Que la tierra le sea leve a William Friedkin
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Entusiasta de la Hammer Films como soy, hay un dato que manejo con frecuencia: aquel cine puesto en marcha por el estudio de los Carreras, que en tan alta estima tengo, al igual que el resto del fantastique británico de los 60 y toda esa pantalla que, desde el ciclo de terror de la Universal, en los albores del sonoro, estaba presidida por el vampiro, el licántropo y la abominación de Frankenstein; todo el cine de terror clásico, en definitiva, tocó a su fin con el estreno de El exorcista (William Friedkin, 1973) y los endemoniados que siguieron a Regan (Linda Blair), su protagonista, en el nuevo canon del género. La propia Hammer, ya desorientada en su línea de producción, puso en marcha La monja poseída (Peter Sykes y Don Sharp, 1978), su aportación a esa nueva pantalla que había finiquitado ese repertorio que tanto lustre dio al estudio de los Carreras.
En fin, llorando el florilegio de la Hammer, he considerado, con frecuencia, a El exorcista. Pero no había vuelto a pensar en Friedkin hasta la reciente noticia de su fallecimiento, ya octogenario con creces, el pasado día siete.
Entonces sí, tras su deceso, lo he recordado en la cartelera de los años 70, en dos de sus cintas más notables de aquel tiempo, y he rememorado cómo las disfruté yo cuando sólo era un espectador, mero pero muy aplicado. Acto seguido, me ha venido a la cabeza mi primera revisión de Contra el imperio de la droga (1971), el primero de esos filmes del finado a los que me refiero, siendo ya cinéfilo.
De cuando era un mero espectador muy aplicado, recordaba con precisión cierto diálogo en el que Popeye Doyle (Gene Hackman), refiriéndose a un sospechoso que bebe en el mismo bar que él, pregunta un compañero acerca de “ese tipo que tira los billetes como si los rusos estuvieran ya en Nueva Jersey”. Eran los años en que la Guerra Fría gravitaba sobre el mundo entero.
Aprenderse los diálogos es un primer paso en la cinefilia. Poco más. Está bien, pero es sencillo. La verdadera enseñanza de Contra el imperio de la droga es la secuencia de la persecución, con el malote huyendo en un vagón del metro de Nueva York, por un tramo que discurre al aire libre, sobre un paso elevado -ese metro neoyorquino a la intemperie que tantas veces nos ha mostrado el cine-, y Popeye Doyle -el oficial más entregado de la brigada de narcóticos-, persiguiendo al convoy por debajo, esquivando a gran velocidad los pilares de hierro sobre los que se alzan los raíles del metro.
La persecución, que fagocita toda la secuencia a la que pertenece, dura trece minutos y consta de dieciséis planos, muy picados entre sí, naturalmente, en el montaje. El primero de ellos, focalizado por la mirada de Popeye, nos muestra lo que hay al otro lado del parabrisas; de él pasamos a un inserto del pie del policía, pisando alternativamente el acelerador y el freno. Ya el tercero, es un primer plano del oficial, visto a través de dicho parabrisas, en el que, para dar mayor sensación de velocidad, menudean los reflejos. En el siguiente plano subjetivo de Doyle, una madre con el carrito de un niño, se dispone a cruzar la calzada, lo que nos lleva a un plano de conjunto del coche precipitándose contra unas basuras para esquivarla. En cuanto al sonido, todo son chirridos de los neumáticos y bocinazos…
Si hay un podio para las persecuciones en coche del thriller estadounidense, esta de Contra el imperio de la droga fue la que desplazó de dicho pedestal a la de Bullit (Peter Yates, 1968). La de Friedkin por las calles de Nueva York, la de Yates por las de San Francisco, parecen llevar al espectador de la Costa Este a la Oeste como el amante del jazz va del bebop de Nueva York al cool de San Francisco. Podría extenderme mucho más sobre esos trece planos del coche de Popeye persiguiendo vertiginosamente el convoy en el que se escapa el villano. De hecho, esta de Contra el imperio de la droga, fue una de las primeras persecuciones que estudié como cinéfilo. Mas me limitaré a dar noticia de cómo Friedkin, para aumentar la sensación de velocidad, en los planos trece y catorce, coloca la cámara a ras del lateral del coche.
También podría hablar de cómo descubrí en el cine Palafox Carga maldita (1977), el remake de Friedkin de El salario del miedo (1953), antes que el original, la obra maestra del gran Henri-Georges Clouzot. Llegado el momento de hacer el balance postrero de su filmografía, lo que más pondero es cómo Friedkin fue uno de los realizadores que descubrí siendo un mero espectador muy aplicado y volví a estudiar, años después, ya con la entrega absoluta del cinéfilo.
El exorcista, sin embargo, no la visioné en su momento, conocí antes la banda sonora,Tubular Bells, de Mike Olfield. La cinta la vi por primera vez siendo ya cinéfilo, predispuesto, además, hacia ella negativamente por ese entusiasmo -rayano en el culto- de mi afán por el terror clásico. De modo que despido a William Friedkin agradeciéndole dos cintas: Contra el imperio de la droga y Carga maldita. Que la tierra le sea leve.
Publicado el 12 de agosto de 2023 a las 15:00.