Una lectura de Juan Goytisolo (I)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Juan Goytisolo, "España y los españoles"
Mediados los años 80, leí con sumo interés la trilogía "Del desarraigo y la ruptura" de Juan Goytisolo -Señas de identidad (1966), Reivindicación del conde don Julián (1970), Juan sin tierra (1975)- y debo confesar que, formalmente, me impresionaron las tres como no lo había hecho novela española alguna. Más aún, a diferencia de todos esos lectores que descubren el monólogo interior con el Ulises (1922) de James Joyce, o Mientras agonizo (1930) de William Faulkner, yo supe por primera vez de este fluir de la conciencia con Reivindicación del conde don Julian.
Ahora bien, aunque las formas me dejaron cautivado, el fondo, la idea que preside el conjunto del tríptico, me desagradó. Se trata al cabo del derribo de una España en cuyo amor fui educado y nunca, aunque pudiera parecerlo a raíz de todas las majaderías de mi juventud, he dejado de amar. Incluso entonces, con veinticinco años, cuando desairar a la madre y a la patria me hacía creerme más dichoso, hubo algo que me chocó sobremanera en la Reivindicación... El conde no es otro que aquel encargado de la vigilancia de Ceuta, quien, por vengarse del ultraje cometido a su hija por el rey don Rodrigo -el último de los reyes visigodos (siglo VIII)-, abrió la Península a los árabes. Un personaje, en fin, denostado incluso por el marqués de Sade de Los crímenes del amor (1799). Sí señor, en uno de sus pocos textos alejados del sexo explícito y los suplicios magnificados, Sade incluye el "relato alegórico" Rodrigo o la torre encantada sobre el conde felón reivindicado por Goytisolo.
Pese a todo lo que me he inclinado a la experimentación artística y literaria desde que empecé a tener mis propios criterios, esa crítica furibunda contra mi país terminó por apartarme de la obra de Juan Goytisolo. De modo que me quedé con ganas de leer algo de su producción ensayística, tan celebrada por la disidencia cuando él la escribía como por la oficialidad de nuestros días, en que se ha convertido esa antigua disidencia: la misma que le distinguió con el premio Cervantes en 2014. Hoy, que lo establecido es la ciudadanía mundial, lo revolucionario es amar a esa España que Goytisolo niega.
Acaso consciente de que cuando el tiempo hubiera ampliado mis perspectivas -o templado mi ánimo- habría de volver a Juan Goytisolo, aunque empecé a apartarlo de mis lecturas, compré y atesoré con mimo El furgón de cola (1967), España y los españoles (1979) y su edición de la obra inglesa de José María Blanco White, el primero de los heterodoxos decimonónicos patrios, aunque él nunca quiso ser español y, en efecto, dejó de serlo. El segundo de estos textos, España y los españoles, me ha ocupado en mi último viaje a Gijón y aquí estoy con las conclusiones.
Hace mucho tiempo, en las ferias del libro de finales de los años 70, comencé a hacerme con algunos ejemplares de Palabra e Imagen, una colección puesta en marcha a principios de esa misma década por la editorial Lumen, que entonces aún se dedicaba a la literatura en general, y no sólo a la femenina, como viene haciendo de un tiempo a esta parte. Una tumba (1971), un relato del hoy olvidado Juan Benet con fotos de Colita, Informe personal sobre el alba (1970), de Carlos Barral con instantáneas de César Malet y, sobre todo, Veinticinco poemas de Cavafis (1971), una traducción de Juan Ferraté con imágenes de Dick Frisell son algunos de los títulos que atesoro. Desde que leí el último, allá por el año 79, los vertidos en aquellas páginas -de tosca cartulina, por cierto- han sido mis versos de cabecera del poeta griego.
Unos quince años después, cuando Juan Cruz se hizo cargo de Alfaguara, recuperó Palabra e Imagen con este sello. Beatriz Salama -la persona que llevaba entonces la prensa de la editorial- me obsequió gentilmente la nueva edición de Neutral Corner (1996), de Ignacio Aldecoa, con fotografías de Ramón Masats.
Fue en una de las presentaciones de aquella Alfaguara donde tuve oportunidad de conocer a Juan Goytisolo. Mejor dicho, de participar en una rueda de prensa, que nos concedió a media docena de periodistas, en el Club Internacional de Prensa de la calle Monte Esquinza de Madrid. A lo que voy es que, Palabra e imagen es una colección para mí entrañable y, dada la profusión de fotografías que ilustran España y los españoles -todas en la línea del documentalismo de los años 60 que rezuman las de Colita y demás en los títulos referidos- he creído, a medida que avanzaba en mi regreso a Juan Goytisolo, que su ensayo también nació obedeciendo a aquella iniciativa. Máxime considerando que España y los españoles también fue dado a la imprenta por Lumen en 1979 en su primera edición patria. Pero la príncipe está fechada en Frankfurt, con el sello de Verlag C. J. Bucher, en el 69. Un dato concluyente con el que mi primera teoría se me desmoronó.
