Una lectura de Juan Goytisolo (II)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Juan Goytisolo, "España y los españoles"
Además de la desatinada ocurrencia de subir los patinetes a las aceras, hay dos hechos que me confirman que, durante su nefasta y afortunadamente efímera gestión, la buena de Manuela Carmena en modo alguno fue esa abuelita entrañable que pretendía ser. Muy por el contrario, fue una de las principales impulsoras de las leyes del rencor y siempre estuvo más atenta a practicar la política que no pudo hacer durante el franquismo que a la municipalidad de mi amado Madrid. El primero de los hechos a los que me refiero fue su arremetida contra la cabalgata de los Reyes Magos -el gran regalo del Consistorio a la infancia de la ciudad desde unos años antes de que yo mismo fuera uno de los niños que todos los cinco de enero acudía ilusionado a ver a sus Majestades-; el segundo, dedicarle a Juan Goytisolo la plaza de Sánchez Bustillo, como se conocía popularmente a la explanada que se extiende delante del Reina Sofía.
Ambas iniciativas obedecían a lo mismo. La cabalgata, me comentaba Juan Antonio Gómez-Angulo cuando era el concejal de cultura y yo uno de los miembros del jurado del desfile de carrozas del Carnaval, es el más costoso de todos los festejos organizados por el ayuntamiento. Aunque fue una decisión del conde de Mayalde, todos los alcaldes que le sucedieron, incluidos los socialistas Enrique Tierno Galván y Juan Barranco, la respetaron. Pero Carmena no vio en aquellas carrozas, inocentes como cuanto concierne a la epifanía, más que la obra de un falangista que, antes que alcalde de Madrid fue director general de seguridad y embajador de España en la Alemania nazi. De modo, que, con anterioridad a quitarle la calle, que el consistorio de Álvarez del Manzano dedicó al "Alcalde conde de Mayalde", que rezaba en la placa de sus esquinas, y dedicársela al ingeniero republicano Emilio Herrera, la alcaldesa convirtió la cabalgata de Reyes en una suerte de pasacalles con saltimbanquis alternativos que supuso un auténtico escándalo y fue objeto del rechazo general.
Lo de quitarle la plaza a ese otro alcalde que fuera Sánchez Bustillo -este ni siquiera facha, solamente conservador- para dársela a Juan Goytisolo, no tuvo repercusión alguna. Fue uno de los ponentes de aquel nueve de junio de 2018, en el acto del cambio de nombre, el entonces director del Reina Sofía José Guiraó -que al parecer trató mucho a Goytisolo en su etapa almeriense- quien recordó al escritor como "un feroz enemigo de la España ortodoxa y un defensor de la España heterodoxa".
En su argumentación sobre la mentecatez del resto de España, a excepción de Cataluña, cita el escritor -barcelonés, recuérdese- a un hispanista francés, el historiador Pierre Vilar (1903-206): "En Cataluña hay una burguesía activa y toda suerte de capas medias acomodadas que cultivan el trabajo, el ahorro y el esfuerzo individuales, interesadas por el proteccionismo, la libertad política y la extensión del poder de compra. En el resto de España dominan los viejos modos de vida: el campesino cultiva para vivir y no para vender; el propietario no busca acumular ni invertir; el hidalgo, para no desmerecer, busca refugio en el Ejército o en la Iglesia, y el burgués madrileño, en la política o en la administración" (pág. 156). Llegado a este punto, Goytisolo, mucho menos catalanista de lo que pueda parecer en estos pasajes, justo es reconocerlo -hasta donde yo sé, nunca firmó sus libros como Joan- se pierde en argumentos sobre la rivalidad entre Cataluña y Castilla.
Nada más representativo de la España ortodoxa que Madrid. Aunque Carmena lo obviase, mi amada ciudad, para Goytisolo no es más que el lugar donde acuden a medrar los funcionarios. Bien es cierto que ésa es la idea generalizada de la izquierda, que en el vasallaje que debe a esos lugares de la "periferia", que quieren acabar con la España ortodoxa, se rinde sin contemplaciones a uno de sus principales objetivos: la descapitalización de Madrid.
El atraso con el que la España eterna, ortodoxa y heterodoxa, entra en el siglo XX -del que, por supuesto, no la salvará, ni de lejos, la II República que se cree la panacea para ello- convierte a la antigua metrópoli del imperio donde no se ponía el Sol en un territorio exótico, casi mítico, para los viajeros extranjeros. Los descendientes de aquellos que, enemigos declarados de la Monarquía Hispánica -ingleses, holandeses, franceses, italianos...- acuñaron execrables estereotipos sobre el conjunto de los españoles y su cultura en la célebre Leyenda Negra[1], comienzan a descubrir el exotismo que para ellos tiene nuestro país. Goytisolo, naturalmente, es uno de esos españoles que creyeron sin dudar en todas las injurias de la Leyenda Negra[2]. Agotados los encantos de la Antigüedad clásica, que con tanta fascinación encontraron los viajeros decimonónicos ingleses y franceses -recuérdese a lord Byron y a Stendhal- en Italia y Grecia, respectivamente, les llega el turno al pintoresquismo de España y Marruecos.
