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Elogio de la fotografía digital (I)

Archivado en: Entre la imagen y las mil palabras, fotografía

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El intercambiador de Moncloa en el otoño de 1997, una vista tomada con mi Yashica Mat 124-G.

            El once de junio de 1997, cuando el francés Philippe Kahn tomó una instantánea a su hija con una cámara digital, valiéndose con posterioridad de su teléfono móvil para retrasmitir el archivo con la imagen de la recién nacida a su ordenador, debieron de ser muy pocos los que comprendieron que la fotografía había marcado un hito parangonable al del diez de agosto de 1839, cuando otro francés -Louis Daguerre- presentó el daguerrotipo. Considerada esta última fecha como la del nacimiento de la fotografía, lo cierto es que la primera imagen del natural, que quedó fijada, fue tomada por Joseph-Nicephore Niepce en 1816 con el título de Vista desde la ventana en Le Gras. Ya he escrito sobre ello, con todo el entusiasmo que el nacimiento de la fotografía me despierta, en uno de mis Nuevos momentos estelares de la humanidad, artículo al que remiten los dos primeros enlaces de este texto. Hoy, a lo que voy, es al dato de 1997. Ya tengo edad para decir que “soy viejo, pero no tanto como para haber asistido a los gloriosos días del nacimiento del octavo arte”.

El antepenúltimo verano del amado siglo XX aún me valía de mi Yashica Mat 124-G para tomar las vistas que me salían al paso. Enviado especial del diario El Mundo a la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) -aquellos aún eran los años en que los cursos de verano capitalizaban la actividad cultural en los estíos-, fotografié la península de la Magdalena, su palacio y, algo, pero muy poco, la ciudad de Santander.

Tanto por lo escuchado en las aulas de la UIMP, como entrevistando a expertos en comunicación para el suplemento Campus -las páginas que el periódico dedicaba entonces todas las semanas a la escena universitaria, donde también colaboraba con asiduidad-, tenía cierta idea de lo que habría de ser la inminente revolución digital. Pero ignoraba por completo que el once de junio de aquel año hubo dos neonatas que trasformaron radicalmente la fotografía: una fue la hija de Khan al protagonizar aquella primera imagen que inspiró a su padre; la otra, el procedimiento de envío -la inclusión de la foto en el teléfono hablando en plata- que aquel retrato inauguró.

Yo, como el común de los mortales, por otra parte, no me enteré de nada. Por no saber, incluso ignoraba que el cliché -que aún se llamaba con relativa frecuencia a los negativos veintidós veranos antes, en 1975, cuando mi menda los empezaba a revelar-, tenía las horas contadas. Era tanta mi ignorancia que, al final de aquel verano, como Cristina y yo no pudimos irnos a Formentera -mi corresponsalía en Santander nos lo impidió-, con el dinero no gastado en aquellas vacaciones, que no tuvimos, me compre mi tercera Yashica, una FX 3 Super. Volví con ella al 35 mm. formato que abandoné a finales de los 80, cuando las estrecheces de entonces me obligaron a vender mi primera Yashica.

A principios de siglo, los fotógrafos del periódico -sobre todo uno, los demás se mostraban tan reticentes como cualquier profesional de cualquier cosa con cualquier aficionado puesto a hablarle de su oficio- me anunciaban que la fotografía analógica tenía las horas contadas. Aun así, yo me compré dos Polaroid. La primera, porque venía soñando con una cámara instantánea desde aquel 1975 en que comencé a impresionar mis primeros clichés; la segunda, porque tenía una carcasa que permitía hacer fotos en blanco y negro, bajo el agua en Formentera, ejercicio al que me había aficionado con ciertas cámaras desechables que Kodak comercializaba entonces. Mi presupuesto de los primeros años 2000 era lo bastante holgado como para permitirme gastar una cantidad considerable en fotografía.

El problema entonces no era el dinero, como sí lo fue a finales de los años 80, el problema eran mis dogmatismos -el de la autenticidad de la instantánea, el del revelado, el del blanco y negro…- y el atrevimiento de la ignorancia. El problema era todo lo que me hacía aferrarme a la fotografía analógica sin saber que la digital, nostalgias aparte, iba a ser en todos los aspectos mejor, infinitamente mejor.

La historia de la fotografía es una continua sucesión de procedimientos para el revelado y la fijación de la imagen: el daguerrotipo dio paso al calotipo, después llegó el colodión húmedo… El negativo, la emulsión fotosensible de la que yo me serví para obtener mis imágenes desde el 75 hasta el 2008, no llegó hasta que Kodak empezó a comercializar sus primeros carretes en 1888. Pero, a comienzos del siglo XXI, la emulsión fotosensible ya había tocado a su fin. Estaba llamada a ser lo que es ahora: un procedimiento residual.

Yo aún me aferraba al popular Tri X, convencido de que las imágenes tomadas con un teléfono nunca lo superarían en definición cuando, de aquella anécdota que fueron los primeros teléfonos que hacían fotos, fabricantes de cámaras fotográficas tan prestigiosos como Leica, o de objetivos como Zeiss, comenzaron a colaborar con Sony, Nokia y el resto de las grandes marcas de telefonía móvil para que eso de hacer fotos con el teléfono dejase de ser una mera anécdota para pasar a convertirse en una auténtica democratización de la fotografía como nunca se había visto.

 

Ahora todo el mundo hace fotos y lo normal es hacerlas bien. Esas tomas desenfocadas, sub o sobrexpuestas, con los encuadres descompensados o carentes de definición, que otrora menudeaban en los álbumes de tantos particulares, ya no se ven en las redes sociales, esas exposiciones universales -en toda la extensión de la palabra que tanto estimo-. Cierto que no falta quien no tiene ningún problema en subir a Facebook o a Instagram una foto mala como las de antes. Pero no es la tónica general. Hay un ejemplo muy gráfico sobre el particular. Quienes recuerden aquellos retratos de grupo, que se tomaban en aquellos estudios fotográficos de la vieja España para los carnés de familia numerosa recordarán la seriedad -cuando no cara de susto- con la que posaban tanto los padres como los hijos. Compárese con el desparpajo con el que se posa para los selfis, esas autofotos que son todo un icono de nuestros días, y sáquese la conclusión sobre cómo ha cambiado la percepción de la fotografía desde que yo empecé a interesarme por ella hasta hoy. Esa democratización se debe a los teléfonos que hacen fotos. Algunos dotados con cámaras Leica y objetivos Zeiss.

(continúa en el asiento siguiente)

Publicado el 24 de febrero de 2024 a las 19:45.

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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Javier Memba en 1988

 

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