El mito de Frankenstein (I)
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Uno de mis mayores descubrimientos de este último invierno ha sido The Lure (2015), una espléndida realización de Agnieszka Smoczynska sobre la experiencia de dos sirenas de los años 80, que, antes de cruzar el Atlántico -en la idea de ir nadando hasta América-, recalan en un puerto de Polonia, del mar Báltico es de suponer. Buena cinta donde las haya, me ha hecho volver a descubrirme ante la majestad del cine polaco, a la vez que me ha llevado a empezar a darle vueltas a lo distorsionada que está la figura de la sirena, ese ser mitológico, mitad mujer hermosa, mitad pez, en el cine en general.
Otro tanto me ha ocurrido con Zombi Child (2019), de Bertrand Bonello, junto con Léos Carax y Oliver Assayas, mi favorito de aquellos nuevos barbaros del cine galo de principios de siglo, que el crítico de la revista neoyorquina Artforum fue a calificar como “nuevo extremismo francés”. Bonello, ante quien ya me descubrí con el entusiasmo debido tras el visionado de Casa de tolerancia (2011), su magistral retrato de un burdel decimonónico, recupera en Zombi Child la auténtica maldición de estos muertos vivientes, que no es el exterminio de los vivos -para su conversión a las legiones de “caminantes”, que se les llama en algunas producciones- como nos los presenta, por lo común, el cine actual. No señor, en su origen, la desdicha de los zombis era trabajar como autómatas esclavos, quienes, si comían carne, rompían el hechizo que les esclavizaba por una pendencia con quien les había embrujado.
Así se nos presentaban estos infelices en La legión de los hombres sin alma (Victor Halperin, 1932), la primera película que los retrató; así nos los muestra John Gilling en La maldición de los zombies (1966), la última que nos los presentó como esclavos antes de que Georges A. Romero cambiase el paradigma en La noche de los muertos vivientes (1968), para convertirles en autómatas de la antropofagia.
Y así, como trabajadores cautivos de un miserable, vuelve a retratarlos Bonello en su Zombi Child, lo que, además, se antoja mucho más apropiado teniendo en cuenta la tradición esclavista de Haití, lugar de origen de los zombis. Dejemos por el momento a los hombres sin alma en ese derrotero que los ha llevado a la casquería, buscando repugnar a un espectador al que ya no consiguen asustar. Es más, recuerdo esas pilas de caminantes, subiéndose unos encima de otros, de Guerra Mundial Z (Marc Forster, 2013) en unas secuencias que se me antojan de risa antes que inquietantes.
La figura de la sirena está mucho menos clara. De entrada, hay algo perverso en que su belleza no pueda ser poseída por el mero hecho de que, al tener cola de pez de cintura para abajo, carezcan del órgano sexual femenino. En la Odisea, también son seres malvados, cuyo canto evitan Ulises y su tripulación. Pero el cine, principalmente, las ha presentado como seres favorables a los hombres, casi tanto como las hadas a los niños buenos, aquellos que no mienten, quieren a sus padres y todo eso. Recordemos majaderías como 1, 2, 3… Splash (Ron Howard, 1983) o La sirenita (Ron Clements y John Musker, 1989).
Pero no siempre ha sido así. Mora (Linda Lawson), la sirena de Marea nocturna (Curtis Harrington, 1961), consciente de lo fatal que puede ser para él, evita el amor del marinero Johnny Drake (Dennis Hopper). Mora podría situarse entre las sirenas buenas. No es el caso de la Lorelai (Helga Liné) de Las garras de Lorelai (1973), en la que Amando de Ossorio alude a la perversa sirena que, según la mitología germana, aguarda en una roca del Rin a los incautos que se dejan seducir por ella. Tanto o más perversa se me antoja la sirena (Valeriia Karaman) de El faro (Robert Eggers, 2019).
El origen del mito de estas criaturas se remonta a la antigüedad clásica y, parece ser, que, a menudo, se confunde con el de las nereidas, que únicamente son las sirenas del Mediterráneo, y, éstas sí, son favorables a los marineros. Tal fue el caso de Jasón y los argonautas en su navegación hacía la Cólquide en busca del vellocino de oro.
Ya habrá tiempo para desarrollar estas ideas, por el momento, a lo que voy es a cómo, esta paulatina, aunque inexorable alteración de los mitos del cine de miedo y fantástico, me ha hecho volver a la terna rectora de la narrativa de terror, tanto fílmica como literaria.
