Que la tierra le sea leve a Jean-Louis Trintignant
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Un hombre y una mujer
Sirvan estas palabras para acusar la muerte de Jean-Louis Trintignant, que, como el amante del cine, europeo en general y francés en especial, que soy, he sentido sobremanera. Si, al igual que vengo haciendo desde hace ya tantos años con tantos otros actores, no escribí estas líneas el pasado viernes, tras la noticia de su fallecimiento, se ha debido a los artículos que me ocupaban entonces. Pero mi demora en el tributo no ha de tomarse como indiferencia ante el óbito de un intérprete por el que sentí mucha simpatía.
Descubrí al ya finado de un modo curioso. Esa afición mía al cine francés tiene su origen en la de mi madre -y en que conocí París con veinte años- y una de las cintas francesas que más le gustaban a la autora de mis días; más aún, una de sus películas favoritas, fue Un hombre y una mujer (1966), el gran éxito de público de Claude Lelouch. El hombre -Jean-Louis Duroc- era Trintignant.
Como ya he escrito en alguna parte, en 2007 tuve oportunidad de entrevistar a Lelouch con motivo de una retrospectiva que le dedicó la Muestra de Cine Europeo Ciudad de Segovia y lo primero que hice fue comentárselo. Mi actividad periodística me ha permitido conocer a muchos cineastas a los que admiro y pocos se han mostrado tan halagados ante los elogios que les he dedicado como Lelouch ante aquél. No le dije más que la verdad, que mi progenitora tardó mucho en poder ver su película porque, cuando íbamos al cine -una o dos veces a la semana- siempre se sacrificaba para llevarme a ver a mí una del oeste. Lo de llamarlas westerns aún estaba por llegar. Debió de ser entonces, o no mucho tiempo después, cuando escuché al entrañable crítico Alfonso Sánchez llamar "filmes" a las películas y western a las "de indios y americanos", que también las decíamos entonces.
No vi Un hombre y una mujer hasta comienzos de los años 80 -mi madre lo hizo pasados unos meses de su estreno- y, naturalmente, fue por la mujer, Anouk Aimée -Anne Gauthier en aquel filme-, a la que tanto quiso Alfonso Sánchez. Pero Jean-Louis Trintignant, a quien ya sabía protagonista de la cinta, entró en mi parnaso cinéfilo en aquellos días tempranos de mi formación, que hoy son los de mis primeras nostalgias, cuando mi madre me enseñaba a buscar solaz en las películas y sabiduría en los libros. En una de las innumerables obras que me obsequió para irme convirtiendo en un biblioencandilado -que no bibliófilo porque no atesoro ediciones antiguas y menos aún incunables[1]-, en la Enciclopedia ilustrada del cine, de la Editorial Labor, leí un pie, bajo una foto de Trintignant en Un hombre y una mujer. Allí se llamaba la atención sobre la diferencia entre las frívolas lecturas de los personajes de Lelouch y la gravedad de los de Godard. Creo que, más o menos subrepticiamente, ése es el motivo de que yo no incluya al finado en mis nóminas de la Nouvelle Vague. Mis primeras lecturas sobre cine han determinado mi itinerario -ya como espectador, ya como escritor- desde mis comienzos en la cinefilia hasta hoy.
Ciertamente, Jean-Louis Trintignant fue el protagonista de Éric Rohmer en Mi noche con Maud (1969). Pero cuando Rohmer emplaza su cámara para el rodaje del tercero de sus Seis cuentos morales, de la Nouvelle Vague no queda nada. Incluso unos meses antes, cuando Trintignant protagoniza para Claude Chabrol Las ciervas, aquel nuevo cine francés que a comienzos de los años 60 convulsionó a la cartelera internacional se ha quedado diluido en la pantalla comercial y, en el mejor de los casos, en el circuito del arte y ensayo, que se llamaba entonces. Coincidió en el reparto de Las ciervas con su exmujer, Stéphanie Audran, para entonces casada con Chabrol. En efecto, todo muy dentro de lo que fue la Nouvelle Vague.
Y dónde había quedado la Nueva Ola en 1983, cuando Trintignant protagonizó para el gran Truffaut Vivamente el domingo. Lo más próximo a ese nuevo cine francés -que a fe mía se acaba con Pierrot le fou (1965), del gran Godard- que estuvo nuestro actor fue en su creación de Bernard Duparc, del fragmento dedicado a la lujuria en Los siete pecados capitales (1962), de Jacques Demy.
