Una lectura elevada (II)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Heródoto, Los nueve libros de la historia
(viene del asiento del 16 de abril del 21)
En diferentes momentos de mi actividad profesional tuve oportunidad de entrevistar sobre sus lecturas a un par de mujeres muy dispares entre sí, Alaska y Concha Velasco. Tanto una como otra me dieron un par de respuestas que me interesaron en grado sumo. La antigua lideresa de los Pegamoides, me confesó que odiaba el Lazarillo de Tormes porque amargó su adolescencia cuando le obligaron a leerlo en el colegio; la musa de tanto cine español del amado Siglo XX, me comentó que leíamos El Quijote pronto.
Me pareció tan acertada esta observación de doña Concha que, algunos días después, hablando telefónicamente con Lázaro Carreter -una de las personas más antipáticas que me he visto obligado a entrevistar-, apremiado por sus agresivas y siempre descorteses contestaciones, le pregunté -como para darle pie a que me colgase, o qué sé yo- si consideraba que leíamos El Quijote demasiado pronto. Cuál no sería mi sorpresa cuando, el entonces director de la RAE, cejó en su belicosidad conmigo y, como satisfecho de que le hubiera hecho esa pregunta, cambió su actitud y me dijo que era "una barbaridad leer El Quijote en la escuela".
Muy probablemente, con toda la mitología que gira en torno al Caballero de la Tiste Figura, la lectura de sus andanzas tenga sus lectores objetivos en hispanistas, filólogos, lingüistas, sabios como aquel que traducía a Aristóteles sin diccionario o cualquier otra clase de gente de letras y erudita. Eso sí, siempre adultos. El público en general -y el infantil, no digamos-, en el mejor de los casos, debería leer esas versiones vertidas al español de nuestros días, no en aquel castellano antiguo en el que escribía Cervantes. En mi humilde juicio, el común de los lectores, deberían leer todo nuestro Siglo de Oro en el español de nuestros días. Pero estoy divagando.
Quise hacer extensiva esa barbaridad, que es leer los clásicos de nuestra lengua prematuramente, en las primeras edades de la vida, a mi afán insatisfecho de lecturas sobre la Grecia clásica. Y fue así como, ya mayor, muy tímidamente y con tantas cautelas que aún sigo sin atreverme a publicar los apuntes tomados, me fui iniciando en los textos de aquella Grecia de mi interés más accesibles al profano.
Andando en este procedimiento, estos días le ha llegado el turno a los Nueve libros de la Historia de Heródoto de Halicarnaso. Con un pie de imprenta fechado en 1982, es ésta una antología de las Historias de Heródoto compilada por Natalia Palomar Pérez, filóloga clásica, románica y semítica adscrita -me parece- a la Universidad de Barcelona. No sé si traduce o no a Aristóteles sin diccionario. Pero, habida cuenta de la magnitud de su trabajo en estas páginas, también me parece una sabia.
No se trata de una de esas ediciones críticas, que abruman al lector con sus notas al pie de página. Todo lo contrario, es una edición tan popular, tan dirigida a los profanos como yo, que no es otra que la incluida en esa encomiable biblioteca que completaba la Historia de la literatura Universal, publicada en fascículos semanales por Orbis a comienzos de los años 80. En fin, no sé si estaré diciendo una barbaridad, pero el trabajo de esta señora con las Historias de Heródoto se me figura una labor semejante a la realizada por el antropólogo escocés James George Frazer al resumir en uno, y en 1922, sus doce volúmenes de La rama dorada: un estudio sobre magia y religión (1907-1915).
En el artículo correspondiente a la guía de lectura, se dice que uno de los obstáculos, con los que topó esta obra de Heródoto entre los lectores hispanoparlantes, fue la falta de una traducción adecuada, con anterioridad a esta que me ocupa, debida a Maria Rosa Lida.
Así como para adentrarse debidamente en la antigüedad clásica hace falta saber previamente muchas otras cosas, el lector ávido y de larga experiencia -de eso sí que puedo jactarme- distingue una mala traducción, como una mala prosa, en el primer párrafo. Esta que hoy me trae me parece especialmente admirable porque resume la amenidad del estilo de Heródoto, que ya era elogiado por Cicerón, pues fue la Roma clásica -la que se prolongó desde el final de la República (siglo II a. e. c.) y el comienzo del Imperio (siglo I e. c.)- la primera que atribuyó a Heródoto ese título de padre de la historia que, en la cultura occidental, ha seguido conservando hasta nuestros días.
Se apunta en esa guía de lectura que Heródoto no es uno de los clásicos fundamentales, como sí lo es Jenofonte, cuya Anábasis fue la amargura de mi bachillerato. Pero también, y quizás por no ser ese autor de riguroso estudio, se saluda con alborozo la amenidad de su lectura. Tan es así que a mí ha venido a recordarme la de Robert Graves, dos de sus novelas -El vellocino de oro (1944) y La hija de Homero (1955)-, fueron dos de los textos que despertaron mi interés por esa Grecia clásica. Bien es cierto que Homero, de haber existido, fue el gran poeta de Época Arcaica. Pero la historia de su supuesta hija en aquellas páginas, Naisícaa, arranca doscientos años después que la atribuida a su padre, en la Sicilia contemporánea de la Grecia clásica.
