Una gran novela de Brian Aldiss
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Drácula desencadenado, Brian Aldiss
Tengo constancia de una primera edición española de Frankenstein desencadenado (Brian Aldiss, 1973) editada por Minotauro en 1990. Pero aún no he tenido oportunidad de leerla y, tras lo halagüeña que ha sido la lectura de Drácula desencadenado (1990), ya empiezo a tener ganas de dar cuenta de esa primera entrega de lo que me permitiré llamar el díptico de Joe Bodenland. Sí vi -¡faltaría más!- la adaptación a la pantalla, llevada a cabo por el gran Roger Corman, también el año 90, cuya distribuidora española tuvo a bien traducir el título de Corman, que conservó el de la novela original, como La resurrección de Frankenstein. Ellos, los responsables autóctonos de su distribución, sí que no debieron ver la película ya que, en sus secuencias, Frankenstein no resucita, como -creo recordar- sí lo hacía en alguna de las delicias del gran Terence Fisher para la Hammer. En líneas generales, lo que ocurre es que Bodenland viaja desde nuestros días a las gloriosas jornadas de Villa Diodati, tiene un lío con la gran Mary Shelley -entusiasta del amor libre- e intenta acabar con los crímenes que la abominación del barón lleva a cabo en la primera parte de la novela. Aunque el viajero del tiempo de Corman -interpretado por John Hurt- responde al nombre del Buchanan, la documentación que sí he podido leer sobre la novela original sostiene que también es Bodenland.
En esta ocasión, en esta vuelta a Drácula, Bodenland -prominente científico y empresario de la Dallas de 1999- acaba de celebrar la boda de su hijo Larry con Kylie. Eso es lo que hay cuando el profesor Bernard Clift, quien se afana junto a sus alumnos en unas excavaciones paleontológicas en el desierto de Utah, buscando restos del periodo carbonífero en una falla pedregosa, le llama asegurando que han dado con algo sorprendente.
Antes de entrar propiamente en materia, lo que se hace con la noticia de los dos extraños ataúdes a los que se refiere Clift -y los cadáveres de sendos humanoides que guardan-, Aldiss echa una mirada ácida a las costumbres de la burguesía finisecular estadounidenses: alcoholismo, pérdida de valores -los divorcios se presentan como un alegre jalón en una biografía. Verbigracia, los de Elsa Schatzman (pág. 25), quien va por el tercero y ocupa la secretaría de estado del Departamento de Medioambiente de Washington. No volverá a salir en toda la novela más que en esa primera y única vez, con motivo de una visita que hace a la fábrica de Bodenland.Pero su descripción me ha resultado el paradigma de esa crítica a la burguesía a la que me refiero. Nada nuevo por otro lado. Lo nuevo sería dar con una novela que exaltase a la burguesía. Por no hablar del deseo sexual que su joven nuera despierta en Bodenland
Lo que sí es nuevo es la reinterpretación del mito del no muerto. Los vampiros, aquí los voladores, son una suerte de demonios -el debate entre el bien y el mal es otra de las constantes de la pieza- que tienen en Drácula a su cruel caudillo. La especie se remonta a los días de los grandes saurios. De entre estos, algunas especies herbívoras, a las que pastoreaban, fueron su primer alimento. Así pues, los voladores, que tienen su origen 65 millones de años atrás, son una especie anterior a los humanos. No quiero aventurarme a dar fechas, máxime considerando que la ciencia ficción lo es precisamente porque los datos, aparentemente rigurosos o técnicos, basta con que sean verosímiles. Pero, con todas las cautelas que la afirmación requiere, he creído entender que los voladores son anteriores a la formación de la Bahía de Hudson. Aldiss nos los presenta como la evolución de un depredador alado de sangre fría que vivió en las verdes llanuras del mesozoico (pág. 223).
Tras descubrir que los dos humanoides encontrados en la fosa de las excavaciones no están tan muertos como parecía, Bodenland y Clift acaban yendo a parar al tren del tiempo. Bodenland, creador de una máquina capaz de detener la entropía, también lo será de ese tren prodigioso, que puede viajar a través de los años y las eras. Pero lo será en lo venidero y él lo ignora. No así Drácula quien por eso precisamente, le deja con vida cuando puede matarlo. Gracias a su máquina del tiempo, los voladores viajarán entre las épocas. Drácula intenta razonar con Bodenland. Puesto a dar noticia de ello, el autor lleva a cabo una exaltación del individualismo -"Tuvo que haber una época en que la individualidad apareciese para iluminarlo todo (la individualidad es el rasgo que diferencia a la humanidad incluso de los mamíferos más desarrollados)" (pág. 174)- que aplaudo y comparto.
