Una lectura elevada (III)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Heródoto, Los nueve libros de la historia
(viene de la entrada del 28 de abril de 2021)
Ya entrando en Euterpe, el segundo libro de los nueve que recogen las historias de Heródoto, el autor nos habla de la preocupación de los egipcios por ser los hombres más antiguos de la Tierra. Hasta el párrafo 35, se suceden las descripciones de los distintos pueblos del Nilo y los orígenes del río. Para Heródoto, Egipto es "el don del Nilo". Viajó por su ribera en torno a la mitad del siglo V a. e. c. Entre otras cosas, le llama especialmente la atención la costumbre de los nobles de no embalsamar a las mujeres recién fallecidas para que los encargados de hacer el trabajo no se den a prácticas necrófilas con sus cadáveres (párrafo 89).
André Aymar y Jeaninne Auboyer, los autores del tomo dedicado a Oriente y Grecia de La historia general de las civilizaciones (Destino Barcelona, 1969), mi lectura de apoyo -documentación- a esta abreviatura de las Historias de Heródoto que me ocupa, nos hablan de que la excelencia de la medicina egipcia, en gran medida tenía su origen en su pericia como embalsamadores. Esto les procuraba unos conocimientos de anatomía sobresalientes para su época. El de Halicarnaso se maravilla ante la especialización de los galenos egipcios, entre quienes distingue los que, al lector de nuestro infausto siglo XXI, se le antojan precedentes de los oftalmólogos, odontólogos y algunos otros especialistas de nuestros días.
El de Halicarnaso, que al cabo escribe sobre las tres grandes culturas imperiales de Oriente Próximo -Egipto, Mesopotamia, Persia- lo hace refiriéndose a una edad de oro, un orden mítico al que poco importa haber llegado mediante las guerras, "vinieron a las manos en mi traducción". Su búsqueda -referencia a lo que le contaron en sus viajes- tiene un fin preciso: que lo descrito en sus papiros sirva de ejemplo para los tiempos venideros. Es consciente de que, también los recuerdos, se acaban por desvanecer.
Hay asuntos como el concerniente al rey Feros -hijo de Sesostris, de cuya existencia, la erudición moderna duda-, quien para recuperar la vista debería lavarse los ojos con la orina de una mujer que no hubiera conocido más varón que su marido, que indudablemente tienen un halo mágico. Pero no porque Heródoto quiera imprimírselo, sino porque el padre de la historia escribe lo que le cuentan. Cuando llegamos a este párrafo (111), las descripciones del costumbrismo egipcio han quedado atrás. En la pág. 123 para ser exactos.
Ya estamos en la 125 y otra vez se nos está contando la historia. Pero aún hay tiempo para volver a la mitología, que viene a servir de precedente a los enfrentamientos que, ya en esa edad fabulosa, previa a las guerras médicas -las libradas entre el imperio arqueménida y las ciudades estado griegas- enfrentó a los mismos enemigos que seguían combatiendo cuando, el llamado Padre de la Historia, escribe sus papiros.
Aún en los mitos, Heródoto pretende que a Helena de Esparta la raptó cierto "Alejandro". ¡Ojo al dato! No es que ésta de Heródoto sea una versión alternativa del rapto de la mujer de Menelao (párrafo 118, pág. 129). Se trata, únicamente, de que presenta a Paris con el nombre de Alejandro, como también se le conoce. Alejandro III, Alejandro Magno, el emperador que también fue rey de Macedonia, es posterior. Al parecer, incluso lector de Heródoto. Aquí Helena acaba en el palacio de Proteo, el supuesto hijo de Poseidón, a quien nos presenta como rey de Egipto.
En lo que respecta a todo esto se refiere, puede que sirva de algo recordar que Heródoto, después de que su predecesor, Hecateo de Mileto fuese el primero en separar el pasado histórico del mítico, también fue el primero en decirnos que la teogonía de la Grecia clásica fue fijada por sus poetas: Homero y Hesiodo. En la pág. 128 nos habla de Ulises (Odiseo) y La Ilíada, para acabar afirmando que Homero conocía la peregrinación de Alejandro (Paris) a Egipto. De hecho, le llama egipcio pretendiendo que la Isla de Faro -donde mora- se encuentra a un día de navegación del delta del Nilo. Hay varias tradiciones que hablan de Proteo como rey de Egipto.
