Una lectura de Juan Goytisolo (y III)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Juan Goytisolo, "España y los españoles"
Naturalmente no faltan apuntes referidos a esas dos Españas, simbolizadas en una tela de Goya -Duelo a garrotazos (1819-1823)-, que antes de pasar al lienzo[1] fue una de las pinturas que decoraban la Quinta del sordo, el domicilio madrileño del artista; dos versiones del mismo país aludidas en el más célebre de los Proverbios y cantares (1912), del bueno de don Antonio Machado: Españolito que vienes. Cumple reconocer que, a este respecto, la sentencia de esa otra eminencia del 98 que fue Unamuno, es tan acertada como indiscutible: “Una liturgia que quemó conventos contra otra que quema incienso, ya que hoy no puede quemar herejes” (pág. 159).
Ese constante quite y desquite -que parecía haberse superado durante la Transición, al que ahora hemos vuelto por los intereses espurios de quienes nos gobiernan-, alcanzó el paroxismo en la Guerra Civil. Si no me canso de repetir que la política es la actividad más despreciable que puede ejercer el ser humano es por cuestiones como ésta. El día que la sociedad española se olvide de la política, como se olvidó de la religión -España ya no es ese país más mariano del mundo, que sí era hace cincuenta años, cuando me educaron- quedará atrás su sempiterna riña a garrotazos. Entre otras cosas, la Edad Media fue un tiempo aciago porque se iba a la guerra en nombre de Dios -las Cruzadas-. Ahora es la política la que promueve los conflictos, la religión -que incluso aquí ya es un atraso- vuelve a llevar a la gente a matarse en las teocracias de algunos países tercermundistas. Pero hoy no voy a divagar por ese derrotero.
Empiezo a coincidir con mi admirado Juan Goytisolo -al fin y al cabo, aunque yo no comparta sus ideas sobre España y lo de aceptar el Cervantes fuera toda una concesión a la ortodoxia, me sigue pareciendo uno de los intelectuales más destacados de la heterodoxia española del pasado siglo-; empiezo a coincidir con quien me ocupa -decía- en las páginas dedicadas a la posguerra. Más que a la española propiamente dicha, a la mundial. Cuando, caídas las fuerzas del EJE, España fue condenada por su antigua amistad con los vencidos en la conferencia de Potsdam (1945), el nuevo reparto del mundo que dispusieron los vencedores la dejó al margen de todo con cierta condescendencia: podían haberla invadido o declararla esa nueva guerra, que tanto anhelaban tantos de los que habían perdido la concluida en el 39, para imponer la democracia por la fuerza de las armas en la última “dictadura fascista”.
No calcularon -quienes hubieran deseado que las democracias prosiguieran aquí con su conflicto librado y felizmente concluido contra el EJE-, que, para Francia, el Reino Unido y Estados Unidos contaba mucho más el inquebrantable anticomunismo de Franco que la democracia en España. De modo que, a los paladines de la democracia universal, el aislamiento internacional les pareció suficiente castigo. Fue todo un adelanto del bloqueo al que, algunos años después, someterían a las dictaduras comunistas del Caribe. La diferencia fue que España no se convirtió en esa suerte de destino para el turismo sexual del mundo entero, al que obligan las privaciones que acarrean a las poblaciones los bloqueos que las democracias imponen a los gobiernos que no le son afectos. Aquellos, los del aislamiento, fueron los años de la autarquía y el nacionalcatolicismo.
Fue entonces cuando esa “inmanencia”, que la llama Goytisolo, esa “metafísica, ese estado místico” (Jaime Gil de Biedma) que nos lleva a la inmemorial pobreza y nuestro igualmente secular mal gobierno, alcanzó el paroxismo. Fueron los años del hambre, del frío y de las señoras con mantilla española en las procesiones, cuando todo lo que no estaba prohibido era obligatorio. Goytisolo nos los presenta a través de la visión de quien, a fe mía, es el más ponderado y objetivo de los hispanistas británicos: Gerald Brenan. Habiendo conocido España -habiéndose enamorado sinceramente de ella en 1919-, se fue horrorizado tras lo visto en la batalla de Málaga (1937) y volvió, apenas pudo, en el 49. Tras su regreso, concluye que lo que más le llama la atención es lo poco que cambiado el carácter patrio tras la contienda.
Oficialmente, la autarquía acabó en 1959, cuando Eisenhower visitó España y volvieron a abrir sus embajadas en mi amada ciudad las naciones que no habían empezado a hacerlo en los años anteriores. Pero mi cinefilia me lleva a afirmar que la autarquía, el aislamiento, comenzó a remitir cuando Albert Lewin decidió rodar aquí, en la Costa Brava, los exteriores de Pandora y el holandés errante (1950). Las leyes de la España autárquica impedían que el capital, que obtenían aquí las cintas estadounidenses, fuese llevado al extranjero. Ante este panorama Hollywood decidió empezar a rodar aquí, yendo a descubrir un país donde todo eran facilidades para emplazar la cámara.
