Los cuentos de Stephen King (IV)
(viene del asiento del 8.1.22)
A excepción de los presentados por Victor Halperin en La legión de los hombres sin alma (1932) y Jacques Tourneur en Yo anduve con un zombie (1943), execro de la inclusión del zombi en la galería de los condenados del cine y la literatura de terror -el vampiro, el licántropo, la abominación de Frankenstein- porque estos muertos vivientes me parecen los más carentes de romanticismo de todos los malditos que ha dado el género. Es más, salvo error u omisión, carecen de toda esa base literaria que, en el caso del vampiro y la abominación de Frankenstein se remonta, ¡ni más ni menos!, que al glorioso verano de Villa Diodati.
Sin más sentido en su condena que morder a los vivos, estos muertos vivientes, que tan prominente lugar ocupan en la pantalla de nuestros días no me parecen más que una disculpa que utilizan los realizadores contemporáneos -no George A. Romero, por supuesto- para dar rienda suelta a su afán de casquería que, a mi juicio, es el primero de los males que padece la ficción de horror en este infausto siglo XXI.
El otro mal que envilece al género es el humor. Desde que, siendo un niño, asistí por primera vez a la proyección de una cinta de la Hammer y escuché a unos necios, que por racionalismo se burlaban de lo que debería haberles dado miedo, comprendí que una de las peores cosas en las que puede caer la ficción lúgubre es no tomarse a sí misma en serio. En un vistazo rápido a la literatura de zombis actual, de la que se da noticia en Internet, he podido comprobar que dicho humor menudea en estos relatos, que no son sino bromas de mal gusto y sin gracia.
Nada más digno y sugerente para el miedo que el romanticismo -recordemos una vez más que la narrativa romántica, en todas las lenguas, básicamente es gótica- y a ese romanticismo nos remite Stephen King en Parto en casa, la duodécima de las historias que reúne en Pesadillas y alucinaciones. Su protagonista, Maddie Pace, es una mujer embarazada durante un apocalipsis zombi. Estamos en el pueblo de Little Tall. No sé si el sitio en cuestión existe, pero volvemos a la costa de Maine, ese Maine que, aunque es su solar natal y un lugar que cualquiera que viaje hasta allí puede visitarlo, en la obra de Stephen King adquiere el carácter de los territorios míticos, como el Yoknapatawpha de Faulkner.
Mientras los caminantes -que sé que también se llama a los zombis- dan cuenta de su insaciable apetito, el narrador nos habla de cómo la parturienta conoció, y cómo era, su marido. Se nos refiere el enamoramiento en detalles tan elocuentes como la afición de Jack -el nombre del padre del bebé que espera-, a determinados botes de sopa, que Maddi, al saberlo, se apresuró a satisfacer comprando todas las existencias que había en la tienda.
Y así, con la evocación de esos detalles tan sencillos y racionales, que, empero, constituyen una literatura infrecuente en las historias de zombis, se nos cuenta el día en que Jack perdió la vida en un naufragio. Maddie ya estaba embarazada de él.
Cuando la epidemia se desata y los muertos que se llevó el mar vuelven de las profundidades, el zombi de Jack regresa a su casa -lo que me lleva a entender que es uno de los pocos muertos vivientes que discurren- su mujer le reconoce y, lo que es más sorprendente, él también la reconoce a ella y no le hace ningún dañor. Maddi ya ha empezado a seccionarle con un hacha cuando cree que él le sonríe. No he leído mucho sobre los caminantes, pero estoy por jurar que Parto en casa es de los mejores ejemplos que haya dado el género.
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Otro pueblo de Maine, Willow, sirve de escenario a Temporada de lluvias que a mí se me ha antojado en la estela de algunas piezas de Algernon Blackwood -uno de los precursores de los mitos de Cthulhu- o, quizás, en la Robert E. Howard -uno de los corresponsales de Lovecraft-. Su arranque, un matrimonio de San Luis (Misuri) que arriba a Willow, me transporta a uno de esos pueblos misteriosos a los que nos trasladan varios relatos concernientes a los mitos.
Eso de un matrimonio que tras un viaje en coche llega a un lugar maldito -cabe recordar ¿Sabes? Tienen un grupo de la leche- parece ser un tema recurrente en King. Considerando que el maestro lleva más de cincuenta años casado con la también autora de novelas fantásticas Tabitha King, seguro que eso del matrimonio que llega a un escenario misterioso es mucho más que un tic en el largo aliento narrativo del de Maine.
En esta ocasión, John y Elise Graham, los protagonistas, son advertidos en una tienda extraña y ominosa de que pasen la noche fuera del pueblo porque en Willow, cada siete años, el diecisiete de junio lleven sapos. En efecto, desde que han llegado, a los Graham les parece que flota en el ambiente una amenaza de lluvia. Eso sí, no creen que vayan a caer sapos como les anuncian los lugareños.
