Última lectura de Orión
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Jacques Martin, Orión, "El faraón"
Desde hoy, recién acabada mi lectura de El Faraón -publicado originalmente en 1998, catorce años antes de esa edición española a la que me refiero- puedo jactarme de haber dado cuenta, en su totalidad, de un par de colecciones del gran Jacques Martin: Arno y Orión. Ciertamente, tanto una como otra son muy cortas comparadas con las dos series que hicieron de Martin un clásico: las aventuras de Alix y las de Lefranc. Arno fueron sólo tres números en su primera época -La pica roja (1983), El ojo de Keos (1985), El pozo nubio (1987)-, ésa es la que yo he leído en el integral de Glenat del 98; Orión se redujo a cuatro títulos: El lago sagrado (1990), El río Estigia (1996), El faraón y Los oráculos (2011).
Trece años después del deceso del gran Martín, tengo la sensación -y ya la he expresado en estos apuntes con anterioridad- de que dibujar o guionizar un álbum de Alix o Lefranc se ha convertido en una suerte de consagración para los grandes de la bande dessinée, como pueda serlo la creación de una entrega de las aventuras de Blake y Mortimer y alguna otra serie -acaso Blueberry- que se me escape. En cualquier caso, esto es algo que los lectores de bande dessinée debemos celebrar pues, al fin y al cabo, hace que se sigan publicando nuevos álbumes de nuestros personajes favoritos con periodicidad, debidos a los artistas que quieren demostrar su valía dibujando o guionizando una entrega de cualquiera de estas colecciones clásicas. O, al menos, ésa es la impresión que me da a mí.
Puede que esa sensación de estar asistiendo a la despedida del último gran personaje de Martin -Arno, nació en 1983*; Orión en 1990- hubiese sido menor de haber leído El faraón antes que Los oráculos, la cuarta y última entrega del joven ateniense me deslumbró menos que ésta. Aquí, en los dibujos, aún se percibe la mano maestra de Martin. No me atreveré a decir que, en estas viñetas -dibujadas por Christophe Simon-, también es palpable esa degeneración macular, que le fue diagnosticada a Martin en 1991, dejándole prácticamente ciego diez años después. Pero, salvo error u omisión, Orión fue la última mirada a la antigüedad clásica de un entusiasta de aquel tiempo ancestral -origen de nuestra cultura- y eso también debió de influir en esa nostalgia que yo percibo en la serie. Por ejemplo, en la añoranza de Hilona en Los oráculos. Aunque no se refiere a ella, Orión también extraña a una compañera en estas páginas, cuando ve a Sorg retozando junto a la princesa Anourka con la joven en pleno apogeo de su desnudez. Por lo que a mi respecta, no había visto tales tristezas, ni tales amores, en todos los cómics leídos hasta la fecha.
Reencontrarse con los personajes secundarios de aventuras anteriores es un elemento de primerísimo orden para la creación del universo de una colección. Como se dice ahora, es uno de los “mimbres” principales al efecto. Ése es aquí el caso de Sorg, el humano hijo de una mujer y un león, que conocimos en El río Estigia. Jacques Martín se vale de tan prodigioso mestizaje para llevarnos a esa Hélade en la que lo fabuloso convivía con lo cotidiano como si fuese lo más normal del mundo. “En Grecia, los animales se mezclan a menudo con los hombres -leemos en la tercera viñeta de la página siete, en una explicación que Orión da a Shelonk, su mando egipcio-. Hay caballos con tronco humano: los centauros; leones con cabeza de jóvenes: las esfinges; seres extraños con forma de serpiente: las gorgonas y un toro con el cuerpo de un atleta: el minotauro”. Merced a la singular combinación genética de Sorg, éste puede comunicarse con los leones -como Tarzán con los elefantes- y los reyes de la selva -aquí del desierto por mejor decir- acudirán en su ayuda siempre que su extraño hermano les llame.
