Una historia sobre libros con motivo de la Feria
Archivado en: Cuaderno de lecturas, sobre la Feria del Libro
Una estampa de El Retiro
Mi primer recuerdo de la Feria del Libro está ligado al de la antigua Casa de Fieras. Me explico. No es que la tradicional cita de la primavera madrileña tenga alguna relación con las bestias. Antes al contrario. Nada como un libro para desasnar a un burro, aunque por otro lado estimo más a un pollino en su noble inocencia que a toda la clase política con su retórica de la mezquindad. Es por el emplazamiento de tan querida muestra en el Paseo de Coches del Retiro. Discurre en paralelo al ocupado por el antiguo jardín zoológico de mi ciudad, como todavía viene a dar fe una jaula, una inscripción y dos leones, esculpidos en piedra, a los que el tiempo ha ido quitando ferocidad. Siendo yo un niño de apenas cuatro abriles, mi madre me llevaba a ver a los animales para que me comiera el puré de lentejas, porque si no se lo daba al elefante. Y ahora, ya pasada la cumbre de mi edad, mi memoria alumbra tan insólita asociación.
Aprendí a leer tarde -creo que a los seis años-, máxime teniendo en cuenta que me habría de dedicar al muy noble y siempre improductivo oficio de escribir. Mis primeros libros, que aún conservo, fueron los veinte primeros tomos de la Gran Enciclopedia del Mundo, de Ediciones Durvan, que mi progenitora me regaló con motivo de mi primera comunión. Entonces no se lo agradecí. Sin embargo ahora es la joya la corona, lo mejor de mi tesoro. Todavía la consulto con asiduidad y adquiero sus apéndices puntualmente -van diecinueve-, que me trae a casa con descuento el último librero de los antes. Un señor tan mayor que la última vez mando a un hijo.
Junto a la Gran Enciclopedia del Mundo, los igualmente preciados álbumes de las aventuras de Tintín con el lomo de tela. Primeras y segundas ediciones españolas que me compraban en una librería que había en un primer piso de la calle de Leganitos, sin más anuncio que una placa y una pequeña vitrina llena de libros en el portal. En mis primeros días, esas pequeñas librerías abiertas en viviendas, en una habitación de la casa de los libreros, eran muy frecuentes en Madrid.
Ya en 1976, en otra que había en el Paseo del Prado, me compré Dios y el Estado de Mijail Bakunin. Pese a que lo leí tan prematuramente como a Kerouac, pese a los vaivenes que da la vida, pese a que en muchos casos ahora digo "A" donde antaño dije "B" y me trae totalmente sin cuidado la redención de los pobres, el león de la Primera Internacional me sigue cautivando como cautivó a Wagner, su compañero en alguna barricada.
Pero no divaguemos. Entre aquel piso librería de la calle de Leganitos y aquel otro del Paseo del Prado se fueron unos diez años en los que a menudo compraba los libros en Progreso, la librería papelería de mi barrio. En esa década que estuve en el Limbo, mientras iba de la infancia a la adolescencia, en las lecturas pasé de las páginas de las aventuras de Los Cinco de Enid Blyton, y las novelas de guerra de Sven Hassel, a las de los descubrimientos prematuros. Además, me fui creando unos hábitos para adquirir los libros.
El primero fue visitar la cuesta de Moyano. En sus puestos, hojearlos me resultaba más cómodo que en aquellas librerías de la calle Sagasta -recuerdo especialmente La Tarántula- que tanto me gustaban. Mi timidez de adolescente me abrumaba y había empezado a darme cuenta de que algunos libreros eran más pedantes que los poetas.
Mi madre abrió una cuenta en Aguilar -ya hablando de otro de aquellos hábitos de comprador de libros- y en la casa que tan entrañable editorial tenía en la calle de Serrano me regaló, entre otras, las obras completas de Herman Hesse, Herbert George Wells, Gustavo Adolfo Bécquer, José de Espronceda, Vicente Aleixandre y un buen número de crisoles y crisolines, aquellas deliciosas miniaturas. Esplendidas ediciones en piel y en papel biblia, que ella pagaba en cómodos plazos. A excepción de Aleixandre, cuyos versos aún no comprendía, aquéllas fueron las verdaderas lecturas que alumbraron mi confusa adolescencia. Bálsamo a las primeras decepciones que me deparó la vida.