Hará ahora veinticinco años, en el fin de siglo, me interesé por la fantasía épica y seguí con sumo agrado el catálogo de Timun Mas. Allí, en efecto, estaban todos, supongo que los clásicos de este género que tuvo en Tolkien a su heraldo. Allí, en el catálogo de Timun Mas, encontré a los acólitos del hombre que imaginó la Tierra Media y las Tierras Imperecederas: David Eddings, Guy Gavriel Kay, Margaret Weis y Tracy Hickman… Dicen que una generación posterior de estos primeros cultivadores de la fantasía épica, fue la integrada por autores como el célebre Georges R. R. Martin, o Christopher y Robert Hobb. Esta segunda tanda ya se dio a conocer a partir del año 96. A mí ya me son desconocidos. Ése, el 96 fue el año que me hice con una espléndida colección de fantasía épica de los precursores merced a la iniciativa de Timun Mas.
Con todo, las que más me atrajeron de todas las publicaciones de esta editorial barcelonesa, cuyo catálogo, hace ya un cuarto de siglo, seguí con avidez, fueron tres antologías de relatos dedicados respectivamente al licántropo, el vampiro y la abominación de Frankenstein. Es decir, los tres miembros de la terna aludida anteriormente. El mito de Frankenstein se tituló la antología dedicada al moderno Prometeo.
Molesto por esa variante espuria seguida por las sirenas y los zombis, he buscado la comunión con los mitos clásicos del miedo en el volumen dedicado a Frankenstein, veinticinco años después de que la lectura de El mito del hombre lobo me procurase tanto placer. Lo que sigue son los comentarios acerca del texto que he ido escribiendo mientras me adentraba en sus páginas.
Señala Isaac Asimov en la introducción que “lo importante en Frankenstein es que se trata del primer cuento en el que la vida se crea sin intervención divina”. Afirmación que, para venir de esa luminaria de la ciencia ficción de su tiempo que fue Asimov, no me ha parecido especialmente ilustre. Me ha suscitado más interés la aseveración de que fue merced a la película de James Whale de 1931, cuando la infame creación del barón cobró la dimensión que tiene ahora -o tuvo hasta que los endemoniados les desplazaron- en el imaginario del miedo. Partiendo de ahí, señala las diferencias entre el original de la gran Mary Shelley y esa adaptación fílmica que, pese a no ser la primera -ésa había sido un cortometraje de J. Searle Dawley, fechado en 1910- fue la que elevó al moderno Prometeo a ese lugar que ocupa junto al vampiro y al licántropo en el panteón de las abominaciones. Una de las primeras diferencias que nos señala Asimov es que, en el filme, al futuro monstruo se le coloca el cerebro de un criminal. Algo que en la novela no sucede y que, “de haberse suprimido en la película no habría causado el menor trasfondo a la historia”.
Katherine Dunn fue una periodista y autora singular -a menudo escribía sobre boxeo- que conoció su mayor éxito como novelista en Geek Love (1989). Casi carne, la pieza presentada en esta selección, versa sobre una mujer, Thelma, una prestigiosa profesional. Fea y odiada por sus empleados, para saciar sus apetitos sexuales recurre a unos autómatas, casi humanos, cuyos cuerpos parecen casi de carne. Tiene uno en casa y, cuando viaja, compra en el hotel los servicios del que le apetece. Hablamos de una práctica habitual en el mundo en que nuestra protagonista vive. Y seguro que cuando los androides sean casi humanos, su utilización como amantes por parte de los verdaderos humanos sin pareja sexual, será uno de los principales usos de estas máquinas.
A Thelma la cosa le funciona hasta que un modelo, que ha dejado olvidado al hacerse con otros superiores, la mata por algo muy parecido a los celos humanos. Así las cosas, Dunn, en su revisión del monstruo clásico, también alude a un debate tan de nuestro tiempo como el abierto entre la inteligencia biológica y la artificial.
Brian Aldiss fue uno de los autores más celebrados de la ciencia ficción de la segunda mitad del pasado siglo. Yo mismo he tenido ya oportunidad de comentar en esta bitácora mi lectura de Drácula desencadenado (1991). Aquí está incluido con El verano casi había concluido, una narración ambientada en nuestros días. El moderno Prometeo se nos presenta en un pico de los Alpes donde ha visto pasar los siglos. El monstruo creado por Frankenstein nos habla de Elsebeth -a través de una aparente montañera que parece haberle encontrado casualmente- como si fuera su compañera.
