El mito de Frankenstein (II)
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Mike Resnick fue un aplicado autor de narraciones de ciencia ficción. En los doce años que se fueron entre 1964 y 1976 escribió doscientas novelas y trescientos relatos. ¡Qué barbaridad! Maxime si consideramos que compaginó su actividad literaria con la cría de perros collie. Dicen que el sentido del humor fue una de las principales características de su obra. Por mi parte, yo creo que, tomarse con humor una narración fantástica viene a demostrar que su autor no se toma en serio a sí mismo. En cualquier caso, el texto de Resnick, a mí no me ha hecho ninguna gracia. Pero supongo que debe de haber algún chiste en Los monstruos de Midway, la pieza que le trae a El mito de Frankenstein. Será por la animadversión que me inspira la práctica deportiva, que no ha hecho otra cosa que ir en aumento desde que los campeones y los plusmarquistas pretenden ser referentes, modelos a imitar, y sueltan las soflamas que consideran oportunas, como si fueran intelectuales, olvidando que son gente de acción.
Los monstruos de Midway no llega tan lejos. El título en cuestión es el nombre de un equipo de fútbol americano que, cansado de perder todos los encuentros del campeonato que le ocupa, decide contratar auténticos monstruos. La cosa funciona y, lo que antes eran derrotas, comienzan a ser victorias. Escrito a modo de noticias en prensa -sueltos y billetes- este procedimiento no tiene nada de nuevo, es un recurso harto frecuente. No obstante, es lo que más me ha interesado de la propuesta que, por otro lado, viene a demostrarnos lo que ya sabía desde la adolescencia, cuando su práctica comenzó a aburrirme: el deporte en equipos y para deleite de las masas es tan belicista como nos lo demuestran las frecuentes -y brutales- peleas entre las hinchadas más radicales de los contrincantes en el terreno de juego.
El nivel vuelve a subir en Sueños de F. Paul Wilson, hombre en verdad singular. No seré yo quien pronuncie un término tan buenrollista como el de “medicina de familia” -siendo tan poco sociable como soy, dejo esas ridiculeces para autores como Resnick-. Diré, por tanto, que Wilson, durante muchos años, compaginó su actividad literaria con la práctica de la medicina general. Con anterioridad a Sueños, la pieza que le trae a estas páginas, también me era un desconocido. Pero me ha resultado mucho más interesante que su predecesor en la selección.
Ya hablando del relato, Sueños está subjetivado por Eva, una víctima de su novio -Karl- y de la verdadera amante de éste, María. Los dos maquinan para que Eva parezca la asesina de un crimen que no ha cometido. Ajusticiada por ello, su cerebro le es implantado al monstruo de esta ocasión y bajo su nueva forma -que le repugna a ella misma- se dispone a cumplir su venganza. Esta variación del mito me ha resultado una de las propuestas más interesantes de todo el libro.
Con un pie de imprenta fechado en 1991, El mito de Frankenstein también puede leerse como una antología de la mejor ciencia ficción estadounidense a comienzos de los años 90. En aquella coyuntura, Philip José Farmer ya era uno de los grandes cultivadores del género. Distinguido con el Hugo al mejor autor revelación en 1953. Este mismo galardón -uno de los más preciados de la fantaciencia- en 1968, en su modalidad de novela corta, recayó en Riders of the Purple Wage, uno de los textos que Farmer publicó en aquel año. Ya consagrado en el género, A vuestros cuerpos dispersos mereció el Hugo a la mejor novela -sin limitación de páginas- en el 72.
En cierto sentido, Mal se mi bien, el cuento de Farmer aquí incluido, es una variación del tema de Sueños, además de un título tomado de El Paraíso perdido (1667) de John Milton. Aquí también se cambia uno de los paradigmas. En este caso, el monstruo es un antiguo profesor del barón. Ello da pie al autor a reinterpretar toda la historia de la abominación, pero bajo otro punto de vista. Considerando que una de las especialidades de Farmer es insertar en nuevas peripecias a personajes tan conocidos de otros títulos y autores -el Phileas Fogg de La vuelta al mundo en 80 días (Julio Verne, 1872), el Tarzán de Edgar Rice Burroughs o la Dorothy Gale de El maravilloso mago de Oz (1900), la novela infantil de Lyman Frank Baum, que no la cinta basada en ella, dirigida por Victor Fleming en 1939-, nadie mejor que Philip José Farmer para estas nuevas interpretaciones del mito ajenas al canon.
Un escrito de Habeas Corpus es una pieza original de la californiana Chelsea Quinn Yarbro. Se trata de la segunda de las mujeres incluidas en la selección. Y, ni que decir tiene, una autora tan notable y digna como el resto de sus compañeros de ambos sexos. Está concebida a modo de confesión del propio doctor Frankenstein, después de muchos años cautivo. Se trata, pues, de un escrito en el que, el decano de los doctores locos, intenta justificar su actividad en busca del favor de quienes han de evaluar su puesta en libertad, quienes, al cabo, no son otros que los lectores del cuento.