Esta lectura de Heródoto, que hoy vengo a consignar, no tiene ese problema de los clásicos pretéritos, que es adecuar su prosa al idioma hablado por los lectores de nuestro tiempo. Un verdadero obstáculo, casi siempre tan elevado como la altura de la obra. Muy por el contrario, el Padre de la Historia -aunque, empero sus largos viajes, fue residente en la Atenas de Pericles- me ha descubierto los países antiguos con el mismo placer que Graves hizo otro tanto con el viaje a la Cólquide de Jasón y los argonautas. Sin que esto suponga menoscabo alguno de quien para mí es el padre de la novela histórica, está claro que Graves imita al griego.
Organizado en nueve libros, uno por cada musa, en el primero de ellos, el titulado Clío -la musa de la historia y la poesía lírica en la mitología griega- viene a exponer las causas de las guerras médicas. Como su relato es razonado, empieza remontándose a los motivos, los secuestros de la época mítica: Europa, Medea, Helena... "Dicen que toma de Troya fue el origen del odio de los persas contra los griegos" (pág. 13). Del rapto de Helena propondrá una versión alternativa en el párrafo 118 del segundo libro, titulado Euterpe en honor a la musa de la música.
Tan subjetivo como todos los historiadores que en el mundo han sido desde la noche de los tiempos -la objetividad no es más que una entelequia de la que se habla en las escuelas de periodismo-, Heródoto toma partido por los atenienses y denuncia en todo momento lo que hoy llamaríamos algo así como el imperialismo persa. Los persas son "los bárbaros".
Antes que los persas, la primera agresión fue cometida por Creso, el último rey de Lidia, en la península de Anatolia. Al ser la mía una edición abreviada del relato original, hay partes de éste que no me han sido dadas.
De lo que sí he leído, me llama la atención la anécdota del párrafo 73. Párrafos que aquí tienen la calidad de los capítulos. En cierto sentido, esto contado en el 73 es un precedente de la Leyenda del corazón comido. También conocida como El castellano de Coucy, está fechada en la literatura europea del siglo XII y versa sobre un señor feudal que da a comer a su mujer, sin ella saberlo, el corazón cocinado de su amante. Heródoto nos cuenta cómo unos escitas nómadas, llegados al territorio de los medos -al noroeste del actual Irán, aunque se duda-, en aquel tiempo bajo el reinado de Ciaxares, hallaron allí refugio. Hasta que cierto día, que fueron de caza y volvieron sin ninguna pieza, fueron injuriados severamente por el rey. Así las cosas, los escitas decidieron hacer pedazos a uno de los mancebos que le Ciaxares le había confiado para que les enseñasen su lengua, "aderezarlo del mismo modo que solían aderezar la caza" y presentárselo al rey a y a sus invitados como si fuera la carne de un animal.
Andando en el relato, el oráculo de Delfos -aquí "la pitia" (pág. 48)- predice a Creso su fin. Y, en efecto, Lidia acaba cayendo ante los persas, "tras reinar durante catorce años" fue llevado ante Ciro, quien ordena quemarle. Más resulta que el último rey lio cuenta con el favor de los dioses, le perdona la vida y él se queda en la corte de los persas como siervo. Surge entonces un problema entre los dos imperios, hasta que Ciro II, el Grande, acabó por alzarse sobre el de Creso. Heródoto en el párrafo 95, "aunque acerca de Ciro sé contar otras tres versiones de su historia" (pág. 52).
Hay en las historias de Heródoto cierto aire de fábula. En mi ignorancia de la literatura griega, algunos de estos párrafos se me antojan como esos artículos, en los que mi dilecto Graves desgrana, en su obra homónima de 1955, Los mitos griegos. Lógicamente, aquí los dioses no descienden del Olimpo para entrar en los asuntos de los mortales. Entre otras cosas, se dice que éste es un texto historiográfico porque la mitología, lo fabuloso -aunque a mí por momentos me lo parezca- no tiene cabida alguna. Se dice también que la historia es una sucesión de guerras y de crímenes. A menudo, el de Halicarnaso se refiere a estos conflictos escribiendo: "vinieron a las manos".
También fue Ciro quien rebeló a los persas contra los medos. Ya al final de este primer libro, en las últimas líneas del párrafo 130, me ha dejado maravillado la inclusión de una analepsis en una obra como estas Historias, cuyo terminus post quem se sitúa en el 430 a. e. c. Mas lo cierto es que, estando ya con la historia de Astiages, el hijo de Ciaxares, Heródoto nos retrotrae en su relato para recordarnos que ya ha referido como Ciro II venció a Creso.
A partir del párrafo 131, se nos refieren las costumbres persas. El sabio escribe lo que ve. ¡Cuánta delicia!
(sigue en el asiento del 23 de junio de 2021)
Publicado el 28 de abril de 2021 a las 21:45.