Gracias de ser un anciano
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"Actúa como el viejo que eres y relájate: no va a doler", rezan las últimas palabras que escribió el gran Hunter S. Thompson antes de pegarse un tiro en la cabeza. En el 78, cuando publiqué mis primeros artículos, ya admiraba a Thompson, al que descubrí por aquel entonces, en la primera traducción española de Miedo y asco en Las Vegas, publicada en Star Books, también en 1978, sólo siete años después de la edición príncipe estadunidense.
Cuando Producciones Editoriales finiquitó Star Books, el de Thompson fue uno de los títulos de aquella colección recuperados por Anagrama y ésa es la que pasa por ser la primera traducción española del legendario texto. Pero hoy no vengo a dar cuenta de las iniciativas editoriales de mi juventud; todo lo contrario, hoy vengo a hablar de mi vejez, en la que estoy hallando tanta satisfacción como sosiego.
Al igual que Thompson, el creador del periodismo gonzo, fue uno de mis principales guías en la ebriedad -siempre que escribía borracho quería ser como él- me complace reconocer que eso de "actúa como el viejo que eres", que extraigo ahora de sus palabras postreras, bien podría ser la máxima por la que se rige mi vida desde que, cada vez que me agacho, me cuesta más trabajo volver a levantarme. Así mismo, compruebo de un modo irrefutable como voy perdiendo la memoria inmediata -se me olvida lo que iba a hacer, cuando ya he empezado a hacerlo- y percibo cómo se potencia mi memoria remota como nunca lo había hecho antes. Es decir, comienzo a experimentar lo que yo llamo la paradoja de la memoria en la senectud: eso de recordar la infancia como si fuera ayer y olvidar lo que, efectivamente, fue unas horas antes. Seguro que los expertos se refieren a ella de otro modo.
Quien a mis sesenta y dos años niegue que es un anciano, además de viejo será un necio que no conseguirá engañarse ni a sí mismo, como pretenden quienes ocultan su edad y evitan colgar las fotos que la evidencian en Facebook. Allá ellos. Yo no soy quién para hacerles reproche alguno. Eso sí, está demostrado que asumir la finitud de la vida le hace a uno más feliz porque se disfruta más de lo inmediato al percibir el tiempo limitado. Al menos, eso es lo que sostiene Laura Carstensen, directora del Centro de Longevidad de la Universidad de Stanford (California).
A mí, particularmente, me gusta ser un sesentón con creces por esa memoria remota disparada. Entregado a ella, vuelvo a corroborar el acierto de Agnès Varda cuando sostiene que la verdadera dicha es el recuerdo. Estos días lo hago al escuchar las mismas canciones de Léo Ferré que descubrí en mi primer viaje a París, en el verano del año 80, y su evocación me parece más cierta que la realidad. Todo es mucho más apacible de lo que era mi vida entonces. Bastaba con que una chica me gustase y no saber cómo abordarla para sentirme agobiado. Y después las borracheras. Siempre había un motivo para emborracharse. Siendo como fui, apasionadamente joven, nunca imaginé llegar a viejo. Y menos aún todo el gozo que me está procurando haberlo legado.
Publicado el 14 de abril de 2022 a las 23:45.