Jhen frente al maligno
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Jacques Martin, Jhen, "El arcángel"
Dentro de esa epifanía, que sesentón con creces me están procurando esos ocho meses, que llevo ya de lectura sistemática de distintos álbumes de Jacques Martin -ora merced a préstamos de la red de bibliotecas municipales de mi ciudad; ora, a esos saldos de restos de ediciones que mi siempre exiguo presupuesto me permite adquirir- observo, con sumo agrado, un par de cuestiones: la primera, la certeza del célebre eslogan de las aventuras de Tintín -"Para jóvenes de siete a setenta y siete años"-: en efecto, nunca se es demasiado viejo para la bande dessinée; la segunda de mis observaciones, a la que hoy voy, es un procedimiento frecuente en los libretos del más prolífico de los discípulos del gran Hergé: introducir a sus protagonistas en una corte extranjera y hacerles una pieza fundamental de alguna intriga palaciega.
Partiendo de esta premisa, Martin, que al cabo fue más guionista que dibujante, desarrolla su planteamiento, su nudo y su desenlace. Verbigracia, El emperador de China (1983). Releída al cabo en español -fue mi primera lectura en francés en mayo de 2000- ha sido una satisfacción comprobar que no se me había pasado por alto nada importante pese a que mi francés es bastante macarrónico, el que se habla a este lado de los Pirineos para ser exacto. Si en la entrega localizada en el país de la Gran Muralla -no sé si ya estaba construida puesto que no se hace referencia alguna a ella en las viñetas citadas-, Alix y Enak están a punto de ser decapitados por prestarse con la generosidad que les caracteriza a los deseos del príncipe Lou Kien, en El Arcángel (2000), la novena entrega de las aventuras de Jhen, el arquitecto francés cruza el canal de La Mancha. Viaja a Londres reclamado por el arzobispo de Hallsbury, quien ha decidido confiarle la terminación de una catedral.
De este modo, Jhen Roque se verá envuelto en una intriga en la corte de Enrique VI de Inglaterra -inspirador de la segunda de las obras históricas de Shakespeare- a quien la campaña de Juana de Arco desposeyó de la mayor parte de sus dominios en Francia. Estamos ante un cómic histórico, más aún que El emperador de China, ambientado este último en una antigüedad imprecisa o que yo, pese al entusiasmo con el que leo la obra de Martin, no he sabido precisar.
Naturalmente los anacronismos, que, a mí, en mi ignorancia, se me antojan más numerosos en las aventuras de Alix que en las de Jhen, no tienen la más mínima importancia. Lo que cuenta es el goce que produce la lectura de las viñetas y éstas me han resultado de las más placenteras de toda la colección. El dibujo de Jean Pleyers me ha llamado la atención por su calidad. De los diecinueve álbumes publicados en Francia -diecisiete de los cuales han conocido traducción española- sólo he podido leer -y atesorar- ocho, algo menos de la mitad. El arcángel me parece el mejor de todos ellos. Y ya es decir respecto a una serie en la que todo es excelencia.
Y si el dibujo es magnífico -la línea más que clara es meridiana-, la historia, el guion de Martin, no lo es menos. Desde el primer momento, tanto el arzobispo -un ser lujurioso, postrado en una silla de ruedas, que come como un animal y abusa de las menores-, como su inquietante preboste, un tal Demon Stark que ejerce una sospechosa influencia sobre el clérigo, resultan ser un par de sujetos muy enigmáticos. Pero a Jhen parece llamarle más la atención la "gigantesca y desorbitada construcción" de la catedral, máxime cuando descubre que no hay ninguna imagen sagrada dentro del templo.
He creído entender que Hallsbury es un lugar imaginario, cercano a Londres. Cierto día, paseando por las marismas desde las que se divisan los edificios de la capital, maese Jhen -como le llama el pérfido clérigo- conoce casualmente al rey, un hombre simple y ciertamente ingenuo: es un cristiano ferviente. Enrique VI simpatiza con él arquitecto y lo invita a cenar en su palacio.
