Una relectura de Frankenstein
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Frankenstein
Mi favorita, de entre las novelas de H. G. Wells, es La isla del doctor Moreau (1896). Aún tengo reciente la revisión de todas las adaptaciones cinematográficas, de las que ha sido objeto, conservadas en mi tesoro filmográfico: La isla de las almas perdidas, que Erle C. Kenton estrenó en el 32 sobre un libreto del gran Waldemar Young; una extraña, pero muy sugerente, versión filipina dirigida por Fernando León en 1959 bajo el título de La isla del terror; las dos homónimas del original, la de Don Taylor del 77 y la de John Frankenheimer del 97; e incluso la interesantísima La isla de los hombres peces (1979), que tangencialmente toca a Wells tanto como a Lovecraft. En fin, una tarea tan grata que la duda de si Moreau es el patriarca de los mad doctors ,frente a su incuestionable decano, el barón Frankenstein -título que en la novela no ostenta en ningún momento-, me ha abrumado. Unida esta duda al viejo deseo de releer Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), aguijoneado el pasado Día del Libro con motivo del asiento que dediqué a la gran Mary Shelley en esta misma bitácora, pero que me venía reconcomiendo desde que empecé a ser consciente de haber visto la mayor parte de las adaptaciones cinematográficas de este clásico de tantas cosas, me he decidido a volver sobre tan celebrado texto.
Leído por primera vez en mi adolescencia, cuando ni era cinéfilo ni anotaba mis lecturas, y menos aún me preocupaba por los problemas de la existencia a los que alude su autora, creó que el recuerdo que conservaba de Frankenstein debía más a sus innumerables versiones cinematográficas que a aquella primera lectura, hace ya la friolera de cuarenta y cinco años. Supongo que, al igual que Drácula (1897), el Frankenstein que obra en la memoria colectiva debe mucho más al cine que a su original literario. Para empezar, la novela suele conocerse por el apellido del doctor -que en puridad tampoco es, pues se le expulsa de la facultad-, obviándose sin contemplaciones lo del "moderno Prometeo". Tan es así que lo de Prometeo no aparece ni por el forro de mi edición argentina, dada a la estampa en 1972 por el Centro Editor de América Latina dentro de su Biblioteca Fundamental del hombre Moderno. Más entrañable que cuidada, en la página 83 hay una falta de ortografía y menudean las erratas.
Con todo, me ha llamado mucho más la atención el procedimiento del que se vale la gran Mary puesta a contar su historia. Lo comparo al de esas muñecas rusas, las llamadas matrioshkas, que guardan en su interior otra muñeca igual y así sucesivamente hasta alcanzar el número que el fabricante estimó oportuno. Debo confesar que creo haber leído esta comparación en algún sitio. Se trata, al cabo, de encerrar una narración dentro de otra. Así, Frankenstein empieza con una carta de un tal Robert Walton a su hermana Margaret. El remitente, es un tipo que se encuentra en San Petersburgo, se dispone a partir hacia Arcángel y a fletar allí un barco con dirección al Polo Norte en busca de un nuevo paso. En la correspondencia que mantiene con su hermana, nos habla de La balada del viejo marinero (1798). La cita a Samuel Taylor Coleridge, además de demostrarnos lo leída que era la gran Mary -cita a Cervantes en el prólogo- es todo un tributo a uno de heraldos del romanticismo inglés. Y el romanticismo, como es sabido, tuvo una de sus máximas expresiones en los cuentos de miedo, a los que parecen aludir algunas de las estrofas de la balada de Coleridge. Frankenstein, la novela, no lo es tanto como parece. Una de las conclusiones a las que he llegado en su relectura es que es más de ciencia ficción -el pórtico del género para tantos comentaristas- que de miedo.
El caso es que Walton acaba refiriendo el hallazgo de un tipo que navega a la deriva sobre un témpano. En efecto, es Frankenstein que ha llegado allí en su implacable persecución del monstruo que el mismo ha creado. Una vez a bordo, el doctor -que no lo es- comienza a contar su historia a su benefactor y es su relato el que empieza a conducir la narración, mientras nos habla largo y tendido.
Naturalmente, todo el preámbulo suele omitirse en las adaptaciones cinematográficas. Sólo algunas del gran Terence Fisher y el Frankenstein de Mary Shelley (1994), de Kenneth Branagh, se refieren a los estudios en Ingolstadt. Branagh y algún otro, también llevan al monstruo al Ártico. Lo de la electricidad, desencadenante de la vida en ese conglomerado de restos humanos que es el rayo canalizado por el científico, es todