Los relatos más bellos del mundo X
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Los relatos más bellos del mundo
(viene del asiento del trece de febrero de 2021)
A diferencia de El rojo emblema del valor (1896), que suelo llamar Medalla roja al valor atendiendo a la magnífica adaptación que John Huston estrenó en 1951 de la novela más célebre de Stephen Crane -que al parecer no está basada en las experiencias del autor, pues éste no formó parte de milicia alguna-, En el bote sí es un texto autobiográfico. Y es, además, tan vigoroso como -me figuro-, esperarían los lectores europeos que, a comienzos del amado siglo XX, acostumbrados a la gran novela social decimonónica, dieron cuenta de las primeras traducciones de Ambrose Bierce, Bret Harte, el propio Crane y algún otro narrador "genuinamente estadounidense", mucho más atentos a la acción que a la reflexión. Pero, ya digo, son todo conjeturas.
Quien sí está en lo cierto es Stanley Geist cuando en el artículo que dedica a Crane en el Bompiani[1], sostiene que su obra "quedó terminada por Hemingway". He aquí todo un precedente del estilo del autor de El viejo y el mar (1953), pieza con la que guarda ciertas concomitancias. Verbigracia, la angustia que ha de provocar verse en una mísera barca en la inmensidad del océano. Lástima que Geist no cite el nombre de aquel que dijo que la materia literaria de Crane es el temor que le inspira aquello sobre lo que escribe. Entiendo que, para él, la literatura, era una forma de exorcizar sus horrores. Cosa, que, a fe mía, no le pasa a Bierce -por poner un ejemplo- cuando alumbra sus cuentos de miedo. Antes, al contrario, es muy probable que se solazase pensando cómo asustar a sus lectores. De ahí que El rojo emblema del valor resulte tan verosímil pese a que su autor no estuviese ni en ninguna guerra ni en ningún ejército. El miedo a entrar en combate debe ser exactamente igual al descrito por Crane en sus páginas, por ello precisamente, más celebradas.
De lo que sí hay constancia es de que Crane naufragó, mientras cubría como reportero la guerra hispano-estadounidense, el desastre de Cuba. Parece ser que, a resultas de esos cuatro días que estuvo a la deriva, contrajo la tuberculosis que le llevó al hoyo con tan sólo veintiocho primaveras. Fruto de aquel trance, nació En el bote, también traducido como En la chalupa, la pieza que le trae a Los relatos más bellos del mundo.
Calculo que, cuando arranca la narración, la barca en la que navegan el capitán, el cocinero, el maquinista y un periodista -que no es el narrador, pero sí es, sin duda, un alter ego de Crane- se encuentra frente a la costa de Florida porque estiman que la tierra, que ya pueden ver en la lontananza, bien podría ser la playa de New Smyrna. Cabe suponer que, nuestros protagonistas, son los últimos supervivientes del barco en el que navegaban. A decir del autor, la chalupa en la que intentan alcanzar la costa es más pequeña que la bañera de algunos domicilios. Que puedan otear tierra firme en el horizonte no significa que su odisea haya acabado.
Con un estilo directo y vigoroso, totalmente desprovisto de literatura -léase de retórica-, el autor, a modo de crónica, nos da cuenta del calvario de los náufragos con su pequeña barca haciendo agua, frente a un océano que sigue siendo inmenso pese a la proximidad de la costa, donde nadie parece verlos.
Rondan tiburones, hay una marejada -temen que les aleje de la costa-, pasan hambre y el capitán languidece herido mientas el cocinero, el periodista y el maquinista se alternan con los remos y el achique del agua ... Cae la noche, amanece un nuevo día, también con marejada. Una ola les vuelca el bote, comienzan a nadar hacia la costa. Es enero y el agua está helada. Al cabo, los ven en tierra cuando nadan desesperadamente hacia ella. El periodista hace pie en el fondo al hundirse exangüe en el mar pensando que, ante su extremo cansancio, morir ahogado ha de ser un alivio. Pero un tipo, que se ha metido en el agua para salvarlo, consigue sacar al reportero. El maquinista es el único que pierde la vida.
