Los cuentos de Stephen King (I)
Archivado en: Cuaderno de Lecturas, Pesadillas y alucinaciones, Stephen King
Un prejuicio, tan estúpido como suelen serlo estas ideas preconcebidas -en este caso el de desconfiar de los best Sellers como del resto de cuanto es popular- me había hecho no decidirme a leer Pesadillas y alucinaciones a su debido tiempo. Grijalbo, su sello español, tuvo la gentileza de obsequiarme un ejemplar de su primera edición, recién puesta a la venta. Corría el año 94 y el mensajero que me lo trajo no era tal. Se trataba de una señora, ya mayor -al menos me lo pareció a mí, con los treinta y cuatro años que tenía entonces-, a la sazón empleada en la editorial, que se vio obligada a subir las escaleras de mi casa.
En aquellos días, en mi siempre mal avenida comunidad de vecinos -nada colectivo es bueno para mí- estábamos cambiando el ascensor. Vivo en un tercer piso y hasta él tuvo que subir andando las escaleras esa señora ya mayor. De modo que cuando abrí la puerta y la vi intentando recuperar el resuello mientras me entregaba el libro, me dejó tan impresionado que, sólo por eso, empecé a sopesar mis recelos ante el gran Stephen King.
Con todo, aún habrían de pasar veinte años antes de que me decidiese a leerle. Sí señor, ya en 2014, hojeando otro regalo -Danza macabra (1981)-, este de la Editorial Valdemar, algunos apuntes del maestro de Maine sobre el terror en la literatura, el cine, los cómics y demás me subyugaron hasta el punto de que di cuenta del tocho completo. Conocido el largo aliento que inspira todos los textos de King, no es de extrañar que sea el ensayo más extenso que he leído en mi vida. Con dimensiones de historia -casi seiscientas páginas- antes que de disertación, recuerdo mi sintonía con algunos de los planteamientos expuestos en aquel tocho que en tal alta estima tengo.
Y ¡cómo no! también recuerdo todas esas películas basadas en novelas de King -Carrie (Brian De Palma, 1976), El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), La zona muerta (David Cronenberg, 1983)- que obran en mi repertorio ideal del cine de su tiempo.
Con todo, ha sido la tremenda influencia de Lovecraft en la obra de King, a la que se refieren tantos articulistas, la que, en estos días, tras veintisiete años dándole vueltas, ha acabado por llevarme, y además ávido, a la lectura de Pesadillas y alucinaciones. Por el momento, los primeros relatos se me antojan menos influenciados por Lovecraft, por el Lovecraft de Los mitos de Cthulhu -el Lovecraft por excelencia- de lo que esperaba. Lo que no quita para que este otro tocho de King, esté resultándome todo un placer. Reconozco, pues, mi necedad retrasando tanto tiempo su lectura.
Tras una introducción en la que evoca su ingenuidad siendo un niño, cuando daba crédito a cuanto le contaban -verbigracia, que las monedas alcanzaban la flexibilidad si se las colocaba encima de un raíl y se dejaba que les pasase por encima un tren-, así como la fascinación que le causaba el Ripley's Belive It or Not!, un almanaque que recopilaba hechos insólitos. Ambos asuntos vienen al hilo de esa magia que horada lo cotidiano -y viceversa- que constituye una de las principales características de su discurso. Tras un preámbulo, en fin, en el que elogia ese uso del misterio de la mente infantil con anterioridad al uso de razón, cuando priman "los monstruos demasiado horribles para ser descritos", King recuerda la historia de la redacción de las piezas reunidas en esta ya legendaria colección de narraciones.
