lunes, 23 de diciembre de 2024 15:15 www.gentedigital.es
Gente blogs

Gente Blogs

Blog de Javier Memba

El insolidario

Volver a "1984" (y IV)

Archivado en: Cuaderno de lecturas, Distopías, 1984, George Orwell

imagen

(viene del asiento del 23 de mayo)

            No he sido yo el único que ha vuelto en estos días sobre el Orwell de 1984. Como tampoco ha sido únicamente el deseo de buscar asideros en la realidad, a la abstracción de las ilustraciones de Saura en mi edición de este clásico del siglo XX, el único motivo que me ha devuelto sobre la obra del utopista -aunque quizá fuera mejor decir distopista, si se me permite la expresión- inglés.

Ese renovado interés que despiertan las distopías, a raíz de la pandemia que conoció el mundo hace tres años, frente a la que tantos llegamos a imaginar una hecatombe semejante a esas catástrofes atómicas, que dieron lugar a tantas grandes pastorales de la ciencia ficción en los años de la Guerra fría, llama más la atención sobre la propuesta de Orwell que sobre ninguna otra por algo que Umberto Eco fue a calificar como “su energía visionaria”.

Ignoro si en el extranjero, esa vuelta al Orwell distópico -una vez más he de insistir en que Rebelión en la granja (1945) es una fábula, canónica porque condena el estalinismo mediante animales antropomorfizados-, es tan pronunciada como en España. El caso es que aquí, Nova, la ya legendaria colección de ciencia ficción -nacida en Ediciones B; ahora con el sello de Penguin Randon House- acaba de anunciar una nueva edición de 1984 con ocho imágenes a color de Jim Burns. Yo sigo dándole vueltas a la mía de Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores -regalo de Lola Ferreira-, ilustrada por Antonio Saura, ya digo. Es en su pág. 198 donde puede leerse:

“El Socing -ese acrónimo por el que se conoce el socialismo inglés, el régimen que tiraniza la Oceanía de Orwell-, que nació del antiguo movimiento socialista y heredó de éste su fraseología, ha conseguido poner en práctica el punto fundamental del programa socialista, que ha dado como resultado, previsto y buscado anteriormente, la desigualdad económica permanente”. Más adelante el maestro escribe: “Esta falsificación diaria del pasado que el Ministerio de la Verdad lleva a cabo es tan necesaria para la estabilidad del régimen como lo son la represión y el espionaje que lleva a cabo el Ministerio del amor” (pág. 205).

Tengo el convencimiento de que cuando España se olvide de la política en la misma medida que se ha secularizado, todos seremos tan felices como los suizos, a mi juicio, una de las sociedades menos politizadas del mundo. En la Europa de la Edad Media se mataba por la religión, y también por la Cruz se iba a matar gente a Tierra Santa. En la Europa del siglo XX se iba a la guerra por política. Tiranías como la que terminará acabando con Winston Smith como persona, hasta convertirle mediante la tortura en un miembro de la masa que adora al líder, sólo son posibles en las sociedades politizadas. Cuanto más ideologizadas estén las personas, más caen en ese sistema de los contrarios. En estas páginas, el Ministerio del Amor es el que tortura, pero en todos los totalitarismos del mundo, sea cual sea su lado del espectro político, se llama libertad a su propia tiranía.

“La corrupción de las palabras es un síntoma, y a la vez la causa de la corrupción del pensamiento”, dijo en su momento Antonio Muñoz Molina con relación a esa capacidad para predecir el futuro de Orwell. Y bien es cierto que hasta hace apenas unos meses, en la España de aquí y ahora, las lideresas del neoestalinismo libraron una de sus batallas más sonadas queriendo imponernos nuevas palabras. Parecía una broma, pero fue todo un intento de imponer una idea mediante una palabra, como en la neolengua impuesta por el Socing.

