Elogio de las mujeres que florecieron antaño
Cristina en Formentera en el año 2004
Nueve
Salvando las distancias, me pasa lo que a Jeff Beck. Por primera vez en mi vida, mi interés por el jazz discurre en paralelo al rock, del que siempre fui un dogmático, sectario y excluyente. Algún día contaré en esta bitácora cómo también yo fui dichoso con el Ritmo del Diablo. Que el jazz vaya templando mi pasión de otrora, demuestra que el próximo día once cumplo cincuenta y un años.
Entre las perspectivas que me da la cumbre de mi edad -inevitablemente estoy más cerca de ir al encuentro de La Parca que del día en que vine al mundo- destaca la simpatía -"simpatía", puntualizo, que no amor ni deseo- que me inspiran las mujeres que florecieron en mis tiempos. Don Luis Buñuel, con la lucidez de su mirada, nos habla de la liberación que supuso para él, ya septuagenario, dejar de ser voluptuoso y no querer asomarse al escote de cuanta mujer le atraía.
Afortunadamente, yo aún conservo el deseo -aunque como el amor al rock mucho más moderado-, pero vengo a hablar aquí de esas mujeres de mi quinta desde ese limbo asexuado del cineasta en su ocaso. Las veo andar por la calle Illescas todo lo arregladas que les permiten sus cuerpos -que como el mío ya empiezan a estar desvencijados- mientras van de la oficina al desayuno, enfrascadas en los asuntos del trabajo, y me inspiran cierta ternura. Comparable, ¿por qué no?, al alborozo que me procuraba el trasiego de dependientas, peluqueras y demás pibas en la media mañana del Paseo de las Delicias, cuando yo era vecino de La Arganzuela.
"La femme qui est dans mon lit/ n'a plus vingt ans depuis longtemps", decía Moustaki en Sarah. Ya en el bar, mientras los tragos del sol y sombra me queman de nuevo las entrañas, como si quisiera adelantar ese encuentro con La Parca que va estando cada vez más cerca, vuelvo a observarlas dando cuenta de su frugal desayuno. Algunas son capaces de coger los churros con servilleta y otras delicadezas. Pero todas irradian el frescor de una limpieza que va más allá de la pulcritud de su atuendo. Tanto es así que se diría que, no obstante las miserias del trabajo y el medio siglo de vida, aún conservan su pureza.
Calculo que todas ellas tendrán a alguien que las quiera tanto como yo a Cristina. Alguien que roncará y acaso tendrá deudas. No sé por qué -o si lo sé- me avergüenza seguir bebiendo junto a ellas. Dejo, pues, esperando a esa Camarada Seca que aguarda en el fondo de todas las botellas y concluyo que, incluso al envejecer, la vida es hermosa.
Publicado el 4 de agosto de 2010 a las 02:00.