La bandera de Madrid (I)
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La Torre de Madrid vista desde el Conde Duque el 22 de noviembre de 2006.
Hace más de cuarenta años que recelo de la obra de Ernest Hemingway. Si he de ser exacto, desde que en 1983 terminé mi lectura de París era una fiesta (1964), publicación póstuma pues él mismo era consciente de las ampollas que iba a levantar. Con todo, esas memorias de juventud en aquel París fascinante que sucedió a la Gran Guerra, el de la Generación Perdida, donde el escritor fue “muy pobre y feliz” a mí siempre me ha interesado mucho más que la manida Por quién doblan las campanas (1940) o El viejo y el mar (1952) que, de puro buenrollista -es decir, sensiblera-, se me antoja poco menos que naif.
Más que de la bibliografía, de lo que yo recelo es del personaje que el propio Hemingway se creó: el del ególatra bravucón. Su culto a la aventura, a la acción, me carga como el Hollywood de nuestro infausto tiempo, que es como una canción con mucho ritmo, pero carente de melodía.
Sin embargo, de lo que más dudo es de su postura respecto a España. Su complicidad con el más abyecto estalinismo quedó de manifiesto cuando el futuro premio Nobel, en el Madrid de la Guerra civil, defendió a los agentes soviéticos que asesinaron a José Robles, quien fuera traductor al español de mi dilecto John Dos Passos, con la vehemencia que se defienden los asesinatos políticos. Y fue tanto el arrebato, con el que Hemingway justificó a los sicarios españoles del Kremlin, que supuso el fin de la fraternal amistad que, hasta entonces, le había unido a Dos Passos. Si sólo hubiera sido eso, no hubiera hecho falta tener siquiera noticia de la simpatía que sintió por Fidel Castro para darle por un estalinista convencido, uno más, de los muchos que conoció el panteón de las letras del siglo XX.
Con todo, hay otro dato que me lleva a pensar que, en el fondo, el autor de Adiós a las armas (1929) fue todo lo contrario en el Madrid de la guerra: un quintacolumnista al servicio de los alzados. Y no es porque titulase así precisamente -La quinta columna (1937)- su única pieza teatral. Es porque eso es lo que parece desprenderse de la deferencia y las efusiones con las que le recibió en la frontera, en 1953, la guardia civil, cuando volvió a los sanfermines, ya en la España franquista. El propio Hemingway, que no se esperaba la bienvenida, recordó en más de una ocasión que, uno de los agentes que estaban a cargo del puesto fronterizo, se reconoció como un entusiasta lector suyo.
Estalinista o quintacolumnista, fuera lo que fuese Hemingway, a lo que voy en estas líneas es a su amor por Madrid, que, al cabo, a mi juicio, está por encima de cualquier otra consideración. En Muerte en la tarde (1932), la primera de sus obras dedicadas a la tauromaquia, escribe:
“Madrid, en cualquier caso, es un sitio curioso. No creo que llegue a gustar a nadie cuando se va por primera vez. No tiene la catadura que uno espera va a tener España. No es pintoresco, es más moderno que pintoresco, no hay trajes regionales, no hay sombreros cordobeses, como no sea en la cabeza de algunos chalados, no hay castañuelas ni esa repugnante farsa de las cuevas de gitanos de Granada, por ejemplo. No hay en la ciudad un solo lugar de color local para los turistas. Y, sin embargo, cuando se conoce Madrid, es la ciudad más española de todas, la más agradable para vivir, la de gente más simpática, y, un mes con otro, la de mejor clima del mundo. Las otras grandes ciudades son grandes ciudades típicas de provincias, andaluzas o catalanas, vascas o aragonesas o de cualquier otro sitio. Sólo en Madrid se encuentra la esencia. Y la esencia, cuando realmente es la esencia, puede estar contenida en una botella de vidrio ordinario, no hacen falta etiquetas fantásticas; no hacen falta en Madrid trajes folklóricos”.
Leo, y cito, a menudo este texto. Siempre que tengo que escribir sobre mi amada ciudad vuelvo a él una y otra vez. Al seguir avanzando entre sus frases, la emoción me embarga cuando leo: “Aunque Madrid no tuviera más que su Museo de El Prado, valdría la pena de ir a pasar allí un mes todas las primaveras, si uno tiene dinero suficiente para pasarse un mes en una capital -recuérdese que escribe para estadounidenses-. Pero cuando se puede tener al mismo tiempo El Prado y los toros, con El Escorial a dos horas apenas al Norte y Toledo al Sur, con una buena carretera que os llevará a Ávila y otra buena carretera que os llevará a Segovia y, a un paso de Segovia, La Granja, se experimenta realmente una pena muy grande pensando que, al margen del problema de la inmortalidad, será preciso morirse algún día y no volverlo a ver”.