En efecto, es algo más que ese diálogo entre la abstracción y la realidad lo que me ha devuelto a estas páginas. Y no es sólo esa realidad que inspiró el informalismo de las ilustraciones de Saura: es de suponer que las imágenes que le sugirió el texto. También es la mía, la realidad que me rodea en este infausto 2023, con los neoestalinistas al acecho, con nuevos nombres pero igual de sectarios y dispuestos a todas esas atrocidades que sólo perpetra la gente con conciencia política. La política es tan abominable como el resto de los sectarismos. Los partidos son las sectas más peligrosas que existen pues son las que más se afanan en la captación de los indiferentes, a quienes, cuando pueden, reprimen hasta la muerte. Por no hablar de lo que harían a quienes tienen una cosmovisión diferente.

Por supuesto, yo también soy el primero en rendirme maravillado ante la capacidad de anticipar el futuro de Orwell. Ahora bien, cuanto concierne a las torturas -la Tercera parte del texto-, me da la impresión de que las que nos cuenta son aquéllas de las que el propio autor tuvo noticia. Bien por las primeras víctimas de las purgas de Stalin, bien por lo referido por sus compañeros del POUM, quienes sufrieron esa suerte a manos del Servicio de Información Militar (SIM), una herramienta al servicio del PCE y el resto de los chequistas comunistas, en la retaguardia republicana durante la guerra civil española, todos ellos instruidos por el infausto Alexander Orlov, el agente soviético que sirvió de enlace entre la temida NKVD y los verdugos del PCE y del SIM.

Las torturas, son el nudo de 1984, que también puede entenderse como una historia clásica, de esas cuyo asunto puede reducirse al célebre chico conoce chica. Lo que pasa es que aquí Winston Smith y Julia se conocen -o cruzan la mirada por primera vez, porque a medida que avanzan en su relación, que saben condenada al destino que les aguarda en el Ministerio del Amor- en la media hora de odio con la que el partido fanatiza a sus funcionarios medios contra Goldstein y sus seguidores. Como el buen escritor que es, Orwell no se recrea en describirnos los suplicios, esa morbosidad a la que hubiera recurrido cualquier autor sin el talento del de 1984 para magnetizar de un modo espurio a los lectores. Aquí se habla de palizas sí, pero sin apenas especificar cómo fueron los golpes, de descargas eléctricas y alguna que otra crueldad. Pero no muchas, insisto, aunque eso hubiera sido lo cómodo: satisfacer la morbosidad de los lectores, entretenerles con el sufrimiento de otros.

“¡El codo! Cayó desplomado de rodillas, agarrándose con la otra mano el codo golpeado -leo en la pág. 232-. Era inconcebible, totalmente inconcebible que un solo golpe pudiera provocar tanto dolor. (…) Nada en el mundo es tan espantoso como el dolor físico. Frente al dolor no hay héroes, no hay héroes, se decía una y otra vez mientras se retorcía en el suelo y se sujetaba inútilmente el brazo izquierdo lisiado”.

Estos párrafos me han venido a recordar una cinta notable, uno de los grandes éxitos de su temporada, Quemado por el sol (Nikita Mikhalkov, 1994). Someramente, con la Gran Purga de Stalin (1938) como telón de fondo, puede decirse que su asunto versa sobre un oficial NKVD, Dimitry (Oleg Menshikov), quien vuelve al pueblo donde dejó a su gran amor para encontrársela casada con un general del Ejército Rojo -Sergei, interpretado por el propio Mikhalkov-, un héroe de la revolución a quien Dimitry va a detener: Stalin se está deshaciendo de sus antiguos compañeros en la revolución. En un momento dado, Sergei comenta al Dimitry que en 24 horas estará llorando para que deje de torturarle. Con la misma frialdad, O’Brien le comenta a Smith que llevaban siete años vigilándole porque sabían positivamente que iba a caer en la mayor falta: la del sexo por amor.

