"Nosotros", la primera distopia (yIII)
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(viene de la entrada anterior)
Individualista nato e irreductible, como soy -repito con orgullo una vez más-, mi entomofobia alcanza la exacerbación con las hormigas porque el único fin de sus miserables existencias es la grey, el bien común. Ya no las mato, como hacía de niño, al emprenderla a pisotones con sus catenarias. A no ser que las vea en la terraza de mi casa. Entonces sí, dispongo para ellas el más cruel de los insecticidas: uno de esos que, según se garantiza en el prospecto del producto, consiste en una trampa, que las magnetiza aparentando ser un alimento, cuando, en realidad, se trata de un veneno. Las intoxicadas tienen tiempo de volver al hormiguero y expandir la muerte entre sus congéneres. Se acaba así con toda la colonia, tal y como se asegura en el prospecto. Si pudieran, ellas -como todos los gregarios- harían lo mismo conmigo.
Hay algo de las hormigas, y de todos los insectos sociales, mutualistas -comunistas diría yo-, que me ha venido a la cabeza al leer ese fragmento de la Anotación número 22 de Nosotros referido al movimiento de la grey pastoreada por el Estado Único (pág. 213): “Marchábamos como siempre. Es decir, como guerreros asirios representados en un relieve: mil cabezas con las piernas en movimiento y los brazos juntos, moviéndose al unísono”. Así avanzan los números, personas sin nombre, máquinas antropomórficas, sin otra denominación que los dígitos correspondientes para distinguirse entre sus pares, habrá que recordar. Unos seres para quienes la humildad, que les pone al servicio de lo común, es la virtud; y, por esa misma regla de tres, el vicio es el orgullo. El mismo orgullo que a mí me lleva erguirme contra cualquier rebaño y a odiar a las hormigas, y a sus catenarias, porque no son nada sin sus congéneres. “El Nosotros procede de Dios; el Yo, del Diablo. (…) Marcho al compás de los demás pero separado de todo” (pág. 216) estima D-503, nuestro ingeniero, en el principio de su entrega a la sedición que conlleva el enamoramiento de una disidente, I-333.
No es de extrañar que semejante grey -ese rebaño de gente, que haría feliz a cualquiera de los líderes políticos que convierten en ganado a esas masas, que ellos llaman, o llamaban, “pueblo”-, pueblo que ahora es “gente” para los líderes de nuestro infausto siglo -será mejor olvidar ese pasado de caudillos infames, a ambos lados del espectro político, que resuena en lo de “pueblo”-, dirigentes, estos de nuestro infausto tiempo, en los que aún permanece incólume el afán del pastoreo de las masas… No es de extrañar, decía, que ese rebaño de máquinas antropomórficas, que pastorea el Gran Bienhechor, tenga su mayor festividad en el Día de la Unanimidad. Algo así como la pascua de los antiguos.
El mundo sojuzgado por el Gran Bienhechor es feliz, separado de los restos del Mundo Antiguo mediante un inmenso Muro Verde. El mundo del estado único no es sino una cárcel que no lo parece. D-503 sale por primera vez de allí en la Anotación número 27, ya entregado a la revuelta de I-333, “ajado y complacido como el cuerpo tras un encuentro amoroso” (pág. 242).
En otro orden de cosas, hay que llamar la atención sobre la altísima calidad de la traducción al español de esta novela en esa edición de Cátedra que atesoro. Esa reflexión sobre cómo quedan los cuerpos, tras la entrega a la cópula, tiene trazas de verso. Decididamente, ya han quedado atrás, muy atrás, los días en que a Dostoievski y el resto de los grandes de la novelística rusa, eran traducidos del francés porque en España no había ningún traductor literario del ruso. Esta versión española de Zamiátin, debida al buen hacer de Alfredo Hermosillo y Valeria Arteyeva, es digna del mayor de los encomios.