Sobre este punto, el autor desarrolla una interesante teoría -todas lo son, aunque yo no las comparta-: "el atraso vivido por un pueblo se presta a la contemplación estética de otro". Así, hay un afán de "humanidad", que la gente de los países desarrollados busca en los que no lo son. El mismo Goytisolo se reconoce tendente a ello. Una prolongada estancia en "los países de sociedad industrial me ha sensibilizado al encanto un tanto salvaje y áspero del paisaje preindustrial", reconoce.
De este modo, ya afincado en Francia durante su convivencia con la guionista Monique Lange, fue -como el mismo nos recuerda- "uno de los primeros españoles que captó la belleza sombría del suelo de Almería. Sí señor, descubrió "el grandioso y alucinante desierto rocoso de Tabernas", antes que el cine, especialmente el spaghetti western. Campos de Níjar (1960) es otro de esos textos de Juan Goytisolo que atesoro con mimo, cuya lectura, acuciado por lo placentera -empero mis numerosos desacuerdos- que me ha resultado la de este España y los españoles no tardaré en acometer.
Pero por ahora estamos con los europeos, especialmente ingleses y franceses, que arriban a la España de los analfabetos y miserables, la de antes de la Guerra Civil. Llegan a aquí maravillados por su auténtico primitivismo. Hay un momento en El cielo protector (Paul Bowles, 1949), en que Kit Moresby -en esta novela, como es sabido, trasunto de la escritora estadounidense Jane Bowles-, durante un viaje por Marruecos lo encuentra parecidísimo a España. Cierto, ya estamos en una época algo posterior: la posguerra mundial. Mas, ese exotismo que encontraban aquí los anglosajones, Goytisolo los sintetiza en un par de viajeros.
El primero de ellos es el manido Hemingway, de quien, particularmente, yo no acabo de entender su secreto. No sé si fue un agente al servicio del estalinismo por su postura ante el asesinato de José Robles -el traductor español de John Dos Passos- a manos de los sicarios de Stalin en el Madrid de la Guerra; o si, por el contrario, habida cuenta de todos los agasajos de los que fue objeto durante el franquismo, el autor de Fiesta (1926) fue un quintacolumnista al servicio de los alzados.
En cualquier caso, en líneas generales, comparto plenamente la idea que Goytisolo tiene sobre todo ese erotismo de la muerte al que, a raíz de Hemingway, se alude en la lidia. Soy animalista, por supuesto. Entre los mejores recuerdos de mi vida guardo los de mi perra, camarada infatigable. Ahora bien, no comparto ese animalismo que carga contra la tauromaquia por arremeter contra España. El procedimiento es semejante al que llevó a Manuela Carmena a cargar contra la cabalgata por arremeter contra el legado del conde de Mayalde, o igual de dudoso del de quienes impulsaron la prohibición de la venta de las muñecas de Chiclana en Cataluña.
Muchos de los que se manifiestan y organizan toda suerte de performances contra los toros, se sientan a la mesa y son todo lo carnívoros que su obesidad nos demuestra. No van contra la lidia, van contra la España que la lidia representa, y yo, que únicamente fui a una corrida de niño y no me gustó nada, me posiciono contra ellos, no por defender una tradición, que en sí misma no me interesa nada, sino por defender a esa España en cuyo amor me educaron.
Sostiene Goytisolo, y no albergo duda alguna de que está en lo cierto, que esa muerte que se da en el ruedo es un espectáculo lo bastante suavizado como para que no resulte desagradable a los turistas, que donde la crueldad de la fiesta nacional alcanza el paroxismo es en las atrocidades que se le hacen a las reses en las fiestas de algunos pueblos. Aquí también coincido con el Cervantes de 2014. Y me descubro ante su crítica a escritores tan rancios como carpetovetónicos -Menéndez Pidal, Unamuno, Machado... El 98 en pleno- a quienes viene a rebatir Goytisolo. Con lo que no estoy de acuerdo es en esa condena de la España ortodoxa, a que él llega utilizando sus argumentos de los autores rancios y carpetovetónicos. Es cuestión de mi profundo amor a Madrid y a España. Como es sabido, el corazón tiene motivos que la razón no entiende.
(continúa en el asiento siguiente)
[1] Sobre el origen iconográfico de la Leyenda Negra, que, además de para la difamación de nuestro país sirvió para dar a conocer los asombrosos avances de la imprenta desde finales del siglo XV hasta 1648, cuando, con la firma de la Paz de Westfalia, España dejó de ser la primera potencia militar del mundo y las injurias y difamaciones cejaron, hay un interesantísimo libro de Melquiades Prieto, La guerra de papel (Modus Operandi, Madrid, 2020).
[2] Aunque los italianos no se referían a la "casta militar castellana", sino a uno de los territorios periféricos, conquistados por Castilla, cuando hablaban de los "bárbaros hispanos, de sus papas catalanes y marranos"
Publicado el 17 de enero de 2023 a las 04:30.