En dos o tres ocasiones he tenido oportunidad de escuchar a gente que fue torturada por la policía franquista, en la tristemente célebre dirección general de seguridad. En los recuerdos de todos, además de las tremendas palizas, los mismos verdugos que les maltrataban se burlaban de su dolor. Pero en todos esos testimonios, uno de los mayores tormentos era la pérdida de la noción del tiempo. Eso de no saber si es de día o de noche -en la celda donde le guardan a uno no hay ventanas y la luz siempre es eléctrica-, eso de ignorar cuánto tiempo lleva sometido a los suplicios del Ministerio del amor -al no tener forma de contar el discurrir de los días, lo mismo puede haber pasado una semana que un mes desde que le detuvieron- es algo de lo que hablan todos los que han sido torturados. Dicen que sólo se piensa en dormir en esos momentos imprecisos que entre sesión y sesión -probablemente para no matarlo- le dejan a uno sus torturadores. He recordado aquellos testimonios, y Quemado por el sol, y he llegado al convencimiento de la veracidad de la descripción de las torturas. En ellas no hay anticipación: se atienen a todo lo que se ha contado sobre los tormentos infligidos en las checas del PCE y el Servicio de Información Militar de la II República española.

El dolor, infligir dolor a quienes se le oponen es una de las más genuinas expresiones del ejercicio del poder. Lo que diferencia a los torturadores comunistas, de los que martirizan a cuenta de cualquier otra ideología del espectro político, es que el resto de los torturadores sólo quieren información sobre la organización a la que pertenecen, en tanto que los estalinistas quieren convencer a sus víctimas del “error” de haberse opuesto a ellos. O’ Brien le explica que ellos no quieren destruir al hereje, que quieren transformarlo, que renuncie a cualquier atisbo de individualidad en aras del partido, lo común. Es un procedimiento semejante a ese que lleva a los estalinistas sudamericanos del siglo XXI a tener a sus “pueblos” -sea utilizando el lenguaje de la izquierda revolucionaria de mi época- pobres, tiranizados y agradecidos, además, por todo ello. Así cuando Parsons, el vecino a quien ha delatado su propia hija se encuentra con Winston en la celda del Ministerio del Amor donde a los dos les aguarda una nueva sesión del suplicio, se siente orgulloso de que haya sido ella precisamente la que le ha delatado.

Lo de los cuatro dedos que le muestra O’ Brien -pág. 241-, uno de los fragmentos más célebres de la novela, viene a cuento de una frase escrita por Smith en su diario: “La libertad es la libertad de poder decir que dos y dos son cuatro”. Sin embargo, una mente disciplinada debe ser capaz de ver los dedos que el partido quiere que vea.

Finalmente, cuando O’ Brien, tras aplicarle nuevos suplicios, le demuestra a Smith cómo le ha comido la cabeza (pág. 256), hasta el punto de que es capaz de leer su pensamiento. El torturado y humillado hasta la negación de sí mismo, comete el error de Pensar en Julia, a la que no ha vuelto a ver desde que les separaron en eso que las revistas femeninas llamaban “tristeza postcoito”. Al punto se le lleva a la habitación 101.

En dicha estancia, la más temida de todo el Ministerio del amor, se somete a cada uno a su mayor temor. En el caso de Winston Smith son las ratas, pues de niño, durante la revolución las vio comerse un cadáver. Cuando O’ Brien se dispone a ponérselas frente a su cara, ya disponiéndose los roedores a saltar sobre su rostro, esa piltrafa humana, que antes de su detención por el Ministerio del Amor fuera Winston Smith, suplica llorando a su torturador -a quien cuando está libre de ataduras se aferra como un niño a una madre, como si no fuera O’ Brien quien le está martirizando-, que haga que las ratas le coman el rostro a Julia. Y entonces, sí. Al denunciar a su amor, ya es todo ese pelele al servicio del Socing. Empieza a temer que le peguen un tiro en la nuca en un traslado de celdas, como es costumbre en el Ministerio del Amor.