Sin embargo, eso es exactamente lo que sucede. Tengo entendido que esto es menos fantástico de lo que parece. Dadas las circunstancias -cierta combinación de las lluvias torrenciales con aires calientes-, pueden producirse vientos capaces de llevarse volando plantas y pequeños animales como sapos. Seres que, incluso sin caer del cielo, por repugnantes, ocupan un lugar prominente en el imaginario del miedo.
Ahora bien, en esas noticias que se dan de lluvias de ranas y sapos, no creo que dichos batracios fueran carnívoros, tal es el caso de los que caen en Willow, ni tantos. Lo cierto es que, aunque los visitantes -ya instalados en la casa que han alquilado para pasar el verano-, buscan refugio en el sótano, la legión de sapos -que cubre por completo el pueblo hasta hacer que desaparezcan sus casas y el contorno de sus edificios- acaba por comérselos.
Cuando, con el nuevo día, tras una ligera descomposición desaparecen los anfibios, los lugareños que advirtieron a los Graham recuerdan que, cada siete años, siempre sucede lo mismo: llegan unos forasteros, ellos les advierten que no se queden en el pueblo, pero los visitantes nunca se lo creen, se quedan a pasar la noche fatal en Willow y nunca más se vuelve a saber de ellos.
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No acaban de convencerme los escritores ajenos a la nostalgia. Dicho de otra manera, quienes se muestran indiferentes a lo que va dejando atrás el paso del tiempo, pueden interesarme por otras cuestiones -la intriga, la teoría, la exposición del asunto-, pero esa añoranza de lo perdido, aunque el texto en cuestión verse sobre otra cosa, a mi juicio, está por encima de cualquier otra consideración. Diré más, en mi escala de valores particular, los escritos construidos en base a la melancolía, ya sea manifiesta o latente, tienen ganado un elevadísimo tanto por ciento.
Adentrándome en Pesadillas y alucinaciones -que, aun sin haber leído las otras, basándome en la abundante documentación que consulto sobre la narrativa breve del de Maine, se me antoja su mejor recopilación de relatos- compruebo con satisfacción como King también es un nostálgico. Del rock y cierto cine, es evidente. Pero también de innumerables aspectos de la cultura popular: marcas de productos, espacios televisivos, publicaciones. Sin ir más lejos, en la introducción nos descifra una de las claves de su fantasía en torno a una revista, Ripley's Belive It or Not! -una suerte de Selecciones de Reader's Digest sobre hechos insólitos-, lo que ya implica esa nostalgia a la que me refiero.
En los relatos propiamente dichos, es evidente en Es algo que llega a gustarte y, aún más, en Mi bonito poni. Aquí se nos refieren los consejos que Clive, el protagonista, recibe de su abuelo el día que éste le regala un reloj y, entre otras cosas, le advierte que el curso del tiempo es algo totalmente ajeno a lo rápido que cuente su paso uno.
En realidad, no soy nada de las consejas del abuelo, a no ser que éste sea un sabio y lo son muy pocos. El de Clive Baning es un tipo que ni siquiera es capaz de dejar de fumar -aprovecha para hacerlo mientras se encuentra a solas con su nieto-, lo que ya nos demuestra su necedad. Aun así, hay algo de verdadera injundia, más allá del saber vulgar, cuando empieza a referir con sencillez lo lento que nos parece el paso de los días cuando somos niños y estamos en el colegio.
Después -mientras King, con una de sus brillantes comparaciones, nos lo describe como si fuera el pastor de la iglesia del pueblo, si dicho religioso supiera en verdad cómo es Dios en lugar de suponerlo-, su abuelo le habla a Clive de esa época de la vida en que el tiempo equilibra su paso. Él la cifra en torno a los catorce años, "cuando las dos mitades de la especie humana -el traductor escribe "raza", pero a mí me parece más apropiado especie- comienzan a conocerse". O lo que es lo mismo: cuando comienzan los juegos galantes. A ese tiempo, cuyo paso y la percepción de éste se equilibra, el anciano llama "Mi bonito poni". Finalmente está "el tiempo del dolor", ese tiempo que se acelera cuando uno se hace viejo.
A mis sesenta y dos inviernos, tengo que reconocer que ese tercer tiempo es el mío desde hace ya varios años y aplaudir, con todo el entusiasmo que merece, esta pieza en la que el maestro de Maine describe con tanto acierto y tanta nostalgia, los consejos que Clive recibe de su abuelo la última vez que lo ve con vida.
Execro de los zombis, de los graciosos y de quienes sin ser sabios dan consejos. Pero ante los relatos de Stephen King siempre me descubro y me rindo.
(continuará)
Publicado el 29 de enero de 2022 a las 00:00.