen, Clint Eastwood, Steven Spielberg y el resto de los pretendidos grandes autores de nuestro tiempo, que siguen al dictado, pero sin alcanzar la sombra de su grandeza, las técnicas narrativas más sencillas. Sin embargo, Godard fue al cine contemporáneo lo que Welles al cine moderno. El realizador más representativo de la Nouvelle Vague se dio a conocer con un polar que a la vez es una película tan literaria que se alude en sus secuencias al mismísimo William Faulkner. Para el maestro no existían las fronteras que separan los géneros, pero tampoco aquellas que diferencian a los personajes y menos aún los cánones del lenguaje fílmico.
Mientras sigue a Michel Poiccard (Jean-Paul Belmondo) en su peripecia, Godard llevó a la pantalla una aparente espontaneidad que hasta entonces se había reducido a los títulos experimentales. Como tan acertadamente fue a señalar David Cheshire, "la narrativa imprevisible, la atmósfera irregular y los jump cut y reverse cut resultan a la vez desconcertantes y sugestivos. La narrativa fílmica sigue presente, pero reducida a una especie de taquigrafía comunicada de forma muy original. En esta especie de antimontaje, el paso del tiempo se reduce a un corte directo, aceptándose los ángulos invertidos y los saltos y, en las formas extremas del género, hasta saboreándose.
Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959)
Aunque es uno de los títulos integrantes del tríptico que abre la Nouvelle Vague no es una película especialmente novedosa. De hecho, puede adscribirse a un género con cierta tradición en la cinematografía francesa, el de los colegiales, que pasa por Cero de conducta (1933), de Jean Vigo -tan admirado por Truffaut y por cualquier cinéfilo que se precie- y tiene uno de sus últimos ejemplos en Adiós muchachos (Louis Malle, 1987). Los cuatrocientos golpes, obra maestra dentro de dicho género, no fue una película rompedora, como Al final de la escapada.
Su valor -además del de llamar la atención sobre los jóvenes realizadores franceses de la crítica y el público gracias a su éxito, posibilitando así los rodajes y estrenos de otros integrantes de esa nueva pantalla- fue el de poner en marcha el ciclo de Antoine Doinel, álter ego del propio Truffaut. En los cuatro títulos que sucederían a esta primera entrega -Antoine y Colette (episodios del filme colectivo El amor a los veinte años, 1962), Besos robados (1968), Domicilio conyugal (1970) y El amor en fuga (1978)-, el gran Truffaut nos referiría la experiencia sentimental de Doinel. El conjunto bien puede definirse -junto con el Poema 20 de Pablo Neruda- como la visión más equilibrada del amor de la pasada centuria. Un ciclo, en fin, en el que puede verse reflejado cualquiera que haya pasado por la experiencia amorosa.
El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962)
Una de las afirmaciones más gratuitas que alumbró la crítica cinematográfica en los años 90 fue calificar Sin perdón (1992), la abominación de Clint Eastwood, de western crepuscular. Nada de eso. Sin perdón es un western feísta. Crepuscular es El hombre que mató a Liberty Valance. Más aún, ésta fue la cinta que trajo el crepúsculo al género tras la grandeza que conoció en los años 50 de la mano de realizadores como Budd Boetticher, John Sturges, Delmer Daves el propio Ford y el gran Anthony Mann por encima de todos ellos.
Choca que ese western crepuscular puesto en marcha por Ford tuviera su mejor cultivador en un cineasta tan distante del maestro como el también querido Sam Peckinpah. En cualquier caso el Oeste toca a su fin en la cartelera de los años 60. El nuevo entendimiento que surgirá de la sedición juvenil que se fragua en torno al rock en esta misma década convertirá al western, casi siempre tan racista, en el género políticamente más incorrecto. Diríase que sus argumentos ya presagian ese ocaso inminente y versan sobre antiguos tipos de gatillo fácil, certero y rápido que, llegada una ley que no es la del revólver, habrán colgar el suyo o cruzar Río Grande y pegar sus últimos tiros en Méjico.
