Volver a "1984" (I)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Distopías, 1984, George Orwell
(A la memoria de Lola Ferreira)
Tengo una espléndida edición de Mil novecientos ochenta y cuatro (1949), la distopía definitiva, que George Orwell escribió un año antes de su publicación, en 1948. Porque, Rebelión en la granja (1945), recuérdese, es una fábula satírica, que no una novela distópica, aunque ambas aludan al estalinismo de cuya vesania fue testigo directo el novelista inglés en la Cataluña de la Guerra Civil española.
Esa magnífica edición a la que me refiero, me fue obsequiada por sus editores (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores), especialmente por Lola Ferreira -entonces la encargada de prensa y siempre tan atenta conmigo- con motivo de su presentación en un restaurante de lujo. Corrían las navidades de 1998, aún faltaban un par de años para que tocase a su fin esa edad de oro del periodismo en España, que a fe mía se extendió desde comienzos de los 80, década prodigiosa, hasta el nuevo milenio, cuando la prensa impresa comenzó su inexorable declinar a consecuencia de la implantación, igualmente irreversible, de Internet.
De modo que aquella temporada aún era pródiga en presentaciones celebradas en establecimientos de mucho postín. Tanto que, comer en ellos, ya era un agasajo digno del mejor de los recuerdos. En el caso de Mil novecientos ochenta y cuatro -a cuya comida de presentación acudí con el mismo traje con el que me casé- se correspondía, además, con la magnificencia de la edición, al cuidado de Ricard Vela: papel estucado semimate de 140 gramos, encuadernación en tela gris, sobrecubierta... En fin, un lujo como objeto en sí mismo, con independencia de la denuncia del estalinismo que el texto entraña.
Próximo a un libro de artista, la distopía de Orwell que me ocupa -hoy, sin duda alguna uno de los tomos más preciados de mi tesoro bibliográfico- está profusamente ilustrada por Antonio Saura. Si no recuerdo mal, pertenecía -como Las aventuras de Pinocho de Carlo Collodi, contadas de nuevo por Christine Nöstlinger, igualmente ilustradas por Saura, que también me obsequiaron sus editores- a una iniciativa puesta en marcha por Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores bajo el lema de Círculo del Arte.
Y han sido precisamente esas ilustraciones las que me han hecho volver sobre un texto cuya memoria se me estaba empezando a desvanecer, como le sucede a Syme, una de las primeras víctimas –“nopersona” en la neolengua impuesta por el Partido Único que tiraniza la Oceanía en la que habita Winston Smith- que el estado hace desaparecer en una especie del otro lado de ninguna parte. Un ámbito que a mí se me figura entre la noche y la niebla. Justo allí donde los nazis querían volatilizar a sus enemigos. ¡Qué parecidos han sido siempre los comunistas a los nazis! Ambos han educado a los niños para la delación de sus padres. Como los repelentes vecinos de Smith, los chicos de Parsons. Espías, porque eso es lo que son para el partido, es como se llama la organización juvenil a la que pertenecen. Su uniforme -nos es descrito en la pág. 31-, es muy semejante al de las juventudes hitlerianas.
Todos los totalitarismos son iguales, no hay duda. Pero aquí estamos ante la distopía de la sociedad comunista, como Un mundo feliz (Aldous Huxley, 1932) lo es de la sociedad capitalista y Fahrenheit 451 (Ray Bradbury, 1953), tercera novela de la terna presidencial de la distopía del amado siglo XX, lo es de una sociedad rebelde en que la subversión consiste en alzarse contra una imagen, erigida sobre las mil palabras por el estado. Aunque en la historia de Guy Montag -el bombero encargado de quemar los libros en las páginas del gran Bradbury, la televisión parece contar menos que en este Mil novecientos ochenta y cuatro, las alusiones que se hacen a ella me resultan suficientes para pensar en la influencia de Orwell en Bradbury.
De antiguo. O, más concretamente, desde que la mujer de un amigo -responsable de un museo- me hizo ver que la pintura abstracta se entiende por un procedimiento semejante al que se comprende el sentido de las canciones -si hablan de amor o desamor, si exaltan una consigna o critican una situación-, aunque no se sepa ni una palabra del idioma en que se interpretan -verbigracia, el rock por quienes no hablan inglés-, me vengo preguntando por la forma en que la pintura abstracta llega a sus espectadores, más allá de la estupidez de quienes se burlan de ella porque no la entienden. Exactamente igual que otros se ríen de las películas de miedo.
De modo que, lo que me ha traído a este regreso a Mil novecientos ochenta y cuatro, también ha sido un afán de búsqueda de esas alusiones a lo referido en el texto, tradicional en las estampas que los ilustran, en esa abstracción -su informalismo- con las que Antonio Saura -quien tuvo en la ilustración una de sus actividades más destacadas- ha interpretado la distopía de Orwell.
Mi tendencia a la figuración -pocos artistas más figurativos que Hergé, mi favorito del amado siglo XX- me hace buscar la representación de las figuras -valga la redundancia- de lo leído y he creído ver alguna alusión -informalista claro- al cuarto de Winston con el ojo que todo lo ve -la telepantalla de la que se vale para su omnipresencia el Gran Hermano- y algunos otros apuntes de un texto que hoy es archiconocido por todos.
En gran medida, mi idea de estás páginas estaba desvirtuada por la tercera de sus adaptaciones a la pantalla: la dirigida por Michel Radford, estrenada en 1984 precisamente. Con anterioridad hubo otra, notabilísima, en el 56. El realizador de esta última, Michel Anderson, veinte años después demostraría su afición al género adaptando La fuga de Logan, sobre la distopía homónima, publicada por William F. Nolan y George Clayton Johnson en 1967. Con anterioridad hubo una versión televisiva, dirigida en 1954 para la BBC por Rudolph Cartier, que también he tenido oportunidad de ver: se incluye en los extras de mi DVD de la de Anderson. Pese a estar protagonizada por el gran Peter Cushing -el primer Winston Smith que se recuerda-, yo encuentro ese primer 1984 harto teatral. Siempre me lo parecen las adaptaciones televisivas rodadas en estudio. Máxime las de aquella época.
A la espera de revisar la Terry Gilliam -Brazil (1985)-, la de Anderson sigue siendo -especialmente la secuencia referida a lo que guarda la Habitación 101- la versión de 1984 -a excepción de mi edición primorosa, que se escribe con letras, el título suele ir en números- del Ministerio del Amor.
Ofuscado por esa memoria que guardo de esta historia -como por ese entendimiento, acostumbrado al arte figurativo, que me lleva a buscar figuras que representen las cosas donde la abstracción impera- casi había olvidado toda esa Primera Parte de la novela, la concerniente al trabajo de Smith en el Ministerio de la verdad, donde, nada más entrar, su mente ha de sumergirse en el laberíntico mundo del bipensar (pág. 42). Porque el trabajo de nuestro protagonista -disidente en ciernes desde que le conocemos- consiste en enmendar la Historia -números atrasados del Times- para que todo coincida con los intereses del Partido. Se trata, pues de abolir el pasado. A la vista de la España del presente, gobernada por un partido empeñado en eso mismo, y considerando que fue aquí donde Orwell supo de las mañas del estalinismo, hay algo en el empleo de Winston Smith que me resulta familiar e inquietante.
(Continúa en el asiento del 13 de mayo)
Publicado el 14 de abril de 2023 a las 06:30.