La manifiesta complicidad que se establece entre el francés y el monarca, no gusta nada al arzobispo y su preboste. Mientras los trabajos de la catedral van avanzando, trazan un plan para enemistar al extranjero con el soberano. Durante unas justas, que el rey organiza para agasajar a Jhen, trucarán la lanza con la que nuestro arquitecto se enfrenta a Enrique VI para que parezca que ha intentado matarle en el combate singular que mantiene con él. Llueve sobre mojado, pues, con anterioridad, los esbirros de Demon Stark ya intentaron asaetar al monarca con las flechas de Jhen. Si entonces bastó la palabra del arquitecto para convencer al soberano de que su amigo francés no tenía nada que ver con el frustrado atentado, en esta segunda ocasión el arquitecto da con sus huesos en las temidas mazmorras de la Torre de Londres.
Tintín, al salir en defensa de Zorrino, el joven quechua que está siendo agredido por unos miserables en las viñetas de El templo del Sol (1948), no sólo se convierte en todo un precursor del indigenismo, también sienta un precedente de la que será una heroicidad común en todos sus discípulos. Jhen, a diferencia de Alix, y no digamos de Lefranc, quienes sí lo son, no es un discípulo del infatigable reportero de Le petite vingtième. Puede que la impronta del arquitecto sea original y espero tener la oportunidad de seguir dándole vueltas a esta cuestión con la lectura de esas aventuras suyas que desconozco. Pero su actitud es la misma que la de Tintín ante las injusticias perpetradas a un infeliz. El defendido por el arquitecto es un raterillo, que intentó robar a Typhaine de Melan, la dama de la que Jhen fue el paladín en el torneo. Y es ella precisamente quien se pone en contacto con el golfillo -Gregory resultará llamarse- para trazar un plan que libere al arquitecto.
Hay un afán de Martin, muy patriótico por su parte -recuérdese que era francés, que no belga, aunque su obra está ligada a la Escuela de Bruselas-, en comparar París con Londres. El París del siglo XV es el París descrito por Victor Hugo en Nuestra señora de París (1831), es el París de la bella Esmeralda, el desdichado Quasimodo y la Corte de los milagros. Aquí, Martin nos traslada a otra corte de los milagros. No acabo de entender muy bien por qué, en un primer momento, estimé que el "rey de los rufianes", que se nos presenta allí en El arcángel, aludía al Uriah Heep del David Copperfield (1850) de Dickens. Pero, al volver sobre ello en estas líneas y considerar que el París de la Corte de los milagros, que nos describe Victor Hugo, coincide en el tiempo con ese Londres, también del siglo XV que conoció el reinado de Enrique VI, tiendo a pensar que el modelo de Martin es esa capital francesa de la novela de Hugo y no el antagonista de David Copperfield, lo que, a todas luces, se me antoja más indicado.
Habida cuenta de que Enrique VI es "un ingenuo y un devoto", el Rey de los rufianes urdirá un plan para sacar a Jhen de la prisión simulando, mediante toda una farsa llevada cabo en una iglesia a cuyos oficios asiste el soberano, que el cielo quiere libre al arquitecto de catedrales. Es el propio Enrique quien, personalmente, va a sacar de la prisión a su amigo.
"Al día siguiente", el archidiácono de Croydon irrumpe con retraso en el banquete que se está celebrando en palacio en desagravio de Jhen para acusarle ante el rey de ser amigo de Gilles de Rais, el más pérfido de los mariscales de Francia cuyo protagonismo en la serie, la amistad que mantiene con el arquitecto especialmente, es una de las grandes singularidades de la bande dessinée. Más aún, no creo que en ninguna tradición historietística, ningún héroe tenga como camarada a un asesino en serie como Barba Azul, que le llamó Perrault en 1695, en una versión muy suavizada -tanto que es un cuento de hadas en el que los infantes que asesinaba el barón son presentados como esposas- de los perversos crímenes del más devoto de los capitanes de Juana de Arco. Maese Jhen confiesa que es cierto, que en verdad le une a él una buena amistad, pero que "a pesar de los graves defectos que manchan su reputación, el señor de Rais no se comporta peor que el duque de Berry y que los capitanes ingleses que capturan niños en tierras francesas" (pág. 34). Otra prueba irrefutable de ese patriotismo de Jacques Martin al que me refiero.