Tom Doniphon -John Wayne en su mejor creación-, que antaño fuera el más rápido al oeste del río Pecos, fue de los que decidieron quitarse la cartuchera. Al menos así lo afirma su amigo Pompey (Woody Strode) cuando el senador Ranson Stoddard (James Stewart), pide que se le entierre "con sus botas, con su cinturón y con su revólver". Se abre entonces un flash back para contársenos la historia de Doniphon, el hombre que lo perdió todo: A Hallie (Vera Miles), la mujer de sus sueños; la gloria de haber matado a Liberty Valance (Lee Marvin) y ese Oeste que sucumbe ante los nuevos tiempos. Como todas las grandes películas, El hombre que mató a Liberty Valance también es una historia universal, en la que se hacen referencia a asuntos tan variados como la libertad de expresión. Así, la secuencia en la que Stoddard se encuentra a Dutton Peabody (Edmund O'Brien), malherido tras haber estado "hablando a ese Liberty Valance de la libertad de prensa" es de antología
2001: una odisea en el espacio (Stanley Kubrick, 1968)
Aunque las últimas veces la he visionado en video, la recuerdo en Cinerama, y no hay duda de que fue la joya de esos grandes formatos de pantalla que tanto placer me procuraron en la infancia. Espacio y tiempo son sólo dos formas, distintas formas de la misma trampa, ésa es la idea que suscita en mi más frecuentemente esta cinta. Sabido es que su elipsis es la más larga de toda la historia del cine: aquella que, mediante el hueso utilizado a modo de arma con que los primates herbívoros han descubierto la violencia, se nos lleva de ellos a un satélite orbitando el espacio cuatro millones de años después, en el ya lejano 1999. Entre los tres célebres monolitos que jalonan esta película, el TMA-0 de los primates, el TMA-1 de La Luna, y el de Júpiter, que es la puerta a los confines más remotos del Universo, Kubrick, en estrecha colaboración con Arthur C. Clarke, alumbró una de las películas más inteligentes de toda la historia.
En última instancia, es la inteligencia misma la protagonista de esta genialidad. La que suscita en los primates TMA-0, la que advierte TMA-1 en los cosmonautas y aquella que va más allá de las limitaciones corporales que le es dada a David Bowman, tras cruzar el umbral que guarda el monolito negro que orbita Júpiter. Inteligencia artificial, pero inteligencia al cabo, es también la de Hal 9000, el ordenador que rige el Discovery en su viaje al quinto planeta del sistema solar en el ya también lejano 2001, y decide comenzar a dar muerte a sus tripulantes en el convencimiento de que la misión peligra. Lástima que la madurez alcanzada por la ciencia ficción en esta obra maestra fuera a menos con la simpleza y el infantilismo de las propuestas de Spielberg y George Lucas en los años siguientes.
Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979)
No deja de ser curioso que esta adaptación de El corazón de la tinieblas, de Joseph Conrad -que supera con creces al relato original- sea la película bélica más realista que he tenido oportunidad de ver. La paradoja surge porque las excentricidades del teniente coronel Kilgore (Robert Duvall), quien pone a Lance B. Johnson (Sam Bottoms) a hacer surf en el fragor de la batalla, se deleita con el olor a Napalm y acompaña sus bombardeos con El anillo nibelungo de Wagner para poner en marcha su "guerra psicológica", dan al conjunto un aire alucinado. Pero no hay duda: así debió de ser el conflicto vietnamita desde el punto de vista de los soldados estadounidenses, que combatieron en él bajo los efectos del LSD 25 y otras sustancias alucinógenas y estupefacientes. Recientemente he tenido oportunidad de ver la versión redux y no deja de parecerme como esos bonus tracks, que no son sino tomas de las piezas incluidas en el álbum, descartadas en su momento por razones de calidad. A la postre no hacen sino interrumpir la escucha. Algo así vino a parecerme toda esa historia de los franceses y de la playmates con su helicóptero caído que incluye el nuevo montaje. En cualquier caso, Apocalypse Now -junto con La chaqueta metálica (1986), de Kubrick- me sigue pareciendo no sólo la mejor película que dio el conflicto vietnamita, también la más sublime que ha inspirado La Guerra ese jinete del Apocalipsis.
Publicado el 8 de septiembre de 2010 a las 16:30.