Carole André
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La bella Carole André en mi ordenador
Todas son dichosas. Pero de cuantas tareas entraña la cinefilia, no hay ninguna tan grata como la de adorar a las actrices. Es un amor aún más platónico que aquellos no correspondidos, a menudo por ignorados, que tan plácido dolor causan en la adolescencia. Y lo es porque, a la postre, se trata de suspirar por una ilusión aún más excelsa que la que nos inspiraba aquella que nos hacía ruborizar al sorprendernos mirándola: la chica cuyo florecimiento a la feminidad, en el pupitre de al lado, nos interesaba mucho más que las declinaciones latinas y el no menos nefasto valor de Pi.
Ni Audrey Hepburn, ni Gene Tierney, ni siquiera la sublime Catherine Spaak. Yo sólo he amado así a Carole André, la Lady Marianna del Sandokán televisivo de Sergio Solima. En antena en el año 76, fue aquella adaptación de la más célebre obra de Emilio Salgari uno de los grandes éxitos de la parilla de su época. Pero nunca llegué a verla en aquellas emisiones pretéritas más que fugazmente. No obstante lo cual, fue bastante para que Carole me cautivara.
Meses después se exhibía una versión cinematográfica de esa misma historia y tras Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969) se convertía en la segunda cinta a cuya proyección asistí sistemáticamente. El graduado (Mike Nichols, 1967) fue la tercera. Al cabo de los años he comprendido que el visionado ritual de las dos propuestas estadounidenses obedeció al magnetismo que ejerció sobre mí su protagonista, Katharine Ross. Pero mi verdadero amor de la pantalla fue Carole André y fue en el madrileño cine Postas, de la calle homónima, donde la idolatré. En aquellos días, aquélla era una sala de sesión continua desde las diez de la mañana. Todavía estaba por convertirse a la X, camino que iniciaría con la "S" de Emmanuelle (Just Jaeckin, 1974), uno de los grandes éxitos del Postas.
Pero cuando yo la frecuentaba ritualmente para rendir el debido tributo a la belleza de Carole André, los amores mostrados en la pantalla eran tan puros como el que me inspiraba mi chica imposible. Ya entonces era consciente de que Sandokán era una película mala. Fue la primera cinta insalvable que vi sistemáticamente por cuestiones ajenas a su calidad. Sin hacer yo todavía a esa encantadora textura del cine antiguo, incluso presté más atención a ella que a Pacto de honor (1955), un western todo lo notable que suelen serlo los de André de Toth, que completó el programa la primera semana. Recuerdo haber ido a cumplir con aquel rito de adorar a Carole tras la primera noche en blanco que pasé en mi vida. Fue en el Año Nuevo de 1977. Su hermosura me despertó aún más que los míseros estimulantes que llegaron después. La quise tanto al verla curar a Sandokán (Kabir Bedi) que admirarla me hizo superar los miedos de mi adolescencia. Ya al cabo de los años, al asistir al trance de muerte de Giovanni De' Medici (Christo Jivkov) en El oficio de las armas (2001), del gran Ermanno Olmi, comprendí que para hacer más llevadero el dolor previo a la entrega del alma, el viejo soldado piensa en una mujer. Frente aquellos dolores -léase miedos de mis primeros años- yo imaginé a Carole André. Y después, como el amor en sí, que puede ser tan frágil como poderoso parece al alumbrarlo, o tan prosaico como el dinero del que dispone la pareja para mantenerlo, olvidé a Carole por las chicas de verdad.
Pasaron los años. Me hice cinéfilo y al volver a ver a mi chica convertida en Esmeralda, una de las prostitutas que animan el burdel de Muerte en Venecia (Luchino Visconti, 1971), comprendí lo que a la sazón debían sentir aquellos que amaron a muchachas igualmente inocentes a las que vieron convertirse en yonquis y luego en prostitutas.
Me engañaba cuando creí haberla olvidado. Ya más que cuarentón, volvía a verla incorporando a la Françoise Pigaut de Una mariposa con las alas ensangrentadas (Duccio Tessari, 1971) y sentí auténtica grima cuando la matan con toda la brutalidad que se hace giallo. Y sentí también la brevedad de su papel. Como en su colaboración con Visconti, su mejor trabajo de cuantos he tenido oportunidad de admirarla, su personaje tenía poco que decir. Pero a mí, sus roles me traían sin cuidado. Ya digo, casi siempre la amé en filmes malos. Era ella la que me inspiraba. Realización, interpretación, puesta en escena... Me traía sin cuidado todo lo demás. Cuando entraba Carole en campo acaparaba la pantalla. Me hacía sentir lo mismo, pero con una mayor intensidad, que las que florecían en el pupitre de al lado de mi remota adolescencia. La belleza de Carole André era tangible, como sólo lo fue la de Catherine Spaak.
Tras redescubrirla en Una mariposa con las alas ensangrentadas quise saber más de mi antigua musa. Pero en el impagable Internet Movie Data Base no consta más que su filmografía y su lugar nacimiento. Hay más posts que datos. Ello viene a dar cuenta de cuanto se la amó. Todas esas bitácoras son apuntes de otros comentaristas que la admiraron tanto como yo, más es imposible. Todavía me gusta escribir su nombre como al adolescente el de aquélla que le inspira junto a la flecha y el corazón del amor.
Carole vio la luz por primera vez en el París de 1953. Su madre, de la que habría de tomar su nombre artístico, fue la actriz Gaby André, antigua colaboradora de Marc Allégret -Entrée des artistes (1938)-, Abel Gance -Paradis Perdu (1940)- e incluso Rudolph Maté -El guantelete verde (1952)-.
De vocación tan temprana como su progenitora, la adorada Carole debutó en la pantalla cuando sólo contaba catorce primaveras. Lo hizo en un spaghetti western, género pródigo en bellezas tangibles, de Guiseppe Vari: Con lui cavalca la morte (1967). Con Sergio Solima, el realizador con el que habría de trabajar más frecuentemente, lo hizo por primera vez en Cara a cara (1967). Aunque en Fellini-Satyricon y Dillinger ha muerto, de Marco Ferreri esta última y ambas de 1969, sólo incorporó a personajes sin frase, su candor, su belleza y su ternura se hicieron notar.
Durante los años 70, además de con Solima, entre otros, también colaboró con Lucio Fulci incorporando a la Krista Oatley de su versión de Colmillo blanco (1973). Ya al final de aquella década llegó a participar en una coproducción con España: Encuentro en el abismo (Tonino Ricci, 1980). Yor, el cazador que vino del futuro, una de esas fantasías de Antonio Margheriti, fue la última cinta interpretada por la maravillosa Carole que se vio en nuestras pantallas. Su filmografía se prolongó hasta comienzos de los años 90 haciendo mucha televisión italiana.
He creído entender que ahora, a sus 57 años, la antigua musa se dedica a la gestión en Francia. En la Red hay una foto de ella que la muestra con 54 otoños brindado con Kabir Bedi, el antiguo capitán de los tigres de Mompracem, y Philippe Leroy, Yañez de Gomera en aquel viejo Sandokán tan malo pero tan entrañable. Para sus admiradores las actrices no envejecen. Yo prefiero recordar a Carole como era entonces. Aún la guardo en el mismo limbo que a Anne-Laure Meury y el resto de las efímeras musas de Eric Rohmer. Y otra cosa, leí a Emilio Salgari por ella. Por imaginar su belleza una vez más.
Publicado el 1 de julio de 2010 a las 11:15.