Unas consideraciones sobre "El beso" de Doisneau
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El reciente óbito, el pasado veinticinco de diciembre, de Françoise Bornet, la chica a la que besa su novio de entonces -Jacques Corteaux- en la acera de enfrente de l'hôtel de ville -el ayuntamiento parisino-, en una soleada mañana de la primavera de 1950 en la foto más celebrada y conocida del gran Robert Doisneau, me ha suscitado algunas consideraciones. Aunque sólo sea someramente, sí que tengo interés en consignarlas aquí.
Empezaré por una puntualización. Como todo el mundo sabe, Le baiser de l'hôtel de ville, que es el título exacto de la fotografía, es un auténtico icono del siglo XX. Sin embargo, no es el beso más famoso de mi amada centuria pasada, como han afirmado tantos comentaristas con más euforia por la grandeza de la estampa que ponderación a la hora de aseverar. Sin ir más lejos, Alfred Eisenstaedt congeló otro beso, tanto o más efusivo que el de Doisneau, el catorce de agosto de 1945.
Es un cliché tomado en la plaza de Times Square de Nueva York que nos muestra a un marinero dando un mordisco a tornillo, que se decía en mi adolescencia, a una enfermera durante un acto celebrado allí con motivo de la victoria de las armas estadounidenses sobre el Imperio japonés. Otro icono del siglo XX, qué duda cabe. Podría pensarse que en la España de nuestros días se hubiera llevado a los tribunales al marinero por haberse mostrado así de cariñoso con la primera que pasó. Pero el caso fue que Edith Shain, la enfermera que escribió a Eisenstaedt asegurando ser la chica besada, manifestó en esa misma carta que, en aquel momento, consideró que podía dejar que George Mendoza -nombre al que respondía el espontáneo- la besase porque había estado luchando por ella durante la guerra.
A diferencia de lo que se piensa ahora -sin duda a causa de las reproducciones colgadas en la Red en las que la foto aparece con la cabecera de esta revista en el ángulo superior izquierdo- el beso de Eisenstaedt no figuró en la portada de Life, fue en el interior, entre otras instantáneas de un reportaje de doce páginas dedicado a aquella celebración. Publicación mítica donde las haya -Robert Capa pisó la mina que le llevó al hoyo realizando un reportaje sobre la Guerra de Indochina (1946-1954) para Life- fue esta misma revista la que encargó a Doisneau las vistas de los besos que se daban en la posguerra en las calles de París. Se trataba de descubrir si la capital francesa, tras lo rigores de la ocupación alemana, había vuelto a ser la ciudad del amor.
No sin cierta desazón, entre la tinta que ha hecho correr el icono, entre las mil palabras que ha inspirado el beso de Doisneau, he sabido que no es esa instantánea que imaginé, cuando la descubrí por primera vez, teniendo yo como norma la célebre sentencia del gran Henri Cartier-Bresson, en torno a ese momento sublime en que el fotógrafo deja de ser un “observador pasivo” para convertirse en un creador, 1/125 de segundo en que el obturador se abre para dejar paso a la luz que impresiona la emulsión del negativo, el archivo raw de la cámara en la fotografía digital.
Esta exaltación de la instantánea a la que aludía Cartier-Bresson, esa búsqueda del momento preciso es lo que convierte al fotógrafo en un autor, como lo pueda ser un escritor eligiendo la disposición de sus palabras en el texto o el cineasta al decidir el emplazamiento de su cámara. Para el realizador fílmico sólo hay una postura para su tomavistas: la ética, porque, moralmente, considera que debe contar su historia -el ápice de su historia narrado con el plano en cuestión- desde ahí precisamente. “Todas las demás son inmorales”, nos dice con su sutil grandilocuencia el gran Godard.
A fe mía que esta aseveración del cineasta también es aplicable a la fotografía de autor. Al menos yo creo que es esa fotografía espontánea, la elección de ese momento decisivo para tomar la vista, la instantánea propiamente dicha, lo que convierte al fotógrafo en autor. Y Doisneau, que es uno de los fotógrafos del siglo XX que más admiro, en Le baiser de l'hôtel de ville no tomó instantánea alguna. Françoise Bornet, puesta a demostrar que ella es la chica besada, dijo que Doisneau les pagó para que luciesen tan efusivos ante su objetivo. Debió de ser así porque, allá por los años 80 -los de mi juventud-, cuando El beso fue la imagen de una campaña publicitaria en París -aún en vida de Doisneau-, y a raíz de ella empezó a cobrar una notoriedad que no obtuvo en su publicación original en las páginas de Life, Bornet dijo que era la chica y nadie lo dudó.