Pero Elsebeth no es más que un cadáver. Si acaso, chirría un poco que el nacido de varios muertos nos hable como si fuera un tipo inteligente, incluso cita a Rousseau. Pero, al cabo, resulta ser una bestia cuando intenta penetrar a Vicky -la aparente montañera que, en realidad es una policía, el señuelo de una operación puesta en marcha para atrapar al monstruo.
Con todo, cuando finalmente la bestia es capturada, Vicky deja entrever, mediante una observación a sus compañeros, cierta pena por la aberración. El de la nostalgia por la compañera que el barón no quiso darle será un tema recurrente en varios de los relatos aquí reunidos.
Otra de esas constantes, de esos temas recurrentes, es la experiencia del monstruo en el glaciar, al que lo manda la gran Mary, donde el cine -a excepción de La resurrección de Frankenstein (Roger Corman, 1990) y Frankenstein de Mary Shelley (Kenneth Branagh, 1994)- raramente le ha retratado.
Michael Bishop, en La criatura en la litera, también vuelve sobre el anhelo de compañera del monstruo y sobre su destino en el glaciar donde lo deja en el original la gran Mary. En este caso, una tormenta eléctrica despertó, en algún momento de nuestro tiempo, a la abominación -que aquí responde al nombre de Vivian Biemperdido- de su sueño secular entre las nieves. Tras el periplo correspondiente, ha acabado empleado como vigilante nocturno en unas oficinas estadounidenses. Naturalmente, dadas sus deformidades, es un tipo lleno de complejos. De hecho, tiene dicho empleo porque le permite sustraerse a las miradas del personal.
Narrado por el doctor Zylstra, el psicoanalista de Vivian, en un momento de la terapia, el facultativo -que no cree que su paciente pueda ser un producto de “la fantasía gótica de Mary Shelley”, como le asegura Biemperdido- estima conveniente que prosiga el tratamiento una colega suya. Nada mejor que estar frente a una mujer, que le trata con la misma deferencia que trataría a cualquier persona -aunque Vivian sólo sea un conglomerado de cadáveres-, para que el paciente empiece a superar sus obsesiones. Y tanto es así que Vivian Biemperdido se enamora de su doctora. La quiere hasta el punto de que, cuando ella le anuncia que se va a casar, el monstruo, que nunca ha dejado de latir en él, despierta y está a punto de matar a la doctora que lo psicoanaliza. Las desgracias, ese descrédito y esa ruina profesional, desde los que Zylstra nos narra la historia, caen entonces sobre el doctor por haber creído en la posible redención de la abominación.
Siempre recordado por su Matadero cinco (1969), todo un clásico de la ciencia ficción más pacifista, Kurt Vonnegut fue otro de los autores más consagrados del género en el siglo XX. Fortaleza, la pieza que le trae a estas páginas es una visión de ese mad doctor, de esos científicos locos y blasfemos de los que Frankenstein, por haber querido imitar a Dios en la creación de la vida, es el decano.
Vonnegut, en un texto en verdad ocurrente -aunque no porque esté escrito a modo de guion, procedimiento que, empero, me ha gustado por primera vez-, nos presenta a un descendiente del Frankenstein de la gran Mary, quien, además, responde al mismo apellido. Tampoco ha cambiado mucho su profesión. Bien es verdad que no junta muertos para recrear la vida. El oficio de este Frankenstein es mantener con vida a la viuda de un hombre inmensamente rico. Tanto como para la que fuera su mujer siga aferrándose a este mundo mediante innumerables sondas y una carísima medicalización. De hecho, la viuda no es más que una cabeza, a la que se mantiene lúcida mediante un complejo entramado de “vías” y cables. Cuando ella quiere morir, su Frankenstein se mata a sí mismo, luego de pincharse con las mismas vías, para convertirse en compañero de la viuda en la eternidad.
Extraña historia de amor esta que nos presenta Vonnegut. Extraña e inquietante, pero a la vez, prueba incontestable de que, el mito de Frankenstein, toca tan de cerca a la ciencia ficción como al terror.
(Continúa en el asiento siguiente)
Publicado el 25 de junio de 2024 a las 04:00.