Sin embargo le dejan en libertad. Incluso se repone. Pero ya no es el mismo. De hecho, vuelve a ver a Julia, se saludan, incluso se confiesan uno a otro que los dos se han delatado. Pero lo que pudo haber entre ellos ya ha dejado de existir.

Sabido es que Orwell era un trotskista. Sin embargo, es tan certera la denuncia de cómo las sociedades colectivizadas lo son precisamente para la supresión del individuo que, por momentos, se me antoja tan individualista como yo mismo. “Todo lo demás era crimensex. En neolengua era casi imposible seguir un razonamiento más allá de la percepción de su carácter herético; a partir de ese punto, faltaban las palabras necesarias para expresarlo” (pág. 297).

 

Un último apunte sobre las ilustraciones de Antonio Saura. Siendo este artista el mismo que ilustraba algunas de las grabaciones de Paco Ibáñez de mis primeros años, en cuyas canciones -Soldadito de Bolivia, pongo por caso- se exaltaban algunos de los estalinismos latinoamericanos que entonces arreciaban no es de extrañar que el informalismo del artista aragonés haya venido a recordarme las carátulas de aquellos discos.

Publicado el 9 de junio de 2023 a las 13:30.

añadir a meneame  añadir a freski  añadir a delicious  añadir a digg  añadir a technorati  añadir a yahoo  compartir en facebook  twittear  votar

Comentarios - 0

No hay comentarios



Tu comentario

NORMAS

  • - Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios que consideremos fuera de tema.
  • - Toda alusión personal injuriosa será automáticamente borrada.
  • - No está permitido hacer comentarios contrarios a las leyes españolas o injuriantes.
  • - Gente Digital no se hace responsable de las opiniones publicadas.
  • - No está permito incluir código HTML.

* Campos obligatorios

Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

Miniatura no disponible

 

Javier Memba en 2009

 

Javier Memba en 1988

 

Javier Memba en 1987

 

1996

 

 

Javier Memba en la librería Shakespeare & Co. de París

 

 

 

 

Imagen

 

 

COMPRAR EN KINDLE:

 

 

 

contador de visitas en mi web



 

 

Enlaces

-La linterna mágica

-Unas palabras sobre Vida en sombras

-Unas palabras sobre La torre de los siete jorobados

-50 años de la Nouvelle Vague en Días de cine

-David Lynch, el onirismo de la modernidad en Radio 3

-Unas palabras sobre Casablanca en Telemadrid

-Unas palabras sobre Tintín en Cuatro TV

 

 

ALGUNOS ARTÍCULOS:

Malditos, heterodoxos y alucinados de la gran pantalla

Nuevos momentos estelares de la humanidad

Chicas yeyés

Chicas de ayer

Prólogo al nº 4 de la revista "Flamme" de la Universidad de Limoges

Destinos literarios

Sobre La naranja mecánica

Mi tributo al gran Chris Marker

El otro Borau

Bohemia del 89

Unos apuntes sobre las distopías

Elogio de Richard Matheson

En memoria de Bernadette Lafont

Homenaje al gran Jean-Pierre Melville

Los amores de Édith

Unos apuntes sobre La reina Margot

Tributo a Yasujiro Ozu con motivo del 50 aniversario de su fallecimiento

Muere Henry Miller

Unos apuntes sobre dos cintas actuales

Las legendarias chicas de los Stones

Unos apuntes sobre el "peplum"