Al otro lado del Muro Verde, lo que resta son las ruinas resultantes de la Guerra de Doscientos Años. Obsérvese que en 1920, cuando Zamiátin escribe Nosotros, la Guerra Fría ni se imagina. Si acaso, podía atisbarse algo tras la Gran Guerra (1914-1918), en la que las naciones se batieron por bloques: los imperios centrales contra los aliados. Pero ese conflicto del que se nos habla a los lectores de “otro planeta” -tal y como nos llama el gran Zamiátin en la Anotación número 16, aquí no somos ese "hipócrita lector" de Apollinaire-, ya desde la Anotación número 7 se nos descubre el modelo inequívoco de 1984. El propio Orwell -como ya apunté en la primera parte de este artículo- siempre se reconoció en la estela de la distopía de Zamiátin. Pero el precedente de su Oceanía, el infierno al que sucumbió la antigua civilización, se me antoja mucho más parecido a lo que pudo haber sido el temido enfrentamiento entre el bloque comunista y el llamado “mundo libre”.
Orwell -quien como voluntario trotskista en la Guerra Civil española fue testigo de esos Sucesos de mayo, también aludidos en la primera parte de este artículo, en los que fue asesinado por los comunistas el profesor Camilo Berneri- se detiene mucho más en la descripción de la guerra que, de antiguo, viene enfrentando a Oceanía y Eurasia -salvo el intervalo en que Eurasia se convierte en aliada de Oceanía y ambas potencias luchan contra Asia Oriental-; Zamiátin prefiere llevarnos junto a D-503 a un paseo por el mundo exterior, al otro lado del Muro Verde, allí entre perros salvajes que se alimentan de carroñas -acaso humanas se pregunta nuestro ingeniero- descubrimos a los hombres libres, que “aprendieron a vivir entre los árboles, los animales, los pájaros, las flores y el sol” (pág. 249).
Al otro lado del Muro Verde, en Nosotros se nos descubre el modelo inequívoco del gueto reservado a los salvajes en Un mundo feliz de Aldous Huxley. En cualquier caso, al otro lado del Muro verde de Nosotros, descubrimos que I-330, el amor de D-503, es una MEFI. Estos no son otra cosa que los salvajes que huyeron desnudos del Estado Único. Y mientras a los súbditos del Bienhechor les surgieron las cifras, que comenzaron a “corretear por su cuerpo como piojos”, los MEFI han descubierto que “hay dos fuerzas en el mundo: la entropía y la energía”. Aquella, la de los MEFTI, tiende hacia el reposo beatífico y el feliz equilibrio. La otra, la energía, según I-330 tiende hacia la destrucción del equilibrio y el movimiento perpetuo. A mí, particularmente, no me sirve ni una ni otra. La entropía, en palabras de I-330, está próxima a la idea de Dios que tenían los antiguos. Aunque, como en todas las sociedades avanzadas -los MEFTI, a fin de cuentas, son los disidentes de una sociedad futura: el Estado Único-, aquí nadie cree en ninguna divinidad, prepondera el laicismo.
A través de un fragmento protagonizado por O-90, la primera mujer de D-503, a la que aún le une algo parecido a la amistad, impreciso pero lo bastante fuerte como para que ella le confiese el miedo que tiene a quedarse embarazada de otro hombre. Y no sólo porque aquí el sexo también se persiga, como se hará en la distopía de Orwell. El sexo, como casi todos los utopistas nos señalan, puede llegar a ser toda una forma de revelarse contra quienes lo prohíben. Bajo la tiranía del Estado Único, como todo se consagra a lo común, se da muerte a las parturientas cuando su espacio en el interior del muro verde empieza a ser ocupado por el hijo que acaban de traer al mundo.
También me ha llamado mucho la atención el miedo al infinito que rezuman estas páginas -ese infinito que espanta a quien debe irse tranqulio a la cama-, expresado en esa revolución que siempre habrá que hacer para acabar con la revolución previamente asentada en el poder. Y así, hasta la consunción de los siglos. De momento, aquí, el final nos es dado cuando la nave que D-503 ha estado realizando para la conquista de otros planetas por parte del Estado Único, mientras consignaba esas anotaciones que constituyen la novela, se destruye. Nuestro ingeniero certifica entonces que el Estado Único, la más grande y racional civilización de la historia, se ha venido abajo y todo acabará en manos de los MEFTI que, aunque menos, también son gregarios.
Publicado el 9 de octubre de 2023 a las 17:30.