En esta ocasión, “nuestros amigos” -vaya evocando el lenguaje de los tebeos de mi infancia- forman parte de una pequeña tropa de griegos que se une, junto a un grupo de libios y otro de nubios, a la hueste mercenaria de Amirteo, el faraón aludido en el título -el único de la dinastía XXVIII de Egipto; reinó de 404 a 398 a. e. c. quien, en efecto, venció a los ocupantes persas de su país a principios del reinado de Artajerjes II. Martin, quien cuando empezó a perder la vista decidió entregarse por entero al guión, era perfectamente consciente de que, para narrar los grandes acontecimientos de la historia, no hay nada mejor que hacerlo mediante una pequeña anécdota. En este caso, dicha anécdota viene dada por el augurio de un sacerdote del templo de Amón al faraón. El místico sugiere al soberano el robo de una estatuilla de Amán del gran templo de Karnak, en manos de los persas. De este modo, la sustracción de esa representación de la gran divinidad egipcia a los persas, no será un acto blasfemo, sino que, además, levantará al pueblo egipcio -que ridículo resulta escribir sobre pueblos en estos días que, al parecer, han sido sustituidos por las mayorías sociales- contra el invasor.
Naturalmente, nuestro héroe será el encargado de la sustracción. En la operación dejarán la vida un par de sus compañeros en la pequeña patrulla formada al efecto. Un nubio, acribillado por las flechas de los persas, e Ylón, un gigante griego que muere facilitando la huida. El tratamiento de la muerte por parte de Jacques Martin es algo tan infrecuente en la bande dessinée como otrora lo fue el del sexo. E, igual que la frecuencia de sus desnudos me llamó la atención a medida que iba descubriendo su obra, ahora, que ya la empiezo a terminar de leer, me sorprende el realismo con que presenta los cadáveres.
Cuando los persas, persiguiendo a los ladrones, llegan al campamento del faraón, Amirteo resulta ser un felón que acusa a los griegos del robo -pese a que fue él quien, siguiendo el consejo del sacerdote, se lo ordenó- y para aplacar a los persas les entrega a los griegos. Orión, como el héroe que es, se ofrece a ir el sólo a enfrentarse con Baalgoas, el visir que ejerce de comandante del ejército persa. Sorg, por una generosidad de Orión, se queda con su bella Anourka.
Aunque es Orión quien vence en el combate singular, que le enfrenta a Baalgoas, el griego ofrece su vida al persa, tras haberle dejado desarmado, obedeciendo a los códigos de honor. Y, en observancia a esos mismos códigos de honor, Baalgoas no sólo le perdona la vida, sino que, también, le sube a su barco para llevarle a Persia, a Persépolis, la “más bella ciudad” del mundo.
Christophe Simon, quien se estrenó como dibujante de Orión en la página 31 de El río Estigia, aquí ya es el autor de todas las viñetas. Su trazo me parece mucho más próximo al de Martin, en los dos álbumes de Orión que dibujó, que el de Marc Jailloux, dibujante de Los oráculos. Sin que esto, por supuesto, suponga menoscabo alguno para Jailloux.
Mención especial merecen las viñetas de los nubios tirando de un barco por un tramo del Nilo, invadido por un cultivo, donde la profundidad de las aguas no permite la navegación. Esas estampas han venido a recordarme esa misma situación -una gente tirando de un barco- en El hombre de una tierra salvaje (Richard C. Sarafian, 1971) y Fiztcarraldo (Werner Herzog, 1982).
Y una mención especial, aún mayor, merece esa esplendida recreación del gran templo de Amón en Karnak. Dibujado a modo de vista aérea -reconstrucción que parte, no cabe duda, de alguna fotografía actual de las ruinas del recinto llegadas a nuestros días, ocupa un par de páginas del álbum: la 34 y la 35.
Puede que esa nostalgia, que a fe mía gravita en esta aventura, también se deba a que es la única entrega de la colección localizada fuera de Grecia. Al Peloponeso alude Sorg en su despedida de Orión. Pero mucho me temo que, lo más cierto, sea que toda esa melancolía que he encontrado en estas páginas se deba a una certidumbre: la mía de que, lo más seguro, es que El faraón se la última aventura de Orión que voy a leer.
*Arno conoció una segunda época en 1994, que se prolongó en tres álbumes -inéditos en España- dibujados por Jacques Denoël.
Publicado el 25 de marzo de 2023 a las 23:00.