Toda esa liturgia de comprar los libros alcanzaba su esplendor en primavera. La primera cita era el 23 de abril, cuando la Gran Vía, la Puerta del Sol, los primeros números de la calle de Alcalá y los últimos de los de la Princesa se llenaban de tenderetes de libros como celebración de su día. Entonces ponían los puestos las editoriales y algunas librerías. Nada que ver con esos restos de ediciones y de colecciones en fascículos que salen ahora a la calle. Entonces, en los tenderetes de antaño, me hice con alguno de mis primeros textos de Burroughs publicados en España por Júcar.
Luego, a comienzos de mayo, llegaba la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión al Paseo de Recoletos. Qué distintos aquellos restos de ediciones de esos que llegan ahora a la Gran Vía con motivo del Día del Libro. En uno de de aquellos saldos de Recoletos compré El vampiro en el cine de David Pirie, que habría de ser mi primera guía en la afición al género. Ya andando los años, en aquellos puestos también di con los restos de mi segunda novela, Homenaje a Kid Valencia.
Toda aquella liturgia alcanzaba su máxima expresión en la Feria del Libro, que desde 1976 visitó tres o cuatro veces todas las primaveras. Una para escrutar las novedades en las casetas del lado de la Casa de Fieras; otra para hacerlo en las del otro, una tercera para comprar y una cuarta para pasear junto a Cristina. En todas las ocasiones aún me embriago del inconfundible aroma del papel recién impreso, que sé distinguir por encima del olor a tierra mojada que deja la maldita e inevitable lluvia.
Las librerías de la calle Sagasta hace décadas que están cerradas y la Aguilar de la calle Serrano ahora es una zapatería, de la misma franquicia, si no recuerdo mal, que la ocupa la antigua librería Franco Española de la Gran Vía. La profusión de tiendas de ropa es la prueba incontestable de la superficialidad de nuestros días y mis visitas a la cita de El Retiro, una de las pocas alegrías que aún me depara la primavera. La de Recoletos ya hace un par de mayos que se me pasa y los puestos del 23 de abril ya no me llaman.
Hubo un tiempo en que reseñaba libros en La Esfera, el antiguo suplemento literario de El Mundo. Como además nunca hacía críticas -nadie escribe un mal libro deliberadamente y para denostar un texto sobran plumas -, me bastaba con pedir los títulos de mi interés a su editorial y me lo obsequiaban gentilmente. Incluso entonces me reservaba algunas compras para la Feria. Era volver a aquel placer con que, a finales de los años 70, iba a ella a adquirir los números de mi interés de la queridísima colección Libro Amigo, de la también desaparecida Editorial Brugera.
Son pocos los que recuerdan que hubo un año en que la muestra cambió su emplazamiento por la plaza Mayor y otro que se celebró una Feria del Libro de Otoño en el Palacio de Cristal de la Casa de Campo. Aunque en el primero compré la Enciclopedia ilustrada del cine de Editorial Labor y en el segundo, mi madre -siempre alimentado mi afán por la lectura- me regaló los tomos que me faltaban de En busca del tiempo perdido, aquellos fueron dos desatinos. La Feria del Libro ha de celebrarse cuando se celebra y discurrir en paralelo a la antigua Casa de Fieras para ser lo mejor de la primavera madrileña. Un nuevo Limbo en el que se confunden los fantasmas de las páginas pretéritas con las últimas novedades. La maldición de los treinta denarios, una nueva entrega de las aventuras de Blake y Mortimer, ha sido mi principal adquisición de este año. Sigo amando el cómic de línea clara como en mis primeros días, cuando empecé a atesorar las aventuras de Tintín.
"Vivían y me hablaban", dice uno de los bibliómanos de Fahrenheit 451 antes de disponerse a ser quemado junto a sus libros.
Publicado el 12 de junio de 2010 a las 12:00.