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La selección arranca con un relato perfectamente realista y racionalista. El Cadillac de Nolan, el título en cuestión, es la historia de una venganza. Incluso se abre con la cita a un adagio, que se dice español, aunque yo ignoraba que pertenece al acervo de nuestra lengua. No es otro que aquel que reza que la venganza es un plato que se sirve frío. El protagonista y narrador es un profesor de un instituto cuya mujer -Elizabeth, también dedicada a la enseñanza- fue asesinada por un mafioso: Nolan. Ella testificó contra el hampón en un juicio y el sistema de protección de testigos falló. Elizabeth fue asesinada por Nolan o por gente a sueldo de él. Como en esta ocasión no hubo ningún testigo, Nolan quedo impune.
Pero el narrador, tan ligado a su mujer como tantos maridos a sus esposas, no volvió a levantar cabeza desde que se quedó viudo. De modo que planea su venganza de Nolan durante años. Le observa en la distancia, estudia sus movimientos. Así, ve que siempre va con "dos rubias" y que, una vez al mes, Nolan viaja en su flamante Cadillac a Las Vegas. Resuelve que ese será el momento de su desquite y comienza a estudiar cuanto concierne a las carreteras secundarias del trayecto, a la vez que dedica las vacaciones de verano a ejercitarse conduciendo una excavadora en una obra. Esa minucia, esa entrega con la que el narrador se da a su desquite, aunque perfectamente plausible, resulta difícil de imaginar.
Cuando está convencido de que, merced a un desvío por obras en su ruta habitual, Nolan tomará una carretera secundaria, el narrador hace un socavón en ella en un tiempo récord desplegando un esfuerzo titánico. Tras la angustia de la duda de no saber si acabará por pasar por allí o no, Nolan aparece en su Cadillac y se hunde con el coche en un agujero del que le es prácticamente imposible salir. Aunque su chofer y su guardaespaldas han muerto, Nolan aún está vivo cuando el narrador termina de enterrarle.
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Hay algo en El final del desastre que ha venido a recordarme ese remedio, peor que la enfermedad, que subyace en la propuesta de La naranja mecánica (Anthony Burgess, 1962). Ambientada en 2003, se trata de un cuento breve y sutil como la insinuación que refiere. Aquí se alude a un remedio contra la agresividad y la violencia: El calmante. Extraído de un pozo artesanal, abierto en La Plata, un supuesto pueblo en las inmediaciones de Waco (Texas). Hablamos de un prodigio que apacigua los ánimos del personal. Esto lleva al mundo al buen rollo universal. Pero, a la larga, acaba produciendo el mal de Alzheimer. Así nos lo da a entender el narrador, un antiguo escritor, hermano de El Mesías. Este último, antes de convertirse en el líder de los días del desastre, fue un joven llamado a las grandes empresas desde que le recuerda su deudo.
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Que la tercera pieza, Hay que aguantar a los niños, esté protagonizada por una maestra, me demuestra que King tiene algún problema con este colectivo. Cada uno a su modo, tanto el de El Cadillac de Nolan como la señorita Sidley, esta nueva docente, son sujetos tocados por una amargura sicótica. Él, canaliza sus padecimientos mediante su implacable venganza; ella, a través de una severidad con sus pupilos verdaderamente enfermiza. Aunque está de espaldas, escribiendo en la pizarra, adivina lo que está haciendo cada uno de sus alumnos. "Al igual que Dios, siempre parecía saberlo todo al mismo tiempo", apunta King.
Y puesta a reprimir las indisciplinas y las distracciones de sus pequeños discípulos, miss Sidley no duda en castigarles cuando es preciso. Al principio lo hace con ponderación. Con rigor, pero dentro de su estricto código. Hasta que comienza obsesionarse con un niño. Se cree que Robert, el muchacho la mira con "ojos hostiles y enigmáticos". A partir de entonces, aunque lo narrado pasa por ser una visión objetiva de las cosas, lo que en verdad se nos refiere es la noticia de la perspectiva desequilibrada de la señorita. Se cree que Robert pertenece a algún tipo de asociación contra ella. Quizás pueda tratarse de un ser de extraterrestre. En una de esas veces que llama al muchacho aparte para recriminarle por su comportamiento, cree que Robert le confiesa que en esa escuela hay once como él. Tras escucharle esto o suponer que se lo ha escuchado, sale del aula corriendo, enloquecida, y le atropella el autobús escolar.