Egipto, Mesopotamia y Persia, he ahí las tres naciones antiguas, aunque el concepto de "nación" es posterior, de la Roma imperial (47 a. e. c.-476/1453 e. c.). La fijación del calendario egipcio suele datarse en torno al 4245 y 4242 a. e. c. Pero su antigüedad, a decir de los sabios es inmemorial. Particularmente, me produce cierta inquietud eso de pensar que, con anterioridad a la era común -la datada desde el nacimiento de Cristo, que se decía antes- la historia abarque más del doble que nuestra era. Es decir, la antigüedad, con sus más de cuatro milenios, suma muchos más años, más del doble, que nuestro tiempo, nuestra era común, contada desde el nacimiento de Cristo. Quién sabe si eso no viene a incidir en la idea de que estamos más cerca del final que del principio, de la omega que del alfa, ya que hoy nos ocupa quien nos ocupa.
En cualquier caso, de bien poco le sirvió a Egipto su antigüedad cuando acabó siendo sometida por Persia. Leyendo a Heródoto se comprende porque la Historia esta tan estrechamente ligada a la geografía -ambas materias suelen estudiarse en las mismas facultades- y, sobre todo, ese concepto de la Historia como una sucesión de luchas, de guerras. Pese a ser uno de los pilares del marxismo, ya se percibe claramente en el llamado Padre de la Historia, quien escribía en jonio, el idioma hablado en la costa de Anatolia, a pesar de su vinculación con la Atenas de Pericles.
Se cree que, entre los dibujos de Leonardo, hubo uno titulado La máquina de Heródoto. De ser cierto, en aquel plano, el paradigma del Renacimiento habría plasmado los aparatos fabricados por los egipcios para mover las pesadas piedras utilizadas para levantar la pirámide de Giza, que visitó hacia el 440 a. e. c. De lo que yo doy fe es de que en mi edición se da noticia de aquel portento, de aquella maravilla de la antigüedad, en el párrafo 125.
Talía era la musa del teatro y de la poesía bucólica. Como tercera de las nueve musas, es la que da nombre al tercer libro de Heródoto. Llegado a Oriente vía Lidia -el reino que se extendió entre lo que hoy son las provincias turcas de Esmirna y Manisa- la ruta de entrada de los viajeros griegos en los dominios persas -la civilización persa y la griega fueron contemporáneas-, a él debemos las noticias más detalladas de Darío I, reorganizador del imperio persa -los territorios iranios, Elam, Mesopotamia, Siria, Egipto, el norte de la India y las colonias griegas de Asia Menor-, marchó luego contra los escitas, tenidos por los mejores arqueros.
Con el de Halicarnaso la historia de los países antiguos se descubre como una sucesión de amenidades que, a mí, a menudo me recuerda a la sucesión de historias contadas en Las mil y una noches. Aquí no hay Scheherazade para narrar las historias. Pero el relato, aunque independiente, sí parece enmarcado en esa crónica general de los imperios antiguos que nos refiere Heródoto. De los escitas me asombra en grado sumo su forma de ordenar a las yeguas. Su leche era la que consumían pues, como nómadas que eran, tenían en los caballos uno de los pilares de su cultura. A Delacroix también debió de llamarle mucho la atención este procedimiento -la leche se extraía introduciendo una cánula en la mama del animal y aspirando- puesto que incluye a una mujer escita entregada a dicha práctica en la escena de su óleo Ovidio entre los escitas (1859).
Titulado Melpómene en honor de La melodiosa, la musa de la armonía musical en la mitología griega, -con posterioridad también de la tragedia- en el cuarto libro, Heródoto nos lleva del cautivador relato del costumbrismo escita a la crónica de la dominación persa del Helesponto, la actual orilla europea del estrecho de los Dardanelos.
Terpsícore, aunque sus atributos no acaban de estar descritos en ningún lado, suele considerarse la musa de la poesía y de la danza. Ella da título al quinto de los nueve libros que resumen las historias de Heródoto. Sus páginas hablan de los persas en el Egeo septentrional y en Tracia. A la evocación de las costumbres de la región, le sigue la rebelión de los jonios hasta la muerte de Aristágoras, el tirano de Mileto. La Grecia asiática, entonces Jonia, reclama la ayuda de Esparta y Atenas y ello da pie al de Halicarnaso para volver sobre algunos aspectos expuestos en los libros precedentes.
Al comienzo de Patton (1970), la celebrada película de Franklin J, Schaffner, la voz en off del general, a modo de soliloquio, nos cuenta que Julio César tenía un esclavo con el único cometido de repetirle, después de cada victoria, que "toda gloria es efímera". Siempre he dudado de que sea verdad. Pero siempre he tenido el asunto por una de las cosas más hermosas que he escuchado en mis sesenta y un años de vida. En la página 265 de Los nueve libros de la historia, hay una orden de Aristágoras a uno de sus criados que ha venido a recordarme esa suerte del supuesto esclavo de César, aquel a quien, según Heródoto, el tirano de Mileto ordenó que, al servirle la comida le repitiera tres veces: "Señor, acuérdate de los atenienses".
(sigue en la entrada del 9 de julio)
Publicado el 23 de junio de 2021 a las 02:30.