Un tipo legendario
Archivado en: Serie gong, cuaderno de lecturas, apuntes para unas estampas madrileñas, De puro milagro
"Leyenda urbana" es un término, como tantos otros, desvirtuado de puro manido. Se aplica así, gratuitamente, a cualquier cosa en la que, sin ser rigurosamente cierta, pueda creer el vulgo. Incluso se definen como tal asuntos ajenos a las ciudades. Pero Harry, autor de De puro milagro, es una leyenda urbana al pie de la letra. Leal a sus amigos, bravo con sus enemigos y tierno con las chicas, medró en el Madrid finisecular, el amado Foro. Obligado a sobrevivir en sus calles, en sus bares y en sus noches desde que, habiendo sido expulsado de varios colegios, su abuelo, que hizo las veces de padre en sus primeras edades, le echó de su casa. Hablamos de un tipo de los que ya no quedan, a quien sólo el curso del tiempo parece haber derrotado.
Un apodo
Harry no es un seudónimo literario. Menos aún un heterónimo, aunque pudiera parecerlo. Es el alias con el que el autor de estas páginas autobiográficas, reconocible para cuantos antaño supieron de él en las numerosas fotografías que ilustran el texto, dio mucho que hablar en el Madrid del menudeo de hachís del último cuarto del pasado siglo.
Hablamos del Madrid de los primeros bares de rock & roll, el de los Patios (bajos en su memoria) de Aurrerá; aquella ciudad cuya juventud briosa empezó a llamar Malasaña al antiguo barrio de Maravillas; el Madrid de la Chueca del camelleo y las mañanas de domingo en la Bobia... El Madrid del motín del Moscardó (1980), concierto en el que a Lou Reed, tras abandonar el escenario, le fueron robados los amplificadores por sus admiradores enfurecidos. Harry bien pudiera haber estado allí. Desde luego, ése es el Madrid en el que forjó su leyenda.
Forma y fondo aunadas en un texto vigoroso
"Me gustaba fumar porros, pero no me gustaba el caballo ni la gente que lo consumía. Y aunque me levantaba coches, no cometía robos con violencia contra las personas, como hacían otros con los que, por mi edad, coincidía" (pág. 247)", escribe Harry con su prosa singular, rápida empero nostálgica, de tono eminentemente pugilístico. Se diría que su estilo es como un crochet al hígado, uno de los golpes con los que se hacía respetar de cara a la galería. Tan hábil con la navaja como en el manejo del lenguaje que, para bien o para mal se ha dado en llamar cheli. Forma y fondo se aúnan así en un texto de impacto, único en el actual panorama de la literatura española que, por momentos, parece devolvernos a la novela urbana, tan traída y llevada a finales de los años 80.
Una generación postrera
Hubo un Madrid que nunca se recuerda. Olvidado tanto en las ya numerosas crónicas de La Movida -a la que toca tangencialmente pues le suministraba las drogas-, como en los menos cuantiosos, pero también frecuentes, relatos del mundo quinqui, con el que tiene que ver mucho menos de lo que parece. Fue el Madrid de los niños nacidos en los años 50 y crecidos en los 60, los últimos que jugaron en la calle. A él nos remite Harry en De puro milagro, una evocación nostálgica de sus días en el lado oscuro, del que, al igual que tantos compañeros de aquellos años turbulentos, bien pudo no haber salido.
Madrid olvidado
En aquel Madrid ya pretérito, aún menudeaban los solares vacíos. Allí jugaban a las canicas aquellos niños. Si el juego era a "la verdad", el primero que ganaba el gua, se quedaba con las bolas del contrincante. Y así, con las mismas que se perdían las canicas, jugando junto a una tapia del barrio, se perdía la inocencia.
A diferencia de los quinquis propiamente dichos -quienes por mucho que insistan sus apologetas en que no tuvieron elección posible respecto a su destino hicieron daño a todo el que pudieron- hubo un tiempo en que los niños como Harry -hijo de la burguesía del barrio de Salamanca- fueron unos ingenuos. Probablemente dejaron de serlo en los billares. Allí escucharon las primeras historias de los macarras de barrio, cuando la edad de oro de aquellos mendas, bravos y cabales, buenos tíos, ya asistía a su declive. En el caso de Harry, ese primer mito fue Pepe El lechero de Las Ventas quien, allá por el año 76, le pasó a nuestro narrador el primer juego de llaves con las que abrir los Citröen 2CV, su coche favorito.
Un tiempo y una ciudad reconocibles
Texto pleno de personajes, lugares y otras referencias perfectamente identificables -ya sean nombradas por su nombre o por la palabra en el argot que las refiere-, hablamos de Las Ventas que asistieron a el otoño de la edad dorada de los macarras de barrio en las peleas que se montaban en la plaza de la América española del parque Sancho Dávila.
Pero también hablamos del Cinestudio Griffith de la plaza de San Pol de Mar -donde se podían liar canutos-, de la discoteca MM de la calle Béjar -donde a veces pinchaba Vicente Romero, el Mariscal Romero-. Aquellos fueron los días en que el undeground autóctono, dada su toxicomanía, a menudo discurría en paralelo a ese Madrid en el que Harry era leyenda. De hecho, nuestro protagonista se movía entre ambos mundos. Así que también hablamos de álbumes de cómics de Iznogud y Alix el intrépido, sus personajes favoritos. Datos, al cabo, que vienen a demostrarnos que Harry tenía muy poco que ver con los quinquis.
Y después la mili en la brigada paracaidista, la clásica bajada al Moro... Texto en verdad singular -hay que insistir- finalmente se nos descubre inmerso en una analepsis, que se abre y se cierra con el bar que el narrador y Mercedes -su pareja de entonces- abrieron en la Travesía de San Mateo en el 79. Otro sueño imposible.
Han pasado tantos años desde todo aquello que la pátina del tiempo ha dulcificado cuanto concierne a la supervivencia en aquel Foro. Amado por cuantos lo conocieron, aunque tuviera trazas de pequeño infierno.
Publicado el 28 de octubre de 2021 a las 12:15.