El cine soviético del deshielo

El operador que nos devolvió el blanco y negro

Más real que Homeland

El cine de la Gran Guerra

Del porno a la pantalla comercial

Formentera cinema

Edward Hopper en estado puro

El cine de terror de los años 70

Mi tributo a Lauren Bacall

Mi tributo a Jean Renoir

Una entrevista a Lee Child

Una entrevista a William McLivanney 

Novelistas japonesas

Treinta años de Malevaje

Las grandes rediciones del cómic franco-belga

El estigma de La campana del infierno

Una reedición de Dalton Trumbo

75 años de un canto a la esperanza

Un siglo de El nacimiento de una nación

60 años de Semilla de maldad

Sobre las adaptaciones de Vicente Aranda

Regreso al futuro, treinta años después 

La otra cabeza de Murnau

Un tributo a las actrices de mi adolescencia

Cineastas españoles en Francia

El primer surrealista

La traba como materia literaria

La ilustración infantil de los años 70

Una exposición sobre la UFA

La musa de John Ford

Los icebergs de Jorge Fin

Un recorrido por los cineastas/novelistas -y viceversa-

Ettore Scola

Mi tributo a Jacques Rivette

Una película a la altura de la novela en que se basa

Mi tributo a James Cagney en el trigésimo aniversario de su fallecimiento

Recordando a Audrey Hepburn

El rey de los mamporros

Una guía clásica de la ciencia ficción

Musas de grandes canciones

Memorias de la España del tebeo

70 años de la revista Tintín

Ediciones JC regresa a sus orígenes

Seis claves para entender a Hergé

La chica del "Drácula" español

La primera princesa de la lejana galaxia

El primer Tintín coloreado

Paloma Chamorro: el fin de "La edad de oro"

Una entrevista a la fotógrafa Vanessa Winship

Una recuperación del Instituto Murnau

Heroínas de la revolución sexual

Muere George A. Romero

Un mito del cine francés

Semblanza de Basilio Martín Patino

Malevaje en la Gran Vía

Entrevista a Benjamin Black

Un circunloquio sobre la provocación

Una nueva aventura de Yeruldelgger

Una dama del crimen se despide

Recordando a Peggy Cummins

Un tributo a las yeyés francesas

La última reina del Technicolor

Recordando a John Gavin

Las referencias de La forma del agua

El Madrid de 1988

La nueva ola checa

Un apunte sobre Nelson Pereira dos Santos

Una simbiosis perfecta

Un maestro del neorrealismo tardío

El inovidable Yellowstone Kelly

Que Dios bendiga a John Ford

Muere Darío Villalba

Los recuerdos sentimentales de Enrique Herreros

Mi tributo a Harlan Ellison

La inglesa que presidió el cine español

La última rubia de Hitchcock

Unos apuntes sobre Neil Simon

Recordando Musicolandia

Una novelista italiana

Recordando a Scott Wilson

Cämilla Lackberg inaugura Getafe Negro

Una conversación entre Läckberg y Silva

El guionista de Dos hombres y un destino

Noir español y hermoso

Noir italiano

Mi tributo al gran Nicholas Roeg

De la Escuela de Barcelona al fantaterror patrio

Recordando a Rosenda Monteros

Unas palabras sobre Andrés Sorel

Farewell to Julia Adams

Corto Maltés vuelve a los quioscos

Un editor veterano

Una entrevista a Wendy Guerra

Continúa el misterio de Leonardo

Los cantos de Maldoror

Un encuentro con Clara Sánchez

Recuerdos de la Feria del Libro

Viajes a la Luna en la ficción

Los pecados de Los cinco

La última copa de Jack Kerouac

Astérix cumple 60 años

Getafe Negro 2019

Un actriz entrañable

Ochenta años de "El sueño eterno"

Sam Spade cumple 90 años

Un western en la España vaciada

Romy Schneider: el triste destino de Sissi

La nínfula maldita

Jean Vigo: el Rimbaud del cine francés

El último vuelo de Lois Lane

Claudio Guerin Hill

Dennis Hopper: El alucinado del Hollywood finisecular

Jean Seberg: la difamada por el FBI

Wener Herzog y la cólera de Dios

Gordad, el gran maese de la heterodoxia cinematográfica

Frances Farmer, la esquizofrénica que halló un inquietante sosiego

El hombre al que gustaba odiar

El gran amor de John Wayne

Iván Zulueta, arrebatado por una imagen efímera

Agnès Varda, entre el feminismo y la memoria

La reina olvidada del noir de los 40

Judy Garland al final del camino de adoquines amarillos

Jonas Mekas, el catalizador del cine independiente estadounidense

El gran Edgar G. Ulmer

La última flapper; la primera it girl

El estigmatizado por Stalin

La controvertida Egeria del Führer

El gran Tod Browning

Una chica de ayer

El niño que perdió su tren eléctrico

La primera chica de Éric Rohmer

El último cadáver bonito

La exnovia de James Dean que no quiso cumplir 40 años

Don Luis Buñuel, "ateo gracias a Dios"

