Que la tierra le sea leve a Jean-Paul Belmondo
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Cuando Godard lo descubrió en un escenario y le convirtió en protagonista de su cortometraje Charlotte et son Jules (1958), Jean-Paul Belmondo ya tenía la nariz rota a consecuencia de su efímera experiencia como boxeador. Pese a que en los montajes teatrales en los que participaba siempre daba vida a personajes secundarios, el realizador, tan intuitivo como genial, vio en Belmondo al que habría de ser el más típico de los antihéroes presentados por la Nouvelle Vague.
Hijo rebelde del prestigioso escultor Paul Belmondo, el futuro actor vio la luz por primera vez en Neully-sur-Seine (París) el 9 de abril de 1933. Estudiante en el Conservatorio parisino antes de participar en giras teatrales que le llevan a provincias, ya en su debut en la pantalla interpretaba un célebre monólogo en el que se encuentra el origen de Michael Poiccard. Colaborador, a raíz de aquel trabajo, de algunos representantes del "cine de papá" -Marc Allégret (Una rubia peligrosa, 1958), Marcel Carné (Les tricheurs, 1958)-, que llamó el gran Truffaut, con un injusto despreció a la pantalla francesa que se aplaudía entonces, el nuevo cine que fue la Nouvelle Vague vuelve a reclamarle en la persona de Chabrol, quien le incluye en el reparto de Una doble vida (1959).
Pero será con su descubridor con quien Belmondo protagonice la mejor cinta de toda su filmografía: Al final de la escapada (1960). Concebido a imitación del Jean Gabin de El muelle de las brumas (1938), aunque en sus tics abunden las referencias explícitas a Humphrey Bogart, Poiccard -el personaje en cuestión- es a la vez el mejor representante del joven de su tiempo. Encarnado con una frescura y una espontaneidad inusitadas, Belmondo no tarda en convertirse en la primera estrella masculina de la Nouvelle Vague.
Reclamado por de Sica -Dos mujeres (1960)-, vuelve a colaborar con Godard en Une femme est une femme (1961) y Pierrot, el loco (1965). Su absoluta falta de retórica, radicalmente opuesta a la interpretación al uso en el cine de qualité, le convierte en la mejor imagen masculina de la nueva pantalla. Entre medias, tiene tiempo para participar en tres colaboraciones con el gran Jean-Pierre Melville: Léon Morin, prêtre (1961), El confidente (1962) y El guardaespaldas (1963). Las dos primeras son dos obras maestras absolutas.
Pero la espontaneidad interpretativa no tardará en verse sacrificada en aras de los imperativos comerciales. Mediados los años 60, Belmondo ya es una de las estrellas más rutilantes del cine francés. No tardará en llegar a ser el mejor junto a Alain Delon. De ahí que, en 1970, Jacques Deray realizase Borsalino para el lucimiento de los dos.
Y en ese estatus, que podría definirse como de estrella dinámica, se mantuvo hasta el final de su filmografía. Frecuentó un polar semiparódico -Yo impongo mi ley a sangre y fuego (Georges Lautner, 1979), El profesional (George Lautner, 1981), El marginal (Jacques Deray, 1983)- que solía escorarse hacia la parodia antes que hacia el thriller. Eso sí, debía de dar mucho dinero. Incluso se estrenaba en la cartelera comercial española cuando el gran cine francés, si es que llegaba, ya se distribuía en el circuito de la versión original.
Pero no es menos cierto que, desde que lo crematístico comenzó a primar en su filmografía, Belmondo siempre encontró tiempo para participar en algunas de las deliciosas comedias de Philippe de Broca -Las tribulaciones de un chino en China (1965), Cómo destruir al más famoso agente secreto del mundo (1973)- que, siendo un niño, aún ajeno al culto cinéfilo, yo veía con sumo agrado en los cines del madrileño paseo de Extremadura.
Con el gran Truffaut, Jean-Paul Belmondo se estrenó tarde. Eso sí, lo hizo en una cinta del calibre de La sirena del Mississippi (1969). Para Alain Resnais, el más genuino representante de lo que los estudios más rigurosos sobre la Nouvelle Vague fueron a llamar la Rive Gauche, protagonizó Stavisky (1974), la historia de un estafador, sobre un libreto de Jorge Semprún.
Cuánto buen cine nos brindó Jean Paul-Belmondo. También quiero recordarle en Gracias y desgracias de un casado del año II (1971), espléndida comedia de Jean-Paul Rappeneau ambientada en la Guerra de los Chuanes, la que asoló la primera república francesa en el segundo año de su revolución. Durante su rodaje, el gran Belmondo, conoció a Laura Antonelli, su gran amor de los años 70. Aún la recuerdo, en la pantalla del Real Cinema, sentada en su montura como una amazona, cabalgando contra la república.
Ni Belmondo ni el Real Cinema, ni Laura Antonelli. No queda nada de aquella cartelera que, incluso antes de ser cinéfilo, tanto amé. Que la tierra le sea leve al inolvidable actor que incorporó a Michael Poiccard.
Publicado el 6 de septiembre de 2021 a las 22:15.