Volver a escuchar "When I'm Sixty-Four"
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Obedeciendo a una antigua promesa, el pasado viernes, nada más levantarme, escuché When I'm Sixty-Four, el segundo corte de la cara “b” del Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band (1967), el octavo álbum de estudio de The Beatles. Cumplí así con una palabra que me di a mí mismo, cuando, contando cincuenta y tantos años menos -debía de tener doce o trece-, traduje el título de esta canción. Al punto, se convirtió en mi favorita del Sgt. Pepper's y el pasado viernes, día 11, cumplí sesenta y cuatro años.
Desde las primeras audiciones de When I'm Sixty-Four, me llamó la atención cierto aire antiguo de su sonido, empero la modernidad que irradiaba el Sgt. Pepper's. Entonces, en 1972, cuando me lo compré, el disco aún era una de las cumbres de la psicodelia -su portada ya era icónica-, y la psicodelia aún no había sido desplazada por ninguna de las estéticas que le sucederían en la vanguardia del rock.
En cuanto a mí, aún no sabía qué fue el music hall, evocado en el sonido de los clarinetes incluidos en la mezcla por George Martin, que en la ignorancia y la simpleza de mis doce o trece abriles, yo percibía como ese “aire antiguo”. Pero esa antigüedad era un valor añadido al embrujo que tenía para mí el devenir de los días, el inexorable curso del tiempo, al que también alude Paul McCartney, autor de la canción, en su letra y en su música con el aire antiguo. Vuelvo a repetir -pese a haberlo escrito ya en tantos sitios- que, en la preadolescencia, cuando aún no había vivido lo suficiente como para tener recuerdos, uno de mis más necios anhelos fue que el tiempo pasase para tenerlos.
“Cuando yo cumpla sesenta y cuatro años, si es que llego, escucharé When I'm Sixty-Four” ése fue mi juramento.
Sin embargo, en honor a la verdad, debo decir que nunca creí que llegaría a vivir tanto tiempo. Pero el caso es que hoy vengo a congratularme de haber llegado a viejo. Lo vengo haciendo desde que lo soy, es decir, desde que cumplí sesenta años tan campante. Fui joven apasionadamente, pero, como también he dicho en innumerables ocasiones, por recuperar la juventud perdida, no vendería mi alma a Mefistófeles si esta noche se me apareciese. Por otra cosa, es muy probable; por volver a ser joven, nunca.
Esa serenidad, que me ha dado la senectud, frente a la urgencia por emborracharme, que me abrumó esporádicamente desde los trece hasta los cincuenta años; ese sosiego, desde el que recuerdo mis ebriedades, es impagable.
Ya sesentón con creces, creo que soy un buen anciano. Tengo pocas dolencias -una minucia para todo lo que me he pasado-, pero no se las cuento a nadie. Porque a nadie le importan, exactamente igual que a mí no me importan las de nadie. En su canción -naturalmente, una de mis favoritas de las de McCartney-, su autor nos habla de un joven que le pregunta a su chica si le seguirá amando cuando tenga sesenta y cuatro años. Ya se sabe, esa necesidad de futuro que precisa el amor si es verdadero.
En lo que a mí respecta, la respuesta es afirmativa: treinta y tres años después de conocernos, mi esposa y yo nos amamos más, infinitamente más, que el primer día. Hice las instantáneas -autorretratos- del collage que ilustra estas líneas en Palma de Mallorca, durante nuestra visita a las Baleares del pasado junio. Pero su espíritu no dista del de aquellas fotos en Formentera, hace ahora treinta años. Y tampoco de las primeras, que le hice a ella en el año 90, en la Casa de Campo. Hemos envejecido juntos, como el gran McCartney preguntaba a su musa.
El de Liverpool escribió una primera versión de la canción cuando sólo contaba quince primaveras. Gracias a When I'm Sixty-Four, yo imaginé en la adolescencia lo dichoso que sería envejecer junto a la mujer de tu vida. Vengo a dar aquí fe de ello pues el otro día, cuando cumplí sesenta y cuatro años, al hacer balance, comprobé que era mi caso. Sin mi esposa, La Santa que la llamaba cuando me dejaba ir a emborracharme, no habría podido llegar a viejo de ninguna manera.
Publicado el 17 de agosto de 2023 a las 07:15.