La estrella cuyo fulgor se extinguió en sus depresiones

El gran cara de palo

Sylvia Kristel más allá de Emmanuelle

Roscoe Arbuckle, cuando se acabaron las risas

Laura Antonelli, la reina del softcore que perdió la razón

Nicholas Ray, que nunca volvió a casa

El vuelo más bajo de la princesa Leia Organa

Eloy de la Iglesia y el cine quinqui

Entiérralo con sus botas, su cartuchera y su revólver

La chica sin suerte

Bela Lugosi y la sombría majestuosidad de Drácula

La estrella de triste suerte

La desmesura de Jacques Rivette

Françoise Dorléac

Klaus el loco

Una hippie de los 70

Jean Esustache, entre la Nouvelle Vague y el ascetismo

Nadiuska, un juguete roto

Thea von Harbou

Jesús Franco

David Cronenberg

Sharon Tate, como en un cuento de Sheridan Le Fanu

Un guionista sediento

La reina del fantaterror patrio

Dalton Trumbo y los diez de Hollywood

La primera chica que arrojó una tarta 

El desdichado Hércules contemporáneo

En la tradición familiar

El músico del realismo poético

Otro tributo a la gran Patty Shepard

Elmer Modlin y su extraña familia

Las coproducciones internacionales rodadas en España

Marilyn Monrore y su desesperado último gesto

Un amor más poderosos que la vida

El actor atrapado en sus personajes

Entre el fantasma de su madre y el final del musical

Barbet Schroeder

Amparo Muñoz

Samuel Bronston más alla de Las Rozas

Chantal Akerman

Françoise Hardy 

Un antiguo dogmático

Jane Birkin

Anna Karina, su turbulento amor y el Madison

Sandie Shaw, ya con calzado

El gran Serge Gainsbourg

Entre la niña prodigio y la mujer concienciada

La intérprete de Shakespeare que inspiró a The Rolling Stones

La maleta del capitán Wajda

Val Lewton y su dramatización de la psicología del miedo

La alimaña de Whitechapel

Cristina Galbó

La caravana Donner

Eddie Constantine

Un nuevo curso del tiempo

Rosenda Monteros

Una criatura de la noche

Una carta a Nicolás I

Edison y el 35 mm

Barbara Steele

El felón Esquieu de Floyran acaba con los templarios

Entre Lovecraft y Hitchcock

Tchang Tchong Yen recuerda a Hergé

La musa del ciberpunk

Néstor Majnó

Una leyenda del Madrid finisecular

El rey de la serie B

La primera cosmonauta soviética

Cuando la injuria sucede a la fatalidad

Bajo Ulloa y sus cuentos crueles

La cicerone de los Stones en el infierno 

Nace Toulouse-Lautrec

El París del Charlestón se rinde a Josephine Baker

Nastassja Kinski, la dulce hija del ogro

Un tributo a Sam Peckinpah

La leyenda del London Calling

Fiódor Dostoievski frente al pelotón de fusilamiento

Mi alucinada favorita

El hombre de las mil caras

El 7º de Caballería pierde la gloria

Un recuerdo de Silke

El genocidio camboyano

Peter Bogdanovich

Guy Debord y la sociedad del espectáculo

Un héroe de Iwo Jima 

Lupe Vélez tras el último tequila sunrise

El general Lee

Roman Polanski

Un hampón italoamericano

Jane Fonda en su juventud

Kraken en la Cuesta de Moyano

Josef von Sternberg

The Beatles en The Carvern y en el show de Ed Sullivan

Que la tierra le sea leve a Douglas Trumbull

