Los cuentos de Stephen King (y VII)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, "Pesadillas y alucinaciones", Stephen King
(viene del asiento del 18 de junio de 2022)
Durante varios años cubrí para el diario El Mundo Getafe Negro. Entre las numerosas, y siempre interesantes, ruedas de prensa a las que asistí en la ya tradicional convocatoria -"el festival de novela policiaca de Madrid", puntualizaba en mis crónicas-, hubo una en la que escuché a Jo Nesbø asegurar que había leído antes a los discípulos de Raymond Chandler que al propio Chandler. Que uno de los pilares del noir escandinavo -y dado ese lugar que ocupa la ficción criminal en nuestro tiempo, algo así como el naturalismo en la literatura finisecular decimonónica- se manifestase en semejantes términos, fue a convencerme de que Chandler es uno de los autores -por encima de nacionalidades y de épocas- con mayor trascendencia en la novela de nuestros días.
Stephen King, naturalmente, se había dado cuenta mucho antes que yo. Así, la ironía y el cinismo de Umney, el detective que protagoniza El último caso de Umney, son los mismos que los de Philip Marlowe. Conocemos a Umney en lo que para él parece ser otra mañana más de Los Ángeles en 1938, 1939 o 1940. Hasta que resulta ser la mañana en la que todo se le vendrá abajo.
Viniendo como venimos de una reinterpretación del estilo de Conan Doyle cuando escribe sobre Holmes, El caso del doctor, no acabo de dilucidar si estamos ante un par de pastiches socarrones de las dos principales formas del relato criminal o ante un ejercicio metaliterario. De ser este segundo el caso, bien podría entenderse como esa práctica, frecuente entre algunos artistas, aún neófitos, quienes, para dar cuenta de la pericia de su pintura, copian Las meninas o La Gioconda a modo de reválida.
La idolatría universal que se tributa a Raymond Chandler lo convierte en canónico. Así pues, escribir a su modo, bien puede entenderse como una prueba a la que ha de someterse, aunque sólo sea una vez, cualquier autor, en un momento dado, a lo largo de su carrera.
Superada con sobresaliente esta reválida, King nos descubre esa faceta fantástica -su inconfundible impronta-, cuando Umney, dándole vueltas a todos los desdenes que le han dedicado esa misma mañana sus conocidos, recibe la visita de un cliente. Este resulta ser Landry, el novelista que le creó, quien, a consecuencia de la medicación que está tomando para tratarse un herpes cerebral, se ha visto inmerso en el mundo de su personaje.
Puedo estar equivocado, pero me da la impresión de que José Carvalho, el detective de Vázquez Montalbán, está cayendo en el olvido. Desde luego, el Montalbano de Andrea Camillieri, su reconocido discípulo, tiene mucha más presencia que el gallego en cuanto concierne a la ficción criminal actual. Con todo, una de las costumbres más arraigadas en Carvalho -condenar los libros que considera oportuno a la hoguera o, lo que es lo mismo, hacer crítica literaria dentro de una ficción-, se remonta, como poco, a la primera parte de El Quijote. Cuando, vapuleado literalmente tras su primera salida, Alonso Quijano regresa y el ama, junto a la sobrina, piden al barbero y al cura que quemen los textos de la biblioteca del de la triste figura. A su entender, son la causa de la sequedad de la sesera del hidalgo.
Salvando todas las distancias que sean menester, en esa misma línea de aludir a otros textos dentro del propio, en esa osmosis, en esa trasposición de personalidades que comienza a darse entre Umney y Landry, King nos hace ver cómo la impronta de Hemingway se percibe en Chandler, al igual que la de Dashiell Hammett, el favorito del padre de Marlowe.
En otra rueda de prensa de Getafe Negro -esta por videoconferencia- tuve oportunidad de preguntar a Michael Connelly por qué, a su juicio, el creador de Sam Spade había caído en el olvido donde languidece, siendo, como es, el modelo del dios Chandler. Con mucho acierto, Connelly me respondió que el universo de Hammett se había quedado obsoleto. De lo que dice el sabio no debemos dudar, Dashiell Hammett ahora se antoja mucho más cerca de William Faulkner, también medio olvidado, aunque escribió una novela negra de la talla de Santuario (1931) que de ningún otro autor.
Hace unos días se cumplió el sesenta aniversario de la muerte de Faulkner y, pese a que yo tengo colgado un artículo sobre él desde el 92 -cuando King pergeñaba El último caso de Umney más o menos- y hubiera podido recuperarlo, no me he molestado en hacerlo. Poco o nada he visto sobre la efeméride.
Ya en las notas finales, donde el maestro de Maine explica los detalles de la creación de la mayor parte de las piezas aquí reunidas, escribe: "Desde que los descubriera en la universidad, he sido siempre un apasionado de Raymond Chandler y Ross McDonald". Más adelante, King también acusa ese olvido de otros grandes autores por el culto a Chandler. Para él no es Hammett, es McDonald. Incluso llega más lejos al afirmar que fue merced a las novelas de la serie de Lew Archer escritas por McDonald con las que dio rienda suelta a su imaginación.
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Hace cincuenta años me dio por jugar al beisbol porque lo veía en las películas. Por lo demás, ni éste ni ningún otro deporte me ha interesado de verdad. Unos porque se practican en equipo y siempre he sido un individualista nato; otros porque me aburren, el deporte ya me parecía alienante incluso antes de saber que en efecto lo es. Ante este panorama, apenas me di cuenta de que Baja la cabeza trata sobre la temporada de un equipo de beisbol, el Bangor West, en una liga menor, los prejuicios que tengo contra cualquier práctica deportiva hicieron de la lectura de estas páginas algo incómodo. Hasta que el tono nostálgico que King sabe imprimir al texto me ganó. Según comenta el de Maine en las Notas del final, escribió sobre deportes por dinero. Ése fue el motivo de que en la temporada de 1989 siguiera a los Bangor West enviando sus crónicas a The New Yorker. Como la escritura mercenaria -que yo mismo he practicado con tanta frecuencia- me merece todos los respetos, no tengo nada más que decir. Salvo que sigo sin comprender el esfuerzo de los deportistas, eso de superar el cansancio cuando les flaquean las fuerzas.
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El resto es un poema -Agosto en Brooklyn- también alusivo al Bangor West, al que no he acabado de encontrarle la gracia y la reinterpretación de una parábola hindú -El mendigo y el diamante- sobre un indigente que es incapaz de dar con un fabuloso diamante pese a que Dios lo pone en su camino.
Sin olvidar las célebres Notas, donde King cuenta lo que estima oportuno sobre los relatos aquí reunidos. Estas últimas líneas son el mejor colofón, toda una puntualización. Pero también nos demuestran algo de lo que el maestro de Maine viene a jactarse, aunque parezca lo contrario: cualquier editor le publicaría hasta la lista de la compra porque cualquier texto de este autor tiene las ventas millonarias garantizadas.
Publicado el 23 de julio de 2022 a las 05:00.