He creído entender que Benjamin M. Schultz -a quien, con anterioridad a la lectura de la narración que le trae a estas páginas, desconocía por completo- compagina los libros de creación con los de divulgación sobre nuevas formas de negocio. El estado contra Adam Smith, su relato, en cierto sentido, se asemeja a Un escrito de Habeas Corpus: los dos se nos presentan bajo la forma de textos dirigidos a un jurado que, en el fondo, como ya digo, somos nosotros como lectores de ambas narraciones.
Y si formalmente Schultz cae en un procedimiento que acabamos de ver, argumentalmente hace algo muy parecido. Estamos en el año 92 del siglo XX. Aquí el monstruo es un supuesto hijo de Mary Shelley, Adam; su crimen, la brutal violación de la mujer de Frankenstein y el asesinato de toda su familia. Aunque la bestia es nueva, estamos ante el sempiterno rencor de la abominación hacía el hombre que, usurpando su puesto al sumo hacedor, creó en él vida. Y, luego, cuando su hijo ya esta condenado a vivir entre quienes le temen -o respetan en el mejor de los casos-, atemorizado ante su obra, decide no dar vida a esa compañera que el monstruo le pide encarecidamente. Decididamente, el tema de la chica, con sus respectivas variaciones, es toda una constante en la selección. Como también lo es en la novela, aunque el cine solo lo haya recogido en La novia de Frankenstein (James Whale, 1935).
Chui Chai de un tal S. P. Somtow es el relato que más me ha interesado de los aquí traídos. Tailandés de origen, aunque su lengua materna sea el inglés, Somtow nos lleva a Bangkok mediante el viaje de un alto ejecutivo de una empresa estadounidense, Mike Russell, quien debe ir a la ciudad para atender unos asuntos del negocio. Siempre que vuelve a la capital tailandesa -como parece ser costumbre en una buena parte de los occidentales que arriban a ella- se da a todos los vicios que -según dicen- se ofertan en Patpong -el barrio de los placeres, que “huele a orín y jazmín”- a los visitantes. En esta ocasión, un responsable local de la firma le recomienda muy encarecidamente que vea a una tal Keo bailar la danza a la que alude el título. Se le asegura que es algo así como ser Adán en el momento en que Eva le tentó con la manzana.
En efecto, cuando Keo se le entrega, resulta ser una suerte de diosa del amor que conoce las posturas más fantásticas para la cópula. De vuelta a Estados Unidos sigue recordando los placeres que aquella extraña meretriz le procuró. Russell ni siquiera parece darle importancia a que Keo le contagiase el SIDA en su fabuloso encuentro. El recuerdo de aquella cópula se convierte en una obsesión.
Finalmente, pasados unos años, Mike Russell vuelve a Bangkok dispuesto a buscarla. Naturalmente, no queda nadie ni nada. Incluso le es difícil dar con el tugurio donde Keo bailaba. La ciudad sigue siendo algo así como la Babilonia del Sudeste Asiático -si Somtow no hubiera sido tailandés se le hubiera acusado de racista o algo por el estilo por el retrato que hace de Bangkok-, pero, de cuanto Russell conociera en su visita anterior, no queda nada. Hasta el burdel ha cambiado. No obstante, encuentra a otra prostituta que tiene cierto parecido con Keo, al igual que un tipo que trabaja en un McDonald’s. Investigando a raíz de estas coincidencias, da con el repugnante laboratorio de la doctora Stone, una descendiente de Frankenstein que se dedica a hacer “puzles de personas” uniendo fragmentos de distintos cadáveres -prostitutas y “chicos de la calle” que “estaban muriéndose”-, y se ríe “con la risa de los científicos locos”, Somtow conoce perfectamente el mito que está reinterpretando.
Finalmente, Russell besa una boca como la de Keo, pero, al levantar la sábana que lo cubre, donde debería estar el cuerpo solo haya cables. Cuando comienza a sonar una música, las partes de los diferentes cuerpos que irán a conformar a la nueva Keo comienzan a bailarla de un modo fabuloso. Tanto es así que Russell queda tan fascinado que, ya al final de la narración, cuando el estadounidense aguarda la muerte a consecuencia de su SIDA, su única esperanza es la de que su cuerpo sea donado a la doctora Stone para que, debidamente descuartizado, sus distintos miembros pasen a integran la amalgama de nuevos monstruos como aquel que le contagió la enfermedad que le está terminando de llevar al hoyo tan contento.
Más conocido como autor de novelas policiacas -el detective Amos Walker protagoniza una de sus series más conocidas-, Loren D. Estleman cultiva con mayor asiduidad la novela western que la ciencia ficción y Yo, el monstruo, su aportación a la selección, no le acredita como alguien especialmente brillante en un género que le es ajeno. La historia, como tantas de las aquí leídas, pues la huida al helado norte es otra de las constantes en la revisión del mito. En esta ocasión, tras romperse el hilo a su paso, el moderno Prometeo acaba en nuestros días -en la contemporaneidad de la escritura del relato- luchando contra unos perros en un espectáculo.
(continúa en la entrada del 25 de julio de 2024)
Publicado el 8 de julio de 2024 a las 04:30.