Volver a Dashiell Hammett (y II)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, La maldición de los Dain, Dashiell Hammett
Cada uno de los casos le es encargado al Agente de la Continental por un cliente nuevo y diferente. Pero todos tienen que ver con un misterio de los Dain. El segundo, El Templo, le es confiado al detective por Madison Andrews, abogada de Leggett. Gabrielle, como tantos toxicómanos, ha caído en las redes de una secta: El Templo del Santo Grial. Que Owen Fitzstephan nos recuerde que es la misma a la que Arthur Machen dedicó sus investigaciones (pág. 98) me lleva a pensar que Hammett era un lector de su colega galés, y además tan entusiasta como yo mismo. Naturalmente, esto no quita para que los sectarios también sean unos farsantes. Todo lo contrario, tiendo a pensar que el gran Machen los investigaba para desenmascararlos y Hammett se refiere a ellos a modo de homenaje a su colega del otro lado del Atlántico.
Los del Templo practican la supuesta hechicería en privado, en la habitación de sus víctimas. Para ir creando el ambiente, aromatizan el espacio con un gas perfumado, que anula la voluntad del desdichado, y crean una ilusión para que el infeliz, que ha caído en las redes de los sectarios del Grial, imagine haber visto a un espectro. Hay una historia de Ross McDonald, la primera de su Harper, El blanco móvil (1949), en la que también hay abducidos por un culto. Hasta en este detalle se percibe la huella de Hammett, como en él la de Machen por lo mismo. Indiscutiblemente, este viejo detective de la agencia Pinkerton de Baltimore y futuro represaliado por mccarthismo es uno de los pilares del noir. Eso sí, en estas páginas se muestra más detectivesco que hard boiled.
Ni que decir tiene que quienes caen en las redes de un partido político están aún más abducidos que cualquier víctima de una secta. Para ellos el fantasma es la redención de los pobres o de la patria, según el lado del espectro político desde el que se les haya lavado el cerebro. Pero hoy vengo a escribir sobre Joseph Haldorn, el director de la sección del Templo del Santo Grial que nos ocupa. Naturalmente, aunque está casado con Aaronia, que también es su compinche en el timo -sacar a Gabrielle cuánto dinero sea posible-, se ha enamorado perdidamente de ella. La joven es una morfinómana. Es presa fácil, por lo tanto, de personajes tan infaustos como todos aquellos sinvergüenzas que, en la España de mi juventud, a cuenta de la desintoxicación de los yonquis, los ponían a trabajar como esclavos en su residencias y organizaciones.
Sin embargo, Gabrielle ha ido al Templo abrumada por la maldición de la que cree firmemente ser depositaria. No es para menos considerando que la indujeron a matar a su propia madre.
En esta segunda pieza, el muerto es Haldorn, quien paga con su vida haberse enamorado de Gabrielle después de haberla querido estafar. Es la propia Gabrielle quien le confiesa al agente que ha matado al director del Templo. Y la cosa queda ahí puesto que Madison sólo le contrató para que vigilase a la joven mientras ella se desintoxicaba en la secta.
Quesada, es el título del tercer capítulo en la pésima traducción de Corbalán. Durante su lectura he recordado que la compré, hace treinta y muchos años, a precio de saldo en una de las ferias de libros antiguos y de lance, que todos los otoños y las primaveras animan el paseo de Recoletos de mi querida ciudad. No hay duda de que la edición no merece más. Puede que la portada, tan representativa de la ilustración de los años 70, sea lo mejor. Tras posponer su lectura durante esas casi cuatro décadas, siempre relegándola a la finalización de otras, de más interés o enjundia, me puse a ello hace un par de semanas, acuciado por ese olvido en el que ha caído la obra de Hammett, para mayor gloria de la de su discípulo, Raymond Chandler, y creo haber comprendido la causa de que la posteridad haya sido así con el creador de Sam Spade.
Quesada -decía- es también el nombre del pequeño municipio californiano en el que Gabrielle busca refugio junto a su marido, Eric Collison, después de que en el Templo del Santo Grial se desencadenen los acontecimientos. Sigue siendo una morfinómana, de modo que a Owen Fitzstephan no le resulta difícil urdir un plan perverso haciéndola creer que también ha sido ella la que ha dado muerte a su marido. Al fin y al cabo, ya es una parricida.
El tal Fitzstephan es un novelista -ocupación de la que el autor se vale mucho menos de lo que pensé para hacer crítica literaria- que gusta de dar información tendenciosa, cuando no falsa, al agente de la Continental. Asesino de Alice Dain y cómplice del de Edgar Leggett, todas las intrigas que Fitzstephan ha urdido han obedecido a un único fin: conseguir a Gabrielle. Compinchado con los Haldorn, cuando el doctor Riese -el médico de Gabrielle- descubre ocasionalmente la inteligencia a la que ha llegado con los líderes de los sectarios, la sorpresa le cuesta la vida.
Ya en Quesada, Fitzstephan contrató a un asesino, Harve Widden, para matar a Eric Collinson. Tras un primer intento fallido, lo que le sirvió a Collison para mandar un telegrama al de la Continental, consiguió arrojarlo por un acantilado. Posteriormente, Widden -temiéndose que Fitzstephan no le pagase los mil dólares acordados- secuestró a Gabrielle. No le fue difícil considerando que la joven siempre está narcotizada. El detective, tras liberarla, también ha de desintoxicarla; es decir, mantenerla encerrada sin morfina.
"No puede negar que mi sangre está maldita, y que todo el que se acerca mí sufre las consecuencias", comenta Gabrielle al agente en uno de sus ejercicios de autocompasión (pág. 167). Hammett utiliza dichas autocomplacencias como Agatha Christie utilizaba las explicaciones de Hércules Poirot, a todos los sospechosos del crimen antes de descubrir al culpable, para hacer lo mismo. A fe mía que se trata de una mecánica algo manida. No hay duda, en estas páginas, su autor está más cerca de la ficción detectivesca que del noir.
En cuanto a la maldición, que parece estigmatizar a Gabrielle -desmontada por el agente en esas explicaciones que le dedica para rebatir la autocompasión de la muchacha-, antes que procurar la muerte a quienes se acercan a ella, como la propia Gabrielle cree, bien pudiera consistir en magnetizar de la forma que lo hace a tipos turbios. Incluso hay un intento de seducción al de la Continental mientras éste le acompaña en su desintoxicación.
Ya abundando en esas lecturas colaterales, siempre tan enriquecedoras, he creído entender, en alguna de las inglesas, que esa cuarta pieza, que integra el conjunto de los relatos sobre los Dain, se refiere al desmoronamiento de la maldición. De modo que bien podría estar integrada en este Quesada, dada la escasa calidad de mi traducción y de mi edición, no sería de extrañar. Este cuarto texto es el que más me ha gustado. Pero, en su conjunto, el libro me ha resultado algo decepcionante. Algo así como El hombre de Chinatown, aquella película que, en 1982, Win Wenders dedicó al escritor.
Publicado el 26 de noviembre de 2022 a las 04:45.