En ese mismo trance con Bodenland, Drácula le recordará que fue él, con su magnetismo, en uno de los transportes que procura, quien hizo que se le ofreciese su nuera. Drácula, en fin, convertido en ese seductor, que es en su forma más frecuente en las películas y en las novelas, será quien chupe la sangre a la señora Bodenland. Y no es baladí que ella responda al nombre de Mina. El conde precisa del tren del tiempo para seguir reuniendo a los vampiros de todos los siglos y acabar de una vez por todas con los humanos. Bodenland, quien considera a los voladores "criaturas frustradas, extinguidas de la naturaleza al igual que los grandes herbívoros" no se dejará convencer por el conde (pág.227).
Desde la nota preliminar, donde se nos habla de una edición de Drácula posterior a la muerte de Stoker, empero firmada por éste, se nos está anticipando que una buena parte de la narración va a tener lugar en los días del autor de Drácula (1897). Como la primera entrega del díptico de Bodenland la tuvo en el verano de Villa Diodati. Ya muerto entre crueles torturas Clift, nuestro protagonista viaja a la Inglaterra victoriana. Renfield, como en la novela original, es un alienado que come insectos en busca de sus pequeñas vidas y espera la llegada de su señor alabándole en la celda del psiquiátrico donde está confinado. El sanatorio es una casa contigua a la de los Stoker y el novelista le visita en busca de datos. En la propuesta de Aldiss, Van Helsing es el médico de Stoker y le está tratando de una sífilis galopante. Muy por el contrario, está completamente solo cuando el vampiro decide darle muerte. Puesto a describir el atuendo del conde en ese momento, el autor escribe la que, a fe mía, es la frase más hermosa de todo el texto: "A veces la muerte llega con aspecto de payaso" (pág. 173).
Lo que más me ha sorprendido de esta recreación del mundo de Stoker, es que nos presenta al autor de Drácula como todo un lord victoriano. Nunca lo imaginé así. Antes, al contrario, se me antojaba un tipo sin muchos recursos económicos, como tiendo a imaginar a los representantes de actores y a los escritores. Estaba equivocado. Sin duda influido por la antipatía que me inspira el autor de Drácula, nunca me había detenido en una lectura en profundidad de su biografía. Resulta que provenía de una familia burguesa y, más que representante del actor Henry Irving, era su secretario particular y gerente de un teatro de Londres. En fin, el Stoker de Bodenland es todo un gentleman del imperio británico y como tal, un clasista que se niega a que su jardinero, Spinks -quien le acompaña en el viaje en el tren del tiempo que realiza con nuestro protagonista- brinde junto a ellos por la muerte de los voladores. Sutilmente, como son las mejores críticas, Aldiss se muestra igual de escéptico ante los burgueses victorianos que ante los de la Norteamérica finisecular. Pero no le mueve la crítica social. Los suyo es la ciencia ficción y esta es una de las mejores novelas del género que he leído en los últimos años.
Antes de que eso ocurra, Bodenland habrá de convencer a Stoker de la existencia de los vampiros y de lo necesario que es enmendar su historia desde el comienzo. El capítulo XI me ha llamado la atención por sus elipsis. La narración avanza de forma admirable. De un párrafo a otro se nos lleva a otro lugar y otro momento de un viaje hacia el futuro. Corre el año 2599. Son los días del Imperio del silencio. La humanidad, la que aún no ha sido sojuzgada por los vampiros, se ve reducida a la que vive en el desierto de Libia. Creo entender que, por ser un lugar a fuer de luminoso, menos propicio para los voladores. Más eso tampoco es del todo cierto.
Sí lo es que el verdadero viaje es el que lleva a Bodenland, su nuera y su hijo, junto a Stoker y su jardinero, al mesozoico. Allí, los humanos harán estallar la bomba F, el mayor de los ingenios atómicos ideados en Estados Unidos en la llanura donde se juntan los voladores y su alimento. Nuestro protagonista está convencido de que la misión ha sido un éxito porque, uno de los accidentes geológicos de la bahía de Hudson de nuestros días, es un efecto de la deflagración que provocaron en su viaje al mesozoico. La bomba F también habría sido la causa de que se extinguiesen los grandes saurios.
Sin embargo, cuando Spink -quien con mucho acierto se quedará a vivir en el siglo XX- recuerda a Bodenland que, a lo largo de su misión se han encontrado con algunos voladores que no padecían la clásica fotofobia, el creador del tren del tiempo admite que pudiera ser que, algunos vampiros, sobreviviesen a la explosión de la bomba F y perdieran el miedo a la luz tras resistir el poderosísimo resplandor que provocó la deflagración. Así pues, volvemos al mismo punto en que nos encontrábamos al principio. Aunque sin Clift, la única víctima de los voladores a la que no se resucita en el último capítulo. Aquí, la fotofobia de los no muertos, tampoco es tanta como cuenta el mito.
Publicado el 28 de agosto de 2021 a las 07:45.