La coda de Layla
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Hoy vengo a hablar de la coda de Layla, una de las grandes canciones de amor que ha dado el rock. Hace apenas un par de semanas, documentándome para un artículo sobre Layla, escrito para Zenda Libros con motivo del cumpleaños de Eric Clapton, supe de la historia de Jim Gordon, autor de esa célebre coda del piano. Al parecer, se ha llegado a decir que es una melodía original de Rita Coolidge, novia de Gordon hasta unos meses antes de la grabación de Layla and Other Assorted Love Songs en noviembre de 1970, el elepé de Derek and the Dominos donde -como su propio título indica-, se incluye la canción.
Pero también se dijo, al menos me lo dijo a mí un compañero de mis últimas borracheras, el último con el que hablé de rock, que, en lugar de un piano, el instrumento de la "fuga", que durante mucho tiempo llamé a la coda y todo el mundo me entendía por la ruptura que supone con el resto de la pieza, es un mellotrón.
Sea cual sea el teclado que se utiliza, a mí, la coda de Layla se me antoja la "fuga" al subidón con el que Clapton expresa el enamoramiento de Pattie Boyd, en el que también se me antoja el mejor ejemplo de la sonoridad de la Fender Stratocaster, la guitarra por antonomasia del rock. En fin, que la coda, a fe mía con trazas de fuga, me conmueve tanto como a Martin Scorsese, quien la incluye en la banda sonora de Uno de los nuestros (1990) para acompañar esos planos en que los cadáveres de unos hampones aparecen entre la carga que vuelca en el vertedero un camión de la basura.
Lo que, ya digo, desconocía por completo, es la historia de Gordon tras Layla. Su trayectoria, como uno de los más brillantes baterías -me cuesta escribir "baterista" como también se apunta ahora-, es impresionante. Venía de grabar junto a Duane Allman -otra de las leyendas de Layla and Other Assorted Love Songs-, Jackson Browne o The Byrds. Después, tras la disolución de los Dominos, banda de un solo álbum, llegaron sesiones para Crosby, Stills, Nash & Young, Everly Brothers o Leon Russell. Y siempre, antes y después, borracho. Borracho como se estaba cuando se era una estrella del rock, se creía en el don de la ebriedad y todas esas cosas en las que yo mismo creí hasta que cumplí cincuenta años y me di cuenta, mucho tiempo después de que lo hubiera hecho hasta Eric Clapton, de que la vida consiste en envejecer estando sobrio. "Envejecer, morir, es el único/ argumento de la obra", escribe Jaime Gil de Biedma en su poema más célebre y tan adecuado para el tema que me ocupa: No volveré a ser joven.
Jim Gordon tampoco volverá a ser joven y no tuvo tiempo de dejar la priva. Cuando su afán de ebriedad empezó a ser un problema -incluso en un ambiente tan permisivo como el backstage del rock-, comenzó a escuchar voces y fue diagnosticado de alcoholismo. Era alcohólico, en efecto. Bebía como si no hubiera un mañana inexorable al que regresar sobrio. Pero según se convino con posterioridad, lo que en verdad padecía era esquizofrenia. Lo malo fue que esto se dictaminó después de que el autor de la coda de Layla, atendiendo a las voces que susurraban en su oído, hubiese matado a su madre en 1983. Todavía, casi cuarenta años después, sigue confinado en un psiquiátrico penitenciario. Cumple cadena perpetua. Seguro que, en esos momentos de lucidez, que tienen todos los alienados, su propia conciencia le aflige tanto como la ley lleva haciéndolo durante esos treinta y nueve años,
Aunque ahora escucho más jazz, como a Hunter S Thompson, una de las cosas que más me gustan en el mundo sigue siendo escribir sobre rock. Y ya digo, en ello estaba cuando supe de la triste historia de Gordon. No tengo por costumbre contestar a quienes expresan su opinión, amparándose en el anonimato, en esos foros que se abren al pie de las publicaciones digitales invitando a los lectores a hacerlo. Pero cada vez que uno de estos anónimos defiende las mismas teorías sobre los dones de la ebriedad, en su concepción más amplia, que defendí yo mismo hasta dejar de beber con cincuenta otoños -el resto de los placeres a los que me di con la misma avidez ya estaban olvidados para entonces-, me acuerdo del autor de la coda de Layla. Muy probablemente, si Gordon no hubiera bebido, ese desequilibrio que le convirtió en parricida no se hubiese manifestado y la coda a su ebriedad no hubiera sido la prisión a perpetuidad. Lo que sí que tengo claro es que si yo no hubiese dejado la priva al cumplir el medio siglo, nunca hubiese llegado a ser ese anciano que soy y tanta satisfacción me procura serlo.
Publicado el 29 de abril de 2022 a las 15:30.