Un mes después, cuando se reincorpora al trabajo, solo tarda una semana en volver a sus obsesiones. Ahora está convencida de que toda la clase la mira con ojos hostiles, de que un engendro flota bajo la piel de Robert y del resto de sus alumnos. Así que, al día siguiente, miss Sidley va al colegio con la pistola de su hermano y llama a Robert a uno de sus apartes. Después llama a otro. Total, que cuando la detienen, ha matado a doce niños.
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Una de las cosas que más me llaman la atención de King es su ironía, expresa en su aguda observación de algunos aspectos de la realidad. En El piloto nocturno se manifiesta, por ejemplo, en lo aficionados que son a la "sangre y las entrañas" los lectores de Inside View.
Puede que ésta sea la primera, de las piezas leídas hasta ahora, que quepa incluir en la estela de Los mitos de Cthulhu. Más concretamente, por aquello de sacar a un vampiro del ambiente decimonónico que es habitual a los no muertos, se me antoja en la línea de El vampiro estelar de Robert Bloch. Publicado, este último, por primera vez en el número de Weir Tales de septiembre de 1935, su narrador, trasunto de propio Bloch, comienza diciéndonos que es un escritor de relatos fantásticos. En el caso de King, Dee, el protagonista, es un periodista adscrito a la redacción de Inside View. Se da, además el caso de que tiene la licencia de piloto. De modo que, apenas sabe de los tremendos crímenes que se están perpetrando en distintos aeropuertos, comienza a pergeñar un reportaje.
King organiza el relato en base a las entrevistas que Dee va haciendo, si no a los testigos -nadie que haya visto al piloto nocturno ha quedado con vida para contarlo- si a los que primeros que entraron en los escenarios traumáticos, que el bebedor de sangre va dejando tras su paso. Puesto a estudiar sus movimientos, Dee descubre cierto patrón en ellos y, al fin, acaba dando con el piloto nocturno cuando éste termina de perpetrar una de sus matanzas en un aeródromo.
Digo que King describe la realidad horadada por la fantasía con maestría, quizás como ningún otro, por fragmentos como el del descubrimiento de El piloto nocturno por parte de Dee, que supone el clímax de esta pieza. El encuentro tiene lugar en los servicios del pequeño aeropuerto. El escenario es tan contemporáneo -y prosaico- como cualquier mingitorio de nuestros días. Sin embargo, el periodista advierte que está frente a un vampiro por una de las clásicas características del no muerto: su imagen no se refleja en los espejos.
Y aún hay un dato más que me reafirma en esa idea mía de que King, aunque aluda a lo fantástico siempre lo hace con un pie en la realidad. Cuando el vampiro encara al periodista, le confiesa que sabe perfectamente quien es y que le está siguiendo. Le advierte que no vuelva a hacerlo porque acabará con él. Pero en ese momento no le hace nada. Naturalmente, Dee decide dejar de seguirle la pista. Está convencido de que ha salvado la vida porque el no muerto acaba de saciar su sed de sangre. Pero yo quiero creer que el autor viene a referirse a lo mismo que, en Salvar al soldado Ryan (1998) lleva a Spielberg a hacer que el paracaidista nazi, cuando se encuentra cara a cara con uno de los soldados estadounidenses de la unidad que conduce la narración, decida no matarle.
Nadie es malo siempre y en todo momento. En la vida real, puede que sí. Aunque, en ese caso, ese malo no lo será con todo el mundo. Pero en las historias, para no caer en el maniqueísmo, no hay mejor referencia que ese vampiro que decide no matar a su perseguidor o ese paracaidista de Spielberg en la que -junto a Inteligencia artificial (2001) y Minority Report (2002)- es una de las tres cintas de este realizador que me interesan.
(sigue en el asiento del 20.11.21)
Publicado el 15 de octubre de 2021 a las 04:00.