El cine italiano de géneros
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El gato de Formentera mirando a cámara
Ya lo he contado en varias ocasiones. Espectador entusiasta comencé a serlo cuando una prima de mi madre, allá por el remoto año 63, contando yo tres primaveras, me llevó a ver Tres lanceros bengalíes (Henry Hathaway, 1935) y Hatari! (Howard Hawks, 1962). Fue en uno de aquellos entrañables programas dobles, en sesión continua, que ya todo el mundo parece haber olvidado. El primer éxtasis ante la belleza me fue dado en la secuencia final de Tres lanceros..., cuando, tras la muerte en la batalla del teniente Alan McGregor (Gary Cooper), siguiendo la costumbre en su regimiento, condecoran a su caballo.
Cinéfilo, es decir, estudiante enfermizo de cuanto concierne a la realización cinematográfica, empecé a serlo en 1980. Cumplía yo con mis obligaciones militares en la biblioteca del Colegio Mayor Barberán cuando vi a un cinéfilo por primera vez. La vieja España me fue siempre tan favorable que, al saber de mi afán por los libros, el servicio militar que me encomendó fue el cuidado de los textos de aquella residencia para hijos de oficiales del Ejercito del Aire en la Complutense madrileña. El Fellini, así apodado por sus compañeros, era uno de los colegiales. Pero había algo en él que le diferenciaba del resto, entregados a vulgaridades como el fútbol, la política y demás inquietudes -necedades- de los pocos años. Era esa dignidad que la pasión confiere a quienes se entregan a una misión sublime.
Aquel Fellini, que sin él saberlo jugó un papel determinante en mi vida, era quien organizaba el cineclub del centro. A diferencia del resto de los residentes, que adornaban las paredes de su habitación con los pósteres y demás banalidades de la imaginería juvenil al uso, no tenía en su cuarto más que un proyector de 16 mm., el formato favorito de Eric Rohmer. Pero aquella máquina, por un procedimiento parecido a ese razonamiento de los poetas, según el cual la flor más sencilla puede encerrar en sí el milagro de todas las primaveras, era una ventana al universo. Decidí que yo también, antes que ninguna otra cosa, habría de ser un buen cinéfilo. "Filmófilo", como decía don Florentino Soria -uno de los más entrañables directores de la Filmoteca- en uno de los nacionales de Berlanga.
Aquello, lo de Fellini, fue en 1979. Un año después, en el 80, me convertía en aprendiz de cinéfilo al asistir por primera vez a una proyección en la Filmoteca, que aún era errante y tenía su sala de proyecciones en el cine Príncipe Pío de la cuesta homónima. Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941), Citzen Kane, que la llamaba siempre Chema, uno de mis primeros compañeros de cinefilia, me abrió ese camino que Fellini, sin él saberlo, me había sugerido.
Recuerdo que en aquellos días tempranos de mi experiencia filmófila, para epatar a mis primeros amigos en la bienamada Filmoteca, a mis primeros interlocutores en la cuestión fílmica, solía decir que Sergio Leone me interesaba más que Jean Renoir. No es cierto. Vista toda la filmografía del maestro que ha llegado hasta nuestros días, Jean Renoir es uno de los cineastas que más estimo. Aunque el amaneramiento de sus actores a veces me desagrada. Diré más, el Renoir realista poético cuenta entre mis favoritos, porque el nunca bien ponderado y cualificado cine francés de los años 30 es una de mis pantallas preferidas.
Ahora bien, una cosa no quita a la otra. Para epatar debí haber dicho que Sergio Leone me gusta mucho más que Ingmar Bergman, cuya gravedad -tan luterana- aborrezco como un ateo que lo es por descreimiento católico. Debí haber dicho que aprecio mucho más a Mario Bava que al bueno de Woody Allen -uno de los grandes admiradores de Bergman- siempre exorcizando sus complejos con sus chistes para débiles y progres.
En cualquier caso, lo que vengo a escribir ahora es que, después de treinta años de experiencia cinéfila, me gusta Antonioni mucho más sinceramente que cuando lo afirmaba por esnobismo en el 83. Como el frecuentador de estos apuntes electrónicos comprenderá, misántropo hasta la médula como soy, la incomunicabilitá del maestro de Ferrara me interesa infinitamente más que las homilías del sueco y a las amenidades del neoyorquino. Pero no por ello dejo de estimar el cine italiano de géneros.