Ese mismo año 62, Trintignant protagonizaba junto a Vittorio Gassman y la inolvidable Catherine Spaak, muerta el pasado abril, La escapada, del gran Dino Risi. Hay una filmografía italiana de este actor francés anterior. Pero me es desconocida. De modo que para mí, la maravilla de Risi, es la primera de las obras maestras que protagoniza el francés en la pantalla trasalpina.
Siguiendo un orden cronológico, después se impone citar El gran silencio (Sergio Corbucci, 1968), uno de los spaghetti westerns más extraños y cautivadores que he visto. El paisaje está nevado y su asunto parece estar justificándonos una venganza que nunca se llegará a producir. Creo que será ésta la cinta protagonizada por el actor que veré a modo de despedida.
El conformista (Bernardo Bertolucci, 1970) fue una coproducción ítalo-francesa en la que el finado incorporaba a Marcello Clerici, el conformista en cuestión. Puede que en los años 60 se prodigara tanto en la pantalla italiana, donde protagonizó hasta giallos -Así de dulce, así de maravillosa (Umberto Lenzi, 1969)- tanto como en la de su país.
En Francia llegó a ponerse a las órdenes de Alain Robbe-Grillet en Trans-Europ-Express (1962), la sugerente cinta del Nouveau Roman, que, en muchos aspectos, fue a la novela gala lo que la Nouvelle Vague al cine. Y el nuevo cine español de los años 60 tampoco le fue ajeno. Ya en las postrimerías de aquella efímera pantalla autóctona -surgida, como el resto de los nuevos cines de la época al socaire de la francesa-, Trintignant cruzó los Pirineos para protagonizar para Antonio Eceiza Las secretas intenciones (1970).
En aquella década, en los 70, me acostumbré a su presencia en algunas de las últimas películas francesas que vi junto a mi madre: Sin móvil aparente (Philippe Labro, 1971), El trepa (Michel Deville, 1974), Flic Story (1975)... Ya en los 80, tras aplaudirle en la ya citada Vivamente el domingo, la ignominiosa colonización de la cartelera española por parte del Hollywood agotado y adocenado, nos privó de todo ese cine europeo que, hasta finales de los 70, se exhibía con toda la frecuencia que merece en las salas españolas.
Ante tan triste panorama, ya en los 90, me reencontré con un Trintignant anciano en Rojo (1994), tercera entrega de la trilogía francesa del polaco Krzysztof Kieslowski, el gran Kieslowski. El resto -El desierto de los tártaros (Valerio Zurlini, 1976), Tykho Moon (Enki Bilal, 1996)...- ha sido el fruto de mis búsquedas en Internet de esas películas francesas, a cuyas proyecciones asistíamos mi madre y yo, hace cuarenta y muchos años, en el cine Rialto de la Gran Vía. Me he negado a ver Amor (2012). Reconozco que Michael Haneke es uno de los grandes cineastas europeos de nuestro tiempo. Pero tras un visionado de La pianista (2001), posterior a La cinta blanca (2009), decidí no volver a ver películas que me resultasen hirientes. Decisión que hice irrevocable tras dar cuenta de El hijo de Saúl (László Nemes, 2015), sin duda la visión más realista de los campos de exterminio nazis. Una auténtica temporada en el infierno.
Así pues, ignoro ese Trintignant decrépito de su colaboración con Haneke, que tanto se ha airado en las noticias necrológicas más superficiales con motivo de su óbito. Prefiero recordarle cuando era el actor favorito de la autora de mis días, el de Un hombre y una mujer. Que la tierra le sea leve.
[1] En puridad, bibliófilo es quien colecciona libros antiguos. De los escritos en español, de las primeras ediciones de los poetas del 27 hasta los incunables -sin portada- del siglo XV. Los libros de horas, códices y demás filigranas, aún más remotas, también son objeto de culto. Pero para el común de los bibliófilos -que paradójicamente no suelen leer los libros que atesoran, ¡podrían estropearlos!-, los precios de estos textos, de auténticos tesoros, los hacen prohibitivos.
Publicado el 24 de junio de 2022 a las 16:00.