Que la tierra le sea leve a Norman Jewison
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Hubo un par de cintas de Norman Jewison que admiré en la cartelera de los años 60: ¡Qué vienen los rusos! (1966) y El caso de Thomas Crown (1967). La primera era una comedia sobre un submarino soviético que encalla en la costa de Nueva Inglaterra. Me llevó a verla mi madre al cine Albéniz, en los aledaños de la Puerta del Sol. Casi sesenta años después, llegado el momento de acusar el óbito del cineasta, aún recuerdo aquella sesión como una de las proyecciones en las que más nos reímos.
El segundo de los títulos del finado, que tengo en la más alta estima, es El caso de Thomas Crown (1967). Aun siendo para mayores de dieciocho años, pude verla en el cine España de Campamento, mi barrio. No confundirlo con otro, del mismo nombre, que había al principio de General Ricardos, casi en Usera. En el de Campamento, como me conocían, aunque las películas no fueran toleradas, me dejaban entrar. De El caso de Thomas Crown recuerdo que atesoré el programa de mano original hasta que, a falta de dinero para no sé qué, lo vendí junto al resto de mi colección.
De aquel primer visionado de El caso… me impresionó la elegancia de su puesta en escena: Crown (Steve McQueen) presumiendo de su casa con ascensor ante Vicky Anderson (Faye Dunaway), la detective del seguro, que pretende demostrar que ha sido él mismo quien ha atracado su propio banco, y acaba enamorada de él. Mucho tiempo después, ya consciente de la Modernidad en su concepción más amplia, supe que ahí la atisbé por primera vez en una pantalla sin saber exactamente qué era ese algo ignoto que percibía.
El violinista en el tejado, que el difunto estrenó en 1970, la vi ya mayor. Es decir, con dieciocho o diecinueve años, porque es -o era entonces- una de esas películas que había que ver. Pero me dejó indiferente. Me entretuvo, sí. Pero, para entonces, el cine empezaba a dejar de ser un entretenimiento para mí. Ya apuntaba maneras en torno a ese apetito insaciable, esa necesidad imperante de ver películas, que tan gratamente me abruma, de la que vengo hablando en esta bitácora desde sus primeros asientos. Con En el calor de la noche (1967), que también vi en la adolescencia, en el cine Princesa, me pasó algo muy parecido a lo sentido en El violinista... F.I.S.T Símbolo de fuerza (1978) -vista en una sesión del Gran Vía- me desagradó.
El último filme de Norman Jewison que me gustó de verás fue Rollerbal (1975). Lo incluí entre los citados en La nueva era del cine de ciencia ficción (2011), mi segunda entrega del díptico que dediqué al género. Sirvan aquellas líneas -que reproduzco a continuación-, a modo de tributo a un cineasta que me hizo pasar muy buenos momentos con algunas de sus cintas. A veces hay coincidencias que me sorprenden: La Parca se lo ha llevado mientras yo me disponía a revisar El rey del juego (1965) -primera colaboración de Jewison con McQueen-, presto a intentar averiguar las conexiones que pueda haber entre ambas cintas. Lo haré. Ahora con más motivo, lo haré. Vamos de momento con aquellas líneas que publiqué en 2011 sobre Rollerball:
Tan violento y verosímil como el propuesto por Kubrick en La naranja mecánica (1971) es el porvenir que nos presenta Norman Jewison en Rollerball (1975). “En un futuro no muy lejano, no habrá guerras. Pero existirá el rollerball”, rezaba el eslogan publicitario de esta interesante cinta. Corrían entonces los días en que los deportes eran alienantes –consideración que aún cuenta para mí- y Jewison fue a abundar en esa idea en esta adaptación de un celebrado relato de William Harrison –el guionista de la película-, aparecido tiempo atrás en las páginas de la revista Esquire. En esta nueva distopía también asistimos a una sociedad hedonista en una primera apreciación. Pero, una vez más, las cosas no son lo que aparentan.
Las naciones han sido sustituidas por corporaciones. En efecto, ya no se baten en los campos de batalla, ahora disputan partidos de rollerball. Es éste un deporte violento que se juega en un velódromo sobre patines y motocicletas. A mitad de camino entre el jockey y el fútbol americano, cuando los encuentros son sin penalizaciones, se puede matar a los adversarios sin mayor problema. Salvo que antes te maten ellos a ti. James Caan incorpora a Jonathan E., el capitán de una de estas formaciones, y Maud Adams a Ella, su mujer.
Dos son las lecturas entre líneas que presenta Rollerball. Por un lado, la concerniente al poder de las multinacionales, entonces tan cuestionadas como la autoridad; por el otro, la referida a la violencia en el deporte.
La brutalidad que genera el rollerball en sus espectadores no dista mucho de la del fútbol, en esas hinchadas en las que hemos visto surgir a esos neonazis que matan a patadas a la afición del equipo contrario. Por más que se nos diga que son una minoría, que lo importante es participar y todo eso, la realidad de nuestro aquí y ahora nos demuestra cuánto había de premonitorio, respecto a la violencia en el deporte de nuestros días, en este acercamiento, fechado en 1975, recuérdese, de Jewison a la fantaciencia.
Que la tierra le sea leve a Norman Jewison.
Publicado el 23 de enero de 2024 a las 06:00.