Que la tierra le sea leve a Bertrand Tavernier
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Tavernier y Sophie Marceau
Acuso con tristeza la noticia del óbito de Bertrand Tavernier porque tengo su cine en alta estima y porque abunda en la muerte de esa cartelera que, de un tiempo a esta parte, añoro como cualquier anciano -supongo- ha de echar de menos el que fue el mayor placer de su existencia al comprender que aquella delicia ha llegado a su fin. Me abruma pensar que acaso estén contadas las veces que he de volver a sentarme en la fila "uno", mi favorita desde que dejé de ser un espectador aplicado para convertirme en ese cinéfilo, que no soporta la presencia de nadie entre la pantalla y él, que soy ahora; me entristece calcular que es fácil que no vuelva a ir a esa Filmoteca Española, que tanto amé; no quiero suponer que es muy probable que a los megaplex como mi queridísimo Kinépolis, donde siempre es un placer dar cuenta de esas cintas comerciales en 3D que todas las temporadas aún me llaman la atención, acabe corriendo la misma suerte que los multiplex del circuito de la versión original.
La última película que vi en los más entrañables de estos últimos, los Alphaville de la calle Martín de los Heros, fue un filme de Tavernier. Salvoconducto (2002) era su título y tocaba dos temas de sumo interés para mí: el papel jugado por la industria del cine francés durante la ocupación alemana del país y el de la resistencia. Aunque desde entonces no he podido revisarla, pese a haberlo intentado por todos los medios a mi alcance, la recuerdo como una de las mejores cintas sobre la resistencia, género tan arraigado en la pantalla gala como en la nuestra el de la guerra civil. Siendo además el caso de que Tavernier fue uno de los primeros ayudantes de Jean-Pierre Melville, el maestro del polar y el autor de El ejército de las sombras (1969), tengo el convencimiento de que cuando revise Salvoconducto, la situaré en mi repertorio ideal de cintas sobre la resistencia en las inmediaciones de El ejército de las sombras, la obra maestra del género.
Supe del cine de Bertrand Tavernier en los albores de los años 80, que también fueron los de mi cinefilia. Y -¡qué cosas tiene la vida!-, tuvo lugar, igualmente, en los Alphaville. Uno de los primeros éxitos de aquellas salas fue La muerte en directo (1980), entonces una de las cintas más celebradas de Tavernier. En aquellos primeros días de mi entrega absoluta a la dulce idolatría de la pantalla, veía cinco películas a la semana en salas -ahora visiono otro tanto, pero, por lo común, en las pantallas de mi casa- y empezaba a interesarme sistemáticamente por el cine de autor. De modo que, en aquel primer contacto, el hoy finado se me antojó, como suele apuntarse en las apreciaciones más superficiales del cine francés respecto a todos los realizadores que sucedieron a la Nouvelle Vague, un epígono de éstos. Bien es cierto que colaboró en Cahiers du cinéma e incluso, desempeñándose como publicista en sus primeros años de actividad profesional, fue el responsable de la comunicación y la prensa de Pierrot el loco (1965), que, a mi juicio, es la última cinta de Godard que puede adscribirse a la Nouvelle Vague. Sin embargo, Tavernier coescribió los libretos de algunos de sus filmes más destacados -El relojero de Saint-Paul (1974), El juez y el asesino (1976), 1280 almas (1981)- con Jean Aurenche, uno de los guionistas criticados despiadadamente por el gran Truffaut en Una cierta tendencia del cine francés, el artículo publicado en el número 31 de Cahiers... (enero de 1954) que ha quedado como el texto en el que se sientan las bases de lo que, un lustro después, habrían de ser los fundamentos del cine de la Nouvelle Vague propiamente dicho.
A fe mía, el gran Bertrand Tavernier fue un cineasta de géneros que además fue un gran cinéfilo, cosa, esta última, que no son muchos de los realizadores de nuestros días. Llegado el momento de hacer el recuento último de su filmografía, me quedó con El relojero de Saint Paul, sobre la desolación que se cierne sobre el padre de un joven que, por jugar a hacer la revolución en los años 70 y cargar con el crimen que ha cometido una compañera, ha de afrontar que su hijo vaya durante décadas a la cárcel. Aquel personaje (Michel Descombres) ha quedado como una de las grandes creaciones de Philippe Noiret.
Me descubro igualmente ante las aportaciones de Tavernier a ese cine pacifista que inspiró la Gran Guerra -El gran desfile (King Vidor, 1925), La gran ilusión (Jean Renoir, 1937), Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957)-: La vida y nada más (1989).
Si aplaudo especialmente Alrededor de la medianoche (1986) es porque trata de la experiencia parisina del pianista Bud Powell y el saxofonista Lester Young, ambas unidas en la del imaginario Dale Turner, interpretado por el saxofonista Dexter Gordon. En gran medida me gusta el jazz por el entusiasmo que apreciaba en sus amantes cuando sólo me gustaba el rock. Alrededor de la medianoche, en la que hasta el título -una célebre pieza de Thelonius Monk, que a su vez inspiró uno de los álbumes más recordados de Miles Davis- es una declaración de amor al jazz, fue otra de las cintas de Tavernier que más hondo me caló.
Tampoco he de olvidar sus grandes aportaciones al cine de espadachines, otra espléndida tradición de la pantalla gala, a la que Tavernier contribuyó con títulos como La hija de D' Artagnan (1994), con la maravillosa Sophie Marceau, y La princesa de Montpensier (2010), con la matanza de los hugonotes en el París de 1572 como telón de fondo. Basada en un relato de Madame Lafayette, aún recuerdo la conmovedora voz en off de la princesa (Mélanie Thierry) en el último plano: "Y así, como el conde de Chabannes se retiró de la guerra, yo me retiré del amor".
Todavía habría de darme una última alegría el cine de Bertrand Tavernier: Crónicas diplomáticas (2013), una de las mejores cintas de la pasada década. Propuesta en verdad singular, nos refiere la experiencia de un supuesto ministro de asuntos exteriores galo, Alexandre Taillard de Worms (Thierry Lhermitte), empeñado en que le concedan el premio Nobel de la Paz. Visto todo ello a través de un joven recién llegado a su gabinete para escribirle los discursos.
El gran Bertrand Tavernier no fue ningún acólito de la Nouvelle Vague, como alegremente se afirmará en estos días. Fue un gran cinéfilo -a su cinefilia dedicó sus últimas realizaciones: Las películas de mi vida (2016), Voyage à travers le cinéma français (2017-2018)- y un cineasta ejemplar que cultivó los géneros más variados. Con todos ellos me procuró tanto deleite que ahora, que tener que dejar de ir al cine me está costando mucho más trabajo y pesadumbre de lo que me costó -hace ya once años- dejar de beber, siento haber asistido a la proyección de Hoy empieza todo (1999) tan borracho que no me enteré de nada. Qué allá donde vaya ahora -si es que va a algún lado- le sea dada tanta dicha como su obra me procuró a mí. Que la tierra le sea leve al gran Bertrand Tavernier.
Publicado el 26 de marzo de 2021 a las 07:45.