Aborrezco a la gente organizada
Las masas mirando.
Doce
A mi juicio, la política es la actividad más despreciable que puede ejercer el ser humano. Los políticos ponen en marcha las guerras y luego ellos no van. Dicen obrar en favor de la comunidad, cuando es harto sabido que sólo les mueven las ansias de poder o de lucro. Nadie como ellos para negar la evidencia y, cuando se trata de cumplir lo que prometieron, su memoria es más corta que la de los peces.
Ya enfilando la segunda década del tercer milenio, en las sociedades desarrolladas, cada vez son menos las personas que creen que la política tenga la más mínima capacidad para cambiar el mundo. Eso es una entelequia decimonónica o de los países en vías de desarrollo, como lo era aquella España que imaginaba, entre otros desatinos pretéritos, que las organizaciones estalinistas iban a traer la democracia.
Recuerdo la Transición como mis dieciocho años. Me faltaban un par de meses para tan dulce edad cuando volvieron a celebrarse elecciones generales. La presencia constante de la política en todos los órdenes de la vida española es lo único que nubla el hermoso recuerdo que guardo de mi adolescencia. Ahora sería inconcebible ese culto de entonces a unos profesionales del engaño como los que me ocupan. Pocos serán los que al día de hoy vean en un político a un paladín de nada que no sea otra cosa que su orgullo o su cuenta corriente.
Fue entonces cuando yo empecé a aborrecer a los políticos, tanto a los líderes como a los simples militantes. Eran estos últimos quienes, enajenados por su cosmovisión, se permitían decirme que no bebiera cubalibres ni escuchara a Pink Floyd. Había que beber carajillos o licores populares y atender a los tostones de los cantautores concienciados, so pena de ser un reaccionario. Después, iluminados por el orgullo que les confería estar "organizados", intentaban explicarme que el mundo se dividía en explotadores y explotados. Su misión, por supuesto, era la redención de los pobres. Me di cuenta entonces de que topaban con la iglesia precisamente por eso, por su afán de pobres.
Yo, que acaba de dejar a los curas en el pulpito con sus sermones para hacerme ateo, no estaba para esos aprendices de Mesías: maoístas que negaban la Revolución Cultural como los nazis el exterminio judío, comunistas que ignoraban el estalinismo como los franquistas los muertos por un disparo de la policía mientras corrían delante de los guardias en las manifestaciones. Por supuesto, ellos decían que no con la misma vehemencia visionaria que exigían compromiso. Que todos los políticos no son iguales, que había que tomar conciencia.
Pero no cambiaron el curso de la Historia, no redimieron a los pobres, no consiguieron que yo dejara de escuchar a Pink Floyd y beber cubalibres. Ni siquiera me convencieron de aquello de los explotadores y los explotados. Para mí, como para Luis Cernuda, al que leí en aquellos años con mucho más sosiego, ni había ni hay más polarización en el mundo que la marcada entre la realidad y el deseo. Fue el curso del tiempo, cierta inercia, la que trajo los nuevos aires.
Sabido es que actualmente, el desprecio a la clase política, en bloque, es público y notorio. Según las últimas encuestas, los políticos, en su conjunto, son uno de los principales problemas del país para los españoles, algo así como el paro. Ellos los saben y, al hilo de este dato, el otro día escuchaba a uno asegurar que ese desprecio que inspiran alcanza a toda la gente organizada. Por una vez estaba en lo cierto.
Desde hace más de treinta años, cuando les escuchaba jactarse de estar "organizados" para la salvación de los oprimidos, mientras me contemplaban entre la conmiseración y el desdén porque no hacía lo mismo, aborrezco en lo más íntimo de mi ser a la gente organizada. Lógicamente, no me refiero a quienes tienen su casa en orden, su agenda al día y procuran poner su vida a salvo de los imprevistos. Yo aborrezco a la gente organizada que exige a los demás compromiso. A los miembros de las asociaciones de vecinos que dedican su tiempo libre a convocarnos a manifestaciones para pedir hospitales, a los sindicalistas de los piquetes informativos que apalean a quienes no secundan el paro y a los cooperantes cuya imprudente solidaridad acaba por llenar las arcas de la organización criminal que ha hecho correr más sangre en Madrid con un dinero procedente de los impuestos que, entre otros, pagan los madrileños.
Publicado el 27 de agosto de 2010 a las 09:30.