Aunque nunca he hecho grandes travesías, mis singladuras más largas han sido desde Denia a Ibiza -y viceversa-, cuando Cristina y yo íbamos en coche a Formentera y no había más remedio que subirlo a los dos transbordadores -el que nos llevaba desde la península a la pitiusa mayor y el que hacía otro tanto desde ésta a la menor-, uno de mis temores es el naufragio. Siempre lo he imaginado tan angustioso como Crane refiere el suyo. Qué acertado estaba aquel que dijo que la materia literaria del gran Stephen Crane es el miedo.
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Secretario de Instrucción Pública y de Bellas Artes de México (1905-1911) en el tramo final del gabinete de Porfirio Díaz, Justo Sierra, quien murió en Madrid en 1912, es todo un prohombre de las letras de su país. Dada mi inmensa ignorancia, hasta ahora no había tenido oportunidad de leerle. He descubierto, pues, su narrativa en La sirena (1869), su pieza incluida en Los relatos del mar de Los relatos más bellos del mundo. En efecto, me descubro ante su belleza. Se trata de una obra romántica en el sentido de que mezcla el mal de amor y el miedo.
Habrá que recordar que, pese a que el cuento de Hans Christian Andersen -La sirenita (1837)- y todos los imitadores y adaptadores del danés les hayan dado un halo de simpatía y un aire sensiblero, las sirenas -como poco desde aquellas que pretendían magnetizar con su canto a Ulises y sus compañeros- no son seres buenos. Todo lo contrario, son una suerte de hechiceras en casi todas las mitologías, que entrañan el mal para todos los que seducen.
En ésta de Justo Sierra, amén de las de Ulises, me ha resonado Lorelai, la ondina del Rin de la que nos habla Heinrich Heine en su poema de 1823 Die Lore-ley. Naturalmente el mexicano traslada todos estos mitos a su país, a su Campeche. Allí nos habla de una anciana, muy fea que pasa por ser una bruja con la que nadie se mete, la tía Ventura. También se dice que canta de forma prodigiosa.
A renglón seguido abre una analepsis que nos transporta al Campeche dieciochesco (1772). Un alférez español -calculo que de Santander o de cualquier otro lugar de la cornisa cantábrica por que el Cantábrico es el mar que añora antes de echar un sueño- hace guardia. Una vez dormido, asiste a toda una experiencia onírica. Un genio le facilita el acceso al fondo del mar. En esas profundidades accede a un estanque fabuloso -que quiero imaginar dentro de una suerte de cúpula- donde le atrae un canto que parece provenir de una flor. El genio que le sirve de cicerone en su ensoñación le indica que mire a la sombra de la flor: resulta ser la de una mujer de prodigiosa belleza.
Ya despierto, el militar ve moverse a una sombra entre las palmeras próximas al alcázar y corre a su encuentro mientras ella sube a una barca. En efecto, quien aguarda allí es la tía Ventura. Tras un primer rechazo, el canto de la bruja -como el de todas las sirenas desde el coro que tentó a Ulises- subyuga al alférez. Al ver la sombra de ella proyectada en la superficie del mar, resulta ser la de la mujer fabulosa y la besa. Al punto se desata una tormenta. Ella pide piedad al dios que la maldijo argumentando que ya lleva cinco siglos arrastrando a los abismos marinos a todos los que seduce. Naturalmente, no hay perdón para la bruja, quien, mientras el alférez queda en las profundidades oceánicas, vuelve a emerger convertida en una sirena. Es decir, con cola de pez y, por lo tanto, imposibilitada físicamente para el amor.
Se trata, al cabo, de una adecuación del mito del viejo mito de la sirena al folclore local de campeche que ha venido recordarme los cuentos de aparecidos de Zorrilla y las leyendas de Bécquer. Este sí que puede ser uno de los relatos más bellos del mundo.
[1] Diccionario de autores, HORA, Barcelona 1992. Pág. 613
Publicado el 4 de marzo de 2021 a las 23:45.