Que la tierra le sea leve a Alain Delon
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Llegado el momento de la semblanza postrera, sé que una buena parte de la afición recordará al Alain Delon de Luchino Visconti -Rocco y sus hermanos (1960) y El gatopardo (1963)-, yo también me descubro ante aquellas creaciones. Cómo olvidar a Tancredi Falconeri, el personaje de Delon en la segunda de aquellas producciones, en la secuencia en que confiesa al príncipe Salina (Burt Lancaster) que va a batirse contra el rey junto a los garibaldinos; y en esa otra, que vuelve del combate, ya tuerto y con la bandera tricolor.
Pero debo confesar que mi favorito era el Alain Delon de los grandes malotes, el villano más magnético del polar -el policiaco francés-, el actor más representativo del cine del gran Jean-Pierre Melville, sin que ello signifique menoscabo alguno para Lino Ventura y Jean-Paul Belmondo. Sin apenas diálogos, Jef Costello y Corey, sus personajes, respectivamente, en El silencio de un hombre (1967) y Círculo rojo (1970), dos obras maestras del gran Melville, vienen a sublimar todas las convenciones del noir más fatalista: valor, soledad, ocultación de los sentimientos, finales desdichados...
Menudearán quienes evoquen la apostura de Delon. Era uno de esos tipos bien parecidos, eso está claro. Pero a mí me da igual. Yo me quedo con su capacidad para expresar el mal. De sus interpretaciones a las órdenes del gran René Clément, puede seguirse que hubiera incorporado al perfecto Mefistófeles en cualquier versión de Fausto. De hecho, fue un sublime William Wilson -el doppelgänger, el doble del relato homónimo de Poe-, que no dista mucho del Maligno, en el segmento de Louis Malle de Historias extraordinarias (1968). Pero con Clément recreó al primer Tom Ripley de la historia del cine. Fue en A pleno sol (1959), título bajo el que Clément llevó a las pantallas El talento de Ripley (1955). En aquella ocasión, el singular criminal, que con el correr de los años acabaría escuchando a Lou Reed junto a Heloise en su lujosa finca de Villeperce-sur-Seine, corrió a cargo del actor que hoy despedimos. Éste, aun sin contar con el favor de su creadora, realizó un trabajo admirable, como también lo fuera el de Maurice Ronet (Dickie Greenleaf). Bien es cierto que la moral de la época, que obligaba a dar a entender que el crimen siempre paga, hizo que el realizador galo tergiversara radicalmente el final de la novela. Puede que en ello estuviera el origen del poco interés que mostraba Patricia Highsmith por la estimable A pleno sol.
Como no veo series, lo mío son las películas, ignoro el Ripley de Netflix, ni siquiera me interesa saber el nombre de su protagonista. Eso sí, a fe mía, todos los Ripley que en la gran pantalla han sido, han recreado con excelencia al gran malote de Patricia Highsmith: Dennis Hopper -El amigo americano (Wim Wenders, 1977)-, Matt Damon -El talento de Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999)- y John Malkovich -El juego de Ripley (Lilliana Cavani, 2002)-. Pero el primero, el de Delon es especial. No por ello hay que olvidar al Marc Borel que el ya finado interpretó en Los felinos (1964), otra obra maestra de Clément en la que Jane Fonda recreaba a la chica, Melinda, otra perversa en la que Borel encontraría la horma de su zapato.
Alain Delon también dio vida a algunos héroes. ¡Cómo no! Como productor puso en marcha cintas en las que incorporó a algunos flics, que llaman a los policías en el polar. Pero será mejor correr un tupido velo sobre títulos como Palabra de Ley (José Pinheiro, 1985) o Por la piel de un policía (1981), producida y dirigida por el mismo actor. Es más, una de sus primeras producciones, Borsalino (Jacques Deray, 1970), cinta que en su momento me llamó mucho la atención, cincuenta y cuatro años después me parece poco más que un filme comercial en el que acaso sea el score de Claude Bolling lo más reseñable: otra de esas propuestas que acercaron la música del cine al lounge que se escuchaba entonces en las recepciones de los hoteles y en los restaurantes de postín.
Ciertamente, el Alain Delon productor también lo fue de El otro señor Klein (1976), la memorable cinta de Joseph Losey en la que el difunto nos brindó otro de sus grandes personajes. Pero lo suyo eran los villanos, románticos como Jef Costello, o perversos, tal que William Wilson. Incluso en su vida personal, en los orígenes del legendario actor francés que hoy despedimos, hay algo de villanía según el canon actual: fue paracaídas en la guerra de Indochina, el mismo conflicto en que acabó de aquilatar su patriotismo Jean-Marie Le Pen. Si bien es cierto que el futuro actor fue licenciado del ejército con deshonor. Eso sí, lo que no creo que le perdone nadie fue su maldad con Romy Schneider y alguna otra de sus novias reconocidas.
Alain Delon se estrenó en el cine, tras toda una experiencia errática en su vida anterior, en Quand la femme s'en mêle (Yves Allégret, 1957). Yo recuerdo sus personajes en la cartelera de los años 60 y 70. Le descubrí en El tulipán negro (Christian-Jaque, 1973), a mitad de camino entre La pimpinela escarlata (Harold Young, 1934) y El signo del Zorro (Rouben Mamoulian, 1940), desde esa tradición del cine de espadachines de la pantalla gala. Fue en la proyección en la que me enamoré perdidamente de Virna Lisi, en una tarde de mis primeros inviernos en el Real Cinema de Madrid.
Algunos años después, ya en 1970, me dejó fascinado el cartel de Círculo rojo, que habría de ver por primera vez en 1981, en una matinal de la Filmoteca, en la sala que entonces tenía en el Museo Español de Arte Contemporáneo, siempre en Madrid. Yo me quedo con el Alain Delon de los malotes, sublimes hasta la perversión. Eduard Coleman, el comisario de Crónica negra (Jean-Pierre Melville, 1972), ya me interesa un poco menos.
Y en esas cintas, que él mismo producía y protagonizaba en los años 70, le aplaudo en dos, la italiana: Tony Arzenta (Duccio Tesari, 1973), en la que Arzenta mataba a la gente mientras Ornella Vanoni cantaba L'appuntamento, y en Alias el gitano (1975), la mejor realización de José Giovanni.
Llegado el momento de la semblanza postrera de Alain Delon, no quiero olvidar su colaboración con Michelangelo Antonioni en El eclipse (1962), una de las cumbres de la incommunicabilità del maestro de Ferrara. Pero a quien yo despido es al Jef Costelo de El silencio de un hombre, con un gesto lacónico, como los que se dedicaban los que iban a morir en el cine del gran Jean-Pierre Melville.
Publicado el 18 de agosto de 2024 a las 23:00.