Protocolos de verano
Las salinas de Formentera (1996). Foto Javier Memba
Diez
De ordinario los días son aburridos, plomizos y desafortunados como en noviembre y en febrero, acaso los meses más tristes del año. Lo normal es que sea invierno. El verano, más que extraordinario, es mentira. Ya ha habido oportunidad de dar cuenta en esta misma bitácora de cómo el estío es un fulgor juvenil, una celebración de los cuerpos gloriosos que se exhiben para la adoración de los demás. Ya maltrecho por la edad y los excesos, me escondo en estos días. Nunca han de volver a verme en bañador. Busco las sombras. Sombras que -vaya evocando a Luis Cernuda-, ya pesan en mi vida más que los cuerpos.
Una vez más sin vacaciones, este de 2010 no está siendo un verano favorable. Como tampoco lo fueron el del 86 y el del 92. Sin embargo, estoy siendo muy feliz porque verifico la canícula en los protocolos estivales. Leer en la terraza, asistir a la sala de verano en la bienamada Filmoteca o simplemente poner la pantalla reflectora en el parabrisas del coche, cuando cae el sol de plano, me procuran la misma dicha que aquel viaje a Grecia en coche en el 85 o esos grandes agostos en Formentera, los que se fueron entre el 98 y el 2000. Es algo parecido a esos versos que vienen a contarnos cómo una rama puede sintetizar en sí misma la magnitud de toda la primavera. O mejor aún, ese átomo que entraña al Universo entero.
Y así, encontrando la victoria en la derrota, como los protagonistas de las películas de John Ford, tengo el convencimiento de que, como en el 87, todo ha de enmendarse cuando llegue septiembre. Algo bueno y grande me aguarda en esos días. ¡Qué será de mí el día que deje de crecerme con la adversidad!
Publicado el 8 de agosto de 2010 a las 13:45.