A buen seguro que, en la Edad Media menudeaban los asesinos como el que nos ocupa. Pero Gilles de Rais, incluso entonces que la nobleza tenía un poder absoluto sobre sus siervos, fue a la horca por depravado y perverso. Más aún, él mismo pidió ser castigado, convencido de que, de esta manera, el cielo habría de perdonar sus pecados. Está claro que Jacques Martin, en boca de Jhen, intenta justificar a quien no han conseguido justificar ni los quinientos ochenta y dos años transcurridos desde que fue colgado por sus abominables crímenes en el prado de la Madeleine (Nantes), ni la devoción que este par de Francia sintió por la Doncella de Orleans -hoy la santa patrona del país vecino-, a la que quiso liberar de la hoguera donde la quemaron los ingleses.
El final de esta esplendida aventura es apoteósico, cuando concluidas las obras de la catedral llega el momento de coronar su torre, se coloca allí la estatua de un arcángel. Éste no es otro que el demonio, una enorme pieza de oro, consagrada al diablo, desde la que el maligno domina toda la ciudad. Como los andamios aún rodean la edificación, Jhen sube por ellos, con la agilidad que le caracteriza para intentar derribar la monstruosa imagen. En ello está cuando se desata una prodigiosa tormenta. Un rayo prende fuego al andamiaje. Naturalmente, nuestro héroe consigue salvarse y, en la bajada, derriba al arzobispo y a su inquietante preboste.
Cuando el rey tiene noticia de lo acontecido, ordena irrumpir en la catedral con las entonces modernas culebrinas. Una vez dentro, les sorprende que no haya "ni una sola estatua", "ni la más mínima alusión a Dios y a sus santos". Allí, en el altar del templo impío, encuentran el cadáver del arzobispo, colocado grotescamente entre montones de comida.
Ya en el exterior, se ordena al artillero, que sirve la culebrina, que dispare sus proyectiles hasta derribar la estatua del maligno. Cuando lo consigue, toda la catedral se desmorona y un espectro gigantesco, el de Demon Stark, se alza sobre los cadáveres que surgen del barro de las marismas, restos de aquellos que murieron en la construcción o fueron víctimas de la depravación del arzobispo -tal fue el caso de la muchacha que le llevan sus lacayos en las viñetas donde le conocimos (pág. 9)-.
Tras el hundimiento de la catedral, se desata un huracán que lo arrasa todo y se "lleva a los hombres como briznas de paja". Cuando los vientos amainan, la mayor parte del oro de Londres se ha convertido en cenizas. Era el metal distribuido en sus pagos por el Maligno que, como su propio nombre indicaba y demostró su espectro, tuvo en Demon Stark a uno de sus demonios y en el infame arzobispo su instrumento.
Concluida la afectuosa despedida que dedican a Jhen el rey y sus amigos ingleses, sólo resta el regreso a Francia. Y es allí, sobre las aguas del Canal de la Mancha, cuando las nubes adoptan la forma del espectro de Demon Stark en la viñeta reproducida en la portada. Los vientos comienzan a desatarse. Al punto, Jhen coloca frente a los nubarrones, que amenazan con otra tormenta apoteósica, la daga que le ha regalado Enrique VI. Así, dada la imagen de la cruz que ofrece la empuñadura, los vientos, que ya arreciaban, comienzan a disiparse.
Publicado el 3 de febrero de 2023 a las 03:45.