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Que la tierra le sea leve a la maravillosa Françoise Hardy

Archivado en: Que la tierra le sea leve, Françoise Hardy

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(Sirva este texto, publicado en Zenda Libros el pasado 17 de enero, a modo de último tributo a la maravillosa Françoise Hardy)

Otro 17 de enero, el de 1944, nacía en París la chica con los ojos más grandes y tristes del mundo. Fue un momento estelar de la humanidad, porque, si, como nos dice Fernando Pessoa, en El libro del desasosiego -publicación póstuma de 1982-, la humanidad es “una mera idea biológica que no significa más que la especie animal humana”, con Françoise Hardy, la entonces neonata que hoy cumple ochenta años y pide a Macron de regalo una muerte asistida, nació un milagro de la biología: un ideal de la feminidad etérea. Una biología que hoy se extingue en una terrible agonía que ya se prolonga durante seis años. Dicen que hay veces que se le nubla la vista hasta el punto de cegarla.

Su destino ya estaba escrito en algún lugar aquel 17 de enero de 1944. Habría de dar comienzo en 1962, el año en que acabó la Guerra de Argelia. El domingo 28 de octubre -30 según otras fuentes-, Francia fue convocada a un referéndum. Cerrados los colegios electorales, el país se agolpaba frente a los receptores de televisión, en los domicilios particulares y en los establecimientos públicos, a la espera de noticias sobre el recuento de las papeletas. En una de las pausas del informativo correspondiente, la joven Françoise, sin más compañía que la guitarra acústica que le habían regalado en su casa unos años antes, cuando acabó el bachillerato, interpretó Tous les garçons et les filles. Aquella fue la noche en que Charles de Gaulle se convirtió en el primer presidente de la República Francesa elegido por sufragio, y nació un ideal, más que un ídolo, de la juventud. Ídolos son los políticos en su inexorable ignominia; los dioses con testa de bestia, adorados en sus altares por los paganos.

Françoise Hardy fue -y por haberlo sido lo será siempre- el ideal de la nueva chica urbana de los años 60: una chica yeyé. Acaso la primera. Y las chicas yeyés nunca fueron una broma, por mucho que puedan parecerlo a tenor de las observaciones de los comentaristas de la canción en la que Concha Velasco las parodiaba. Fueron, ya digo, un milagro de la biología, un ideal femenino. Luchaban contra la sociedad heteropatriarcal hace más de medio siglo, al rebelarse contra su padre, cuando no las dejaba salir de casa “vestidas como fulanas”, y cuando el energúmeno de turno, encendido en su represión sexual por las medias de color y la minifalda, las jaleaba como una bestia desde la acera de enfrente. Por no hablar de la posición hegemónica de aquellas muchachas en el cotarro musical de aquellos días.

El 29 de octubre de 1962 -o 31 según las fuentes-, los jóvenes que pululaban tan solitarios y desorientados por Saint Germain como decía estarlo Françoise en la letra de Tous les garçons et les filles, ya se habían aprendido la canción. Algunos la conocían de verla cantar por los clubes parisinos, otros de la facultad de Ciencias Políticas de la Sorbona, donde estaba matriculada, aunque acabaría licenciándose en Literatura. Como tantas chicas tristes, siempre fue una lectora apasionada. Simone de Beauvoir -a la que, curiosamente, descubrió en Austria, durante las vacaciones estivales, aprendiendo alemán en casa de unos parientes-, mientras pudo leer -hasta eso le ha quitado la agonía-, fue una de sus grandes pasiones.

Pero hemos de recordarla en los días de Tous les garçons et les filles. Cómo podían imaginar entonces, sus compañeros en las aulas de La Sorbona, que aquella canción de la chica triste, con el tiempo, habría de ser una pieza sobresaliente en la banda sonora de sus vidas. Qué pensarían de Françoise, al verla brillar junto a su antiguo vecino Johnny Halliday en los años de gloria del rock & roll francés y el universo yeyé, sus antiguas compañeras en el internado de las trinitarias. Fueron ellas las que asistieron al origen de su proverbial timidez, que dicen se encuentra en su dificultad para relacionarse con las monjas y con las otras niñas. Tenía problemas con el resto del mundo. ¡Cuánta belleza! ¡Qué hermoso y conmovedor es siempre el individualismo!

Llegó tan lejos la impronta de Françoise y sus canciones tristes, que Bob Dylan -habrá que recordar una vez más- fue el primero en dedicarle un poema. Aún puede leerse reproducido en la contraportada de Another Side of Bob Dylan (1964). En aquellos versos, la visualizó al borde del Sena. Puede que París aún fuera la ciudad del amor y Françoise, que también inspiró las líricas de Jacques Prevert y Manuel Vázquez Montalbán, con su languidez exquisita y su extremada delicadeza, se convirtió en el prototipo de la nueva parisina. Une parisienne tituló el escritor y músico Stan Cuesta la canción que le dedica. Debutó en el cine de la mano de Roger Vadin en Château en Suède (1963). Para Godard, el gran Godard, hizo una colaboración episódica en Masculino, femenino (1966). Pero lo suyo eran las canciones tristes en los días que empezaba a despuntar la monserga de la canción comprometida.