Sostiene Goytisolo que la tarea del escritor consiste en la desmitificación. Mitómano como soy, poseedor de toda una mitología personal y siempre afanoso por aumentarla, ésa ha sido mi primera divergencia con el autor de la trilogía "Del desarraigo y la ruptura" por mucho que su prosa ensayística me cautive tanto o más que la experimental. Comienza la destrucción de la idea de España -sin duda mi primer mito porque aquí concebí todos los demás mientras era el niño más feliz del mundo- refiriéndose a cierta inmanencia, que hace a autores como Menéndez Pidal considerar que Séneca y Marcial ya eran escritores españoles pese a haber vivido varios siglos antes de que España como tal -la que nace con los Reyes Católicos- existiera. Idéntica dignidad concede Ortega y Gasset al emperador Trajano. Goytisolo rebate al sabio cántabro y al pensador madrileño dando a entender que esa españolidad que conceden a los ilustres y sobresalientes nacidos en el solar patrio antes de que la patria fuera tal -lo que empieza a ser con Isabel y Fernando- es una idea racista ya que esa misma españolidad es negada a los árabes, que permanecieron ocho siglos en la Península, y a los hebreos.
No tengo ninguna simpatía por el sabio cántabro, uno de los grandes defensores de la ortodoxia, católica y en general. Por el madrileño -que también me es un gran desconocido-, sí: ¡me sorprendió tan gratamente en el único texto suyo que he tenido oportunidad de leer! Pero me inclino a pensar que esa inmanencia, que Juan Goytisolo condena y Menéndez Pidal y Ortega ensalzan, viene dada por las características que confiere el nacer aquí y no en otro lugar. Para el catalán, este orgullo autóctono es característico de lo que él llama "la casta militar de Castilla, que impuso sus normas a las minorías divergentes y a las zonas periféricas de la Península a finales del siglo XV".
Con los Reyes Católicos, el ideal castellano, religioso y guerrero -esos españoles, mitad monje y mitad soldados, que todavía menudeaban entre los que me educaron exactamente igual que lo hubieran hecho con el mejor de sus hijos y me enseñaron a amar a mi país- se acabó de expulsar a los árabes -a quienes abrió la puerta el conde felón-, al igual que a los judíos, se descubrió y se conquistó América y, en nombre de la Contrarreforma, los tercios españoles se batieron en cuantas guerras de religión fue menester. El de aquella España, en cuyos dominios nunca se ponía el Sol, es un mito "al que la realidad parece ceder (...). Por su vigor es comparable al de la guerra santa de los árabes iluminados por la palabra de Mahoma".
Yo, que también tengo la Historia de España (1967) del Marqués de Lozoya entre mis lecturas más entrañables, y en tan alto como la oficialidad de nuestros días pueda tener las historias de mi país debidas a los hispanistas británicos, pongo en duda lo que sostiene Goytisolo. Entre los escritores a los que dirige sus críticas, no falta Quevedo. Es uno de los pocos que ve la decadencia, que sucederá al fin del poderío militar español tras la derrota de la Armada Invencible (1588) y la caída del último tercio en la batalla de Rocroi (1643). Aun así, a decir de Goytisolo Quevedo está imbuido por ese orgullo del cristiano viejo por su manifiesta hostilidad hacia las actividades comerciales o artesanas. "Su infierno poético está poblado de comerciantes, médicos, taberneros, etc., oficios todos propios de los españoles de casta hebrea o morisca" (pág. 32). Para Quevedo, la de las armas, es la única carrera noble y digna para un español.
En ese rechazo del castellano viejo, que sólo atiende al mito del pasado militar español, de la ciencia, el comercio y el resto de los valores de la burguesía que emerge en el siglo XVII, radica el origen del alejamiento de España del desarrollo que comienzan a experimentar el resto de los países europeos. Y seguramente fue así. Fue entonces, sostiene Goytisolo, cuando España comenzó a ser diferente. Pero, a fe mía, fue hermoso y romántico: un país entero resultó ser entonces como uno de esos nobles venidos a menos que habitan en las ruinas de su heredad. Un país sin barcos, pero con honra.
Ese destino patrio tiene uno de sus mayores símbolos en la aridez del paisaje castellano, "que llaman tierra de campos cuando son campos de tierra", que decía Machado. Comparto plenamente, eso sí, el rechazo que le inspiran a Goytisolo Machado, Unamuno, Azorín y la generación del 98 en pleno con su mitificación de la aridez de Castilla. Se me antojan tan rancios como la ortodoxia de don Ramón Menéndez Pidal. Machado, además, un pederasta porque se casó con una niña de trece años. Ahora bien, lo que me resulta sorprendente, casi increíble, es esa supuesta fobia de los labriegos castellanos a los árboles. "En realidad, el amor de Unamuno por las planicies desnudas de Castilla responde a una vieja tradición peninsular -apunta en la pág. 139-. Los ilustrados habían advertido ya la hostilidad hereditaria de los aldeanos españoles hacia el árbol". Según el hispanista francés Georges-Nicolas Desdevises du Dezért -autor de La España del Antiguo Régimen (1909)-, el campesinado castellano tiene la teoría de que "los árboles atraen la humedad y empañan la pureza del aire". Soy urbano hasta la médula, tengo alergia al terreno sin urbanizar. Pero ese odio secular del campo español al árbol, que presupone el hispanista francés, se me antoja una ocurrencia. Por otro lado, los hispanistas franceses pueden llegar a ser tan discutibles como sus pares británicos puestos a escribir sobre el franquismo y la Guerra Civil. Recuérdese que fue otro hispanista francés -Prosper Mérimée-, quien inventó la españolada en Carmen (1847), la novela que en 1875 dio origen a la ópera de Bizet y que tan ofensiva -por caricaturizar nuestra idiosincrasia- nos ha resultado desde siempre a los españoles que amamos a nuestro país.
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Publicado el 10 de enero de 2023 a las 01:15.