El último superviviente del hampa de Chicago

Inma de Santis

El Álamo

Una musa insumisa

El malvado Zaroff y un elogio a las revistas pulp

Miles Davis

Un polaco y el amour fou

La Legión extranjera como género literario

Conchita Montenegro

Peter Lorre y su cara de villano

El juez de la horca

Syd Barrett

Kathleen Turner

Una caricatura de la hombría

Eric Clapton

Helga Liné

Butch Cassidy

Carlos Arévalo, un cineasta español

Nace el último bohemio

Pascual García Arano

María Perschy

El Combray de Ingmar Bergman

Carlos Castaneda

Una canción de Neil Young

Un suicida dandi

Hedy Lamarr

Philip K. Dick y sus realidades bastardas

La última mujer fatal

Andréi Tarkovski, otro maldito por la censura soviética

Nace la música de la New Age

"Wie einst" Lili Marleen

Una lectura de Byron en Villa Diodati

Un apostol de la sedición juvenil

Ava en mi ciudad

Rider Haggard

Una entrada para la "Historia universal de la infamia"

La Marguerite Duras cineasta

Gallardo y calavera

El hombre que vendió su alma a Elizabeth Taylor

El crímen de Charlotte Corday

Un elogio entusiasta de la urbe

Un ángel caído

Mary Bradbury teme por su vida

Pierre Étaix y su triste gracia

El mejor verano de los Rolling

María Rosa Salgado y su conmovedora discrección

La valentía de Ramón Acín

Sylvie Vartan

La cruz de Malta de Wim Wenders

La epifanía de Louis Daguerre

Carroll Baker

Marie Laforêt y mi amigo Eloy

Eliseo Reclus atisba su quimera

Patty Pravo

Richard Pryor contra sí mismo

Miroslava, una actriz marcada por la fatalidad

France Gall y el doble sentido

Robert Bresson y el cine puro

La gesta de Alekséi Stajánov

Nace el Rimbaud del Rock & Roll seminal

Dominique Dunne, una filmografía que se quedó en el aire

Un actor vampirizado por un personaje

Tolkien publica El Hobbit

La segunda musa de Godard

John Dos Passos entra en la eternidad

Alain Resnais, el cine de la memoria

Una musa del filme noir

El cadáver de Nancy Spungen en el Chelsea Hotel

La historia de Bobby Driscoll

Un icono del feminismo

Recordando a Tina Aumont

Colgaron a Gilles de Rais

Dario Argento

Nico en el cine

Dylan Thomas en su último trance

Brigitte Helm

Un punkie en la Disney 

Nace Billy el Niño

The Wall

Tennessee Williams

Vivien Leigh

Kazuo Sakamaki salva la vida en Pearl Harbor

El proscrito de la Escuela de Barcelona 

47 hombres de honor

Charlotte Rampling

La incomunicabilità del gran MIchelangelo Antonioni

F. Scott Fitzgerald

Un pilar del cómic estadounidense

Juliet Berto

Erik, el fantasma de la Ópera

Una comedia francesa

Un pesimista alegre

Una mirada indolente a la derrota 

Sender en Casas Viejas

Kipling en su último momento

Los hermanos Marx

Puente sobre aguas turbulentas

Anouk Aimée

Mary Shelley

Quentin Tarantino

Neal Cassady 

Natalie Wood

La heterodoxia de Ermanno Olmi

Fu-Manchú

Stefan Zweig pone fin a sus días

 

 

 

 

 

 

EN TU MAIL

Recibe los blogs de Gente en tu email

Introduce tu correo electrónico:

FeedBurner

Archivo

Grupo de información GENTE · el líder nacional en prensa semanal gratuita según PGD-OJD