El pasado treinta y uno de enero hizo cuarenta años que se izó por primera vez la bandera de Madrid. Cuando, merced a la Constitución de 1978, se organizó una nueva división territorial de España, hubo que buscar un acomodo a la capital. Según la partición territorial de Javier de Burgos (1873), en regiones y provincias, que más o menos se mantuvo hasta 1978, Madrid -la capital- era provincia de Castilla la Nueva. Merced a la carta magna del 78, atendiendo a las inquietudes de las llamadas comunidades históricas, para no agraviar a ningún territorio, se decidió que todos quedasen adscritos a alguna comunidad autónoma, atendiendo, más o menos, a alguna tradición secular. Madrid, aun siendo la esencia de todas las regiones de España -como con tanto acierto señala Hemingway-, y quizás por eso, no pudo adscribirse a ninguna en concreto de las nuevas demarcaciones. Se decidió entonces que se constituyese en su propia comunidad. Lo que, en efecto, se produjo en 1983.
Así las cosas, el primer presidente de la Comunidad de Madrid, Joaquín Leguina -un buen madrileño, aunque nacido en Cantabria; como también lo fue Hemingway, otro buen madrileño, aunque oriundo de Illinois (EE UU)- dispuso que se dotara a nuestra comunidad de los símbolos correspondientes. “Yo estaba en el medio:/ giraban las otras en corro/ y yo era el centro. / Ya el corro se rompe,/ ya se hacen Estado los pueblos,/ y aquí de vacío girando/ sola me quedo”, rezan las primeras estrofas del himno de mi amada ciudad -comunidad, quiero decir-, un poema del filósofo y lingüista Agustín García Calvo que, aunque expresa mucho mejor de lo que nunca podría hacerlo yo cómo quedó Madrid cuando se puso en marcha el estado de las autonomías, debo reconocer que me era totalmente desconocido hasta que me he puesto a buscarlo para la redacción de este texto.
La bandera es otra cosa. Aunque particularmente sigo creyendo -por esa esencia a la que se refiere Hemingway y porque la juré dos veces-, que la verdadera bandera de Madrid no es otra que la de España. Entonces, cuando en mi infancia y mi juventud juré la enseña de mi país, en Madrid había pabellones municipales y provinciales, pero nada más. Leguina, con muy buen criterio, consciente de la inferioridad en que quedaba Madrid en la España de las autonomías, dispuso que se buscase la argumentación precisa para el estandarte de nuestra comunidad. Y otro poeta, éste además periodista, Santiago Amón, estuvo al cuidado de la definición. “Cada una de sus estrellas representa a las correspondientes estrellas principales de la constelación de la Osa Mayor, que se recorta sobre la sierra del Guadarrama, dominando de esta manera el cielo de las tierras que formaban el antiguo Concejo madrileño, creado en tiempos de la Reconquista y que abarcaba el territorio situado al sur de dicha sierra, hasta alcanzar el río Tajo”, sostiene Josefa Otero Ochaita en el primer volumen de su Aproximación histórica a la Comunidad de Madrid *
Respeto y me descubro ante todos esos argumentos, aunque para mi Madrid es la Plaza de los Mostenses -tan lejana de la Osa Mayor- en cuyo nuevo urbanismo -descubierto con emoción ayer mismo- verifico el paso del tiempo por el amado Foro, que llamábamos a Madrid sus incondicionales en mi juventud. Éramos como aquellos parisinos que llamaban Paname a la Ciudad de la Luz. En fin, verificada con mirada melancólica la nueva plaza de los Mostenses, concluyo que me emociona tanto como la de hace cincuenta y muchos años, cuando la hice mía siendo un niño maravillado con su mercado: aquellos puestos y aquel almacén de CB Films, al que iba tímidamente a pedir programas de mano, y entre los de otras cintas sobre las que he escrito largo y tendido, una vez me obsequiaron el de Besos robados (1958), del gran Truffaut.
Pero Madrid, al ser la quintaesencia de la España eterna, vino a menos con la puesta en marcha de la España de las autonomías, en la que se vio atrapado sin más nacionalismo histórico que el español, que, como con tanto acierto apunta Hemingway, acrisolaba como ningún otro lugar de nuestra geografía. Por no hablar de ese parnaso, de ese Olimpo, que es en mi mitología personal.
Y es hoy, con un gobierno de la nación que agravia sistemáticamente a todas las comunidades en beneficio de dos, para que un perdedor sin escrúpulos siga presidiéndolo, cuando la Comunidad de Madrid, con mi amada ciudad a la cabeza, es materia de derribo por parte del Gabinete. Nada más lógico considerando que, por motivos espurios, esta gente que nos gobierna -que debería levantarse y descubrirse cada vez que osase mencionar a mi ciudad- se ha propuesto llevar la política de las autonomías hasta sus últimas consecuencias y éstas no son otras que hacer de España una suerte de commonwealth sin capital.
“No te sofoques, camarada. Otro día te hablaré del caos”. Escribió, también, Agustín García Calvo.
(continúa en el asiento del 8 de marzo)
*Comunidad de Madrid, Consejería de Educación y Cultura, Dirección General de Educación. Madrid, 1994.
Publicado el 8 de febrero de 2024 a las 04:30.