Puede que debiera apuntar el "cine italiano fantástico", pero he empezado hablando del maestro del spaghetti western y vengo a referirme a cuanto descubrí a raíz de mi interés por el giallo a comienzos del siglo XXI. A todas luces eclipsado -valga el contrasentido- por el gran cine de aquella península -el neorrealismo, la comedia a la italiana- que como cualquier otro cinéfilo que se precie, aplaudo sin paliativos. Lo que sucede es que los artífices de ese neorrealismo, tanto los canónicos -Rossellini, Visconti- como los tardíos -el Fellini auténtico y primero, el primer Antonioni a su modo- ya me son harto conocidos.
La cinefilia, como cualquier otra disciplina, tiene sus niveles. John Ford, Alfred Hitchcock, Billy Wilder... En fin, el resto de los clásicos, estarían en primero de filmofília. Donde los textos del Siglo de Oro en la historia de nuestra literatura, por poner un ejemplo. A ningún buen amante del cine se le ocurría cuestionar El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962), Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940) o El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1949). Pero sólo los que ya cuentan con una dilatada experiencia cinéfila reparan en que Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969) fue la respuesta de Hollywood al spaghetti western. Además de una de las primeras aventuras cínicas -que llamamos a las cintas en las que los villanos tradicionales empezaron a ser presentados como héroes- que propició la desaparición del infausto Código Hays, ley en la pantalla estadounidense hasta finales de los años 60. También cabría referirse a la influencia de los primeros planos de Sergio Leone en esos otros con los que nos deleita ahora nuestro querido Wong Kar Wai.
Desde esta perspectiva, de ya treinta años largos de experiencia cinéfila, descubro ahora cómo la filmografía de Darío Argento, siempre a caballo entre el giallo y el terror, está integrada por obras fallidas, filmes que no responden a las expectativas que ellos mismos despiertan. Pero que sigo con agrado hasta que sus "madres del mal" resultan no ser más que un embrollo, una truculencia aún más clamorosa que los efectos especiales. Y no es sólo el atractivo de su hija Asia Argento, determinante cuando es ella la que al conducir la narración capitaliza el magnetismo que me atrae hacia esas películas decepcionantes, no obstante determinantes en la iconografía del gore actual. Género este último que, con su casquería y su truculencia, también detesto: desvirtúa la inquietud del auténtico terror, que es el que entraña una mujer del atractivo de Asia Argento convertida en una madre del mal.
Mientras voy sacando mis conclusiones, Argento me interesa sin que deje de hacerlo Antonioni de igual manera que hay momentos para escuchar jazz y otros para entregarse al rock, o cintas que veo frente a la gran pantalla tradicional u otras frente a la reducida del ordenador. Sin entrar en calidades ni en comparaciones, además de los giallos de Bava, Argento, Riccardo Freda, Lucio Fulci, Umberto Lenci o Sergio Martino, comienzo a interesarme por los peplums y las aventuras de Fernando Cerchio y Sergio Grieco.
Antes que su asunto, de estos giallos y estas aventuras me gusta su textura. Rodados muy a menudo en esa España los años 60 y 70, que fue uno de los escenarios más frecuentes del cine italiano de géneros, y casi totalmente carentes de dirección artística, sus diseños de producción no son sino el retrato fidedigno del paisaje de mi infancia y mi adolescencia. Estoy totalmente convencido de que esa vuelta a la estampa de mis primeros años tiene mucho que ver con el interés con que comienzo a atesorar los títulos de Máximo Dallamano. Su versión de El retrato de Dorian Gray fechada en 1970 y El medallón ensangrentado (1975) fueron las mejores cintas que conseguí la semana pasada. Si todo sale según lo previsto, en los próximos días me haré con ¿Qué habéis hecho con Solange? (1973), también de Dallamano, el giallo que más he deseado desde que el género me cautivó.
La experiencia fílmica no sólo se nutre de obras maestras. Antes al contrario, el verdadero cinéfilo se verifica al ver cine sin más ni más. Ahora entiendo a filmófilos como el Jacques Chevalier (Jacques Dutronc) de Lo importante es amar (Andrzej Zulawski, 1975), que preferían un peplum malo -"Un Maciste", se entusiasmaba él mismo - a la maltrecha belleza de Romy Schneider... No sé. "Amar el cine es amar la vida", sostenía el gran Truffaut. No hay por qué entregarse sólo a las obras maestras. También puede ser grato ver obras fallidas e incluso películas abiertamente malas.
De no ser así, los progres no asistirían a las proyecciones de Woody Allen, su Paco Martínez Soria. Me consta que ratificaré el amor a la vida -a mi vida pretérita- frente a la textura de ¿Qué habéis hecho con Solange?
Publicado el 6 de junio de 2010 a las 20:30.