La experiencia resultó tan provechosa para los visitantes como para los anfitriones. El Régimen descubrió lo conveniente que podía resultar potenciar internacionalmente no solo nuestro clima -aquí siempre hace buen tiempo en comparación con el sempiterno frío europeo- también nuestra idiosincrasia, nuestro pintoresquismo. Ese exotismo que la gente de los países más desarrollados quiso ver aquí, fue lo que llevó al Régimen a acuñar el célebre slogan “España es diferente”.
El franquismo siempre antepuso la realidad a sus principios, sostiene Goytisolo. Y hay que reconocer que está en lo cierto. Franco traicionó a los falangistas -persiguió exactamente igual que a los comunistas a los camisas azules que se negaron a unirse al Movimiento- y convirtió su nacionalsindicalismo original en el nacionalcatolicismo; ignoró a los monárquicos y se distanció del EJE cuando la guerra se fue decantando a favor de los aliados. Sí señor, la realidad siempre se impuso a los principios del franquismo. Cuando llegó la hora de abrir el país al turismo, la España franquista se empleó a fondo en ello.
Sobre este asunto hay una anécdota, no referida por el Cervantes, pero sobradamente conocida. No es otra que el alcalde de Benidorm quien, agobiado por las protestas de las puritanas y la beatería ante los primeros bikinis que empezaban a lucir las inglesas en el entonces incipiente municipio alicantino, pidió audiencia con el dictador. Éste se la concedió y el primer edil, muy decidido, viajó hasta El Pardo en su Vespa, le contó su problema y Franco le dijo que, si alguien volvía a ponerle algún impedimento para que las hijas de la pérfida Albión lucieran sus bikinis en la playa, se lo hiciese saber. A partir de entonces, los bikinis empezaron a verse en España como en cualquier otro sitio. Puede que la normalización de este popular traje de baño marcase el fin del nacionalcatolicismo.
La buena disposición del Régimen para el turismo, y en una medida mucho menor las noticias y divisas del extranjero que traían a su regreso los emigrantes, hicieron que, entre finales de los años 50 y mediados de los 70, España se abriese a los países de su entorno como no lo había hecho nunca. En un corto espacio de tiempo, el tramo final del franquismo, reconocido por el mismo Juan Goytisolo, el país cambió mucho más de lo que lo había hecho desde los tiempos de los Reyes Católicos hasta los años del nacionalcatolicismo. España había dejado de ser diferente y, en esto, estoy totalmente de acuerdo con el autor. “Toda una línea del pensamiento español, desde Quevedo hasta Menéndez Pidal y Unamuno, había decretado que los españoles, por el mero hecho de serlo, poseían un destino particular y privilegiado, ajeno a las leyes económicas y sociales del mundo moderno. Fundándose en una concepción metafísica del hombre, pretendían elaborar una imagen distinta de la de los demás seres humanos: la de un ser sediento de absoluto, preocupado ante todo por la muerte” (pág. 190). Y todo eso cambió con el turismo.
Un último apunte, fue Gerald Brenan quien dijo, en La faz actual de España (1949), que nuestro país está edificado sobre “el temor y la antipatía frente a la naturaleza”. Particularmente, yo, que odio la naturaleza, celebro que así sea. Lo que lamento es que, como defiende Goytisolo, eso también esté cambiando -empezó a hacerlo a finales de los 70, cuando aquí llegó la eclosión de la ecología, como lo hizo al resto de las sociedades occidentales y veremos como acaba todo con los nuevos bríos del siempre infausto ruralismo. Y lamento igualmente esa costumbre -a decir de Brenan heredada de los árabes- que tenemos los españoles de vivir apilados unos encima de otros (pág. 189). Máxime desde que, de un tiempo a esta parte, los vecinos de la torre donde habito han tenido a bien perpetrar en ella todos los desatinos a los que hemos asistido y la ociosidad, que les ha traído su reciente jubilación, les ha inspirado.
[1] El revocado a lienzo, como el de todas las Pinturas negras, igualmente integrantes de la decoración de la Quinta del sordo, fue ordenado en 1874 por el barón Erlanger, un banquero francés, nuevo propietario de la antigua residencia madrileña de Goya, quien pretendía vender las obras en la Exposición Universal celebrada en París en 1878.
Publicado el 20 de enero de 2023 a las 02:15.