Si hubo una cámara a la que Françoise Hardy enamoró de veras, ésa fue la del fotógrafo Jean-Marie Périer, uno de los fundamentales de la revista musical Salut de copains, algo así como el órgano de expresión de la cultura yeyé. Ella y Sylvie Vartan se repartieron las portadas de aquella publicación que habrían de hacer historia. En fin, hablamos de la musa de toda una generación y una época, cuyo encanto irradió a las siguientes.

Sus canciones tristes -Mon amie la rose, Toi, je ne t’oublierai pas, L’ amour ne dure pas toujours…-, casi siempre composiciones de la propia Françoise, se escuchaban cuando aún no se había terminado de democratizar la música -sólo era el esparcimiento para las horas de asueto de quienes tenían tocadiscos; no ese aspecto más de la vida cotidiana, que, afortunadamente, es ahora- y mientras su voz dulce arrullaba al oyente con el magnetismo de las pesadumbres sentimentales de tan singular cantautora, quien la escuchaba la admiraba en esas fotos de Périer que la mostraban en las carátulas de los sencillos. Hasta los elepés eran menos frecuentes.

Era tanta su elegancia que fue musa de diseñadores como André Courrèges, Yves Saint Laurent y Paco Rabanne. Y, sin embargo, yo sostengo que fue una chica tan rebelde como las mejores de los años 60. Verla interpretar Comment te dire adieu?, la memorable pieza del gran Serge Gainsbourg, con un vestido de Paco Rabanne -creo tener entendido- aún levanta los corazones. También creo tener entendido que el 15 de mayo de 1968, justo en mitad de la revuelta, Françoise presentó otra creación de Rabanne en una feria de joyería celebrada en París. Era un mono de pletinas de oro con incrustaciones de diamantes anunciado como el vestido más caro del mundo. Tal y como estaban las cosas, su director artístico le aconsejó que se alejase, cuanto más, mejor, de las barricadas que, según pintaban en los muros sus antiguos compañeros de La Sorbona, “cerraban la calle, pero abrían el camino”.

Como tantos burgueses del París de aquella primavera, Françoise Hardy dejó la capital y marchó a lo que Balzac llamó, en uno de los epígrafes bajo los que organizó La comedia humana, “la vida de provincias”. Se refugió en su casa de la Provenza con su chico de entonces: Jacques Dutronc. No volvió a París hasta que De Gaulle volvió a ganar en junio, esta vez unas elecciones.

En los años 70 aún se hizo notar con sus canciones tristes. Su versión de Suzanne de Leonard Cohen es conmovedora. Al igual que su dueto con Georges Moustaki -L’ Habit- en Message personal, su álbum de 1973 producido por Gainsbourg. A decir de la afición, es su mejor grabación de los años 70. Pero el tiempo de Françoise Hardy había pasado, su estrella se iba apagando. Comenzó a retirarse lentamente en la siguiente década.

Ya convertida en un recuerdo, en uno de los más gratos recuerdos de cuantos admiraron a las chicas yeyés y gustaron de las canciones tristes; ya elevada al panteón de la memoria de varias generaciones, todo parecía indicar que a Françoise Hardy sólo le restaba marcharse entre aplausos. Pero lo peor aún estaba por llegar.

Publicó sus memorias -Le Désespoir des singes… et autres bagatelles- en 2007. En aquellas páginas hubo muchas sorpresas. Entre otras cosas, contaba sobre su participación en el final de los días de su madre -a petición de ella misma- baldada por el dolor y sin posibilidad de cura.

La chica triste empezó a luchar con un linfoma a los 60 años, que superó al cumplir los 70. Tras mucho tiempo componiendo para otros, en 2018, al presentar su último álbum, ya andaba y lucía como una entrañable viejecita. Sus ojos tristes habían dado paso a una sonrisa agradable y sincera. Se había convertido en una de esas señoras de antes, elegantes y distinguidas, de las que ya apenas se ven. De aquellos años yo me quedo con su versión de True Love Ways, el tema de Buddy Holly, porque me demuestra que Françoise Hardy amó tanto el rock & roll -Brenda Lee, los Everly Brothers..- como algunas chicas de mi época.

Pero la enfermedad no atiende a sentimentalismos. En 2019 anunció en una entrevista que padecía un nuevo cáncer -éste en la laringe- que la había dejado sorda de un oído. Cantar se había acabado para ella. Desde entonces todo ha sido sufrimiento. No hay cura posible, no puede tragar, no puede respirar y no la alivian los cuidados paliativos. Es tanto su dolor que, en esa carta abierta a Macron, le ha pedido “la intervención rápida para evitar el sufrimiento de las personas que así lo deseen”. Convertida en una abanderada de la eutanasia en Francia, en una entrevista concedida a Paris Match el pasado 14 de diciembre, asegura que el regalo que espera para hoy es marcharse “a la otra dimensión lo más pronto, lo más rápido y lo menos dolorosamente que sea posible”.

 

Su historia ya está escrita en lo más profundo de nuestros corazones. Si ella lo quiere así: ¡Ojalá podamos darle pronto los aplausos de despedida y desearle que la tierra le sea leve!

Publicado el 12 de junio de 2024 a las 13:00.

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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