Después, viendo cómo la imagen se convertía en un icono, ya con Doisneau fallecido -su hora le llegó en el 94-, la besada quiso sacar más dinero. Pero parece que la justicia de entonces desestimó su causa puesto que su cara no se ve y no había nadie para atestiguar que fue ella la destinataria de las efusiones de Jacques Corteaux. En fin, que El beso en el Hotel de la Villa no es una foto espontánea. Para nada. De hecho, es tanta la puesta en escena de Doisneau que incluso recurrió a una academia de actores para formar parejas con los estudiantes y hacerlos que se besasen en los rincones más emblemáticos de París. Actualmente, que todos los positivos que circulan en la Red del maestro son del dominio público, cualquiera puede encontrar y sin buscar demasiado, fotos de otros besos de Doisneau, en otros rincones de la Ciudad de la Luz que se adivinan pertenecientes al mismo reportaje que el del ayuntamiento. Todos fueron besos pagados. Lo que significa que, además de puesta en escena, hubo producción.
Esto es algo que se sabe desde los años 80, aunque yo me he enterado a raíz de la muerte de Françoise Bornet, ¡Qué le voy a hacer! Es más, incluso prefiero haberme enterado ahora de que -a diferencia del beso de Times Square-, es falsa la aparente espontaneidad en esa imagen de Doisneau. En los años 80, empecé a tomarme la fotografía de autor tan en serio como el cine de autor. Al fin y al cabo, una de las primeras publicaciones que leí sobre ambas disciplinas, Arte fotográfico, algo antes, mediados los años 70, intercalaba en sus páginas las noticias de fotografía -que primaban- con las de cine.
En el 84 exactamente, Ediciones Orbis puso en marcha una iniciativa pionera en España: la publicación por entregas semanales de una colección de álbumes fotográficos. Eran lo más parecido a aquellos que yo venía admirando desde siempre en el escaparate de la librería Franco-española de la Gran Vía, pero a un precio más asequible. Desde que empecé a interesarme por la fotografía, esos tomos, de precio inalcanzable para mis exiguos presupuestos de entonces, constituyeron uno de mis pocos deseos de biblioencandilado insatisfechos.
De modo que esos tomitos -y el catálogo de la exposición de Man Ray celebrada en la Biblioteca Nacional en 1984-, fueron los primeros álbumes de fotos que atesoré. Como todos los jóvenes, en los 80 yo era dogmático y vehemente en grado sumo y lo que leía en aquellas entregas quincenales acerca de los criterios seguidos para la toma de vistas por los diferentes fotógrafos, si el autor -que, como vengo diciendo, eran los fotógrafos para mí- me gustaba, se convertía en norma, respecto a dicho arte, para el menda. Lo de ese instante sublime del que hablaba Cartier-Bresson, fue algo así como la primera regla de mi decálogo sobre la fotografía de autor. Descubrir entonces que El Beso de Doisneau es una puesta en escena, hubiese sido una decepción mucho mayor.
Visité París por segunda vez en el verano de 1981. Recuerdo que llegué un catorce de julio, el día de su fiesta nacional, que, como es sabido, se celebra con bailes en las calles. Recién instalados en el hotel, mi amigo Juan Luis Abad y yo nos fuimos a la plaza de la Bastilla. Aquella llegada me pareció como introducirme en una de esas cintas que Jean Renoir rodaba en las postrimerías del realismo poético de los años 30 para el Frente Popular francés. No tuve en cuenta, para nada, que aquellos bailes, callejeros y populares, en las calles parisinas de Renoir, Jean Vigo -el gran Jean Vigo- o Marcel Carné, fueran el resultado de una puesta en escena. A partir de entonces, en todos mis regresos, recién llegado, iba en busca de algún mito de la ciudad.
Ya la tercera vez que visité París, siendo yo joven aún, esa imagen del París legendario que busco recién llegado, siempre que vuelvo a la capital francesa, era el de Le baiser de l'hôtel de ville. Y, naturalmente, creí encontrarlo allí, en el ayuntamiento de la ciudad. De haber sabido entonces que la foto más célebre de Robert Doisneau es una puesta en escena y no la captura de un instante que surgió de forma fortuita, y el fotógrafo supo detener e inmortalizar, me hubiera privado de un verdadero placer.
En los cuarenta años largos que llevo dedicándome al periodismo, he acompañado decenas de veces a los fotógrafos que iban a ilustrar los reportajes que iba a escribir yo. En todos ellos he podido cerciorarme de que, ante el mismo motivo -una persona, un objeto, un accidente… ¡Qué sé yo! -, por mucha gente que retrate lo que sea al mismo tiempo, es dificilísimo, por no decir imposible, que dos personas realicen la misma foto. En dicha diferencia, en lo que distinga a uno de los demás, se alza la mirada del verdadero artista sobre la de quien no lo es. Cuando Eisenstaedt fotografió su beso, hubo otros muchos fotógrafos que también lo hicieron. Sus fotos, igualmente del dominio público, circulan en la Red. Pero la suya es la genial. Que la foto de Doisneau no sea espontánea no le quita un ápice de genialidad. Ya no tengo dogmas de fe.
Publicado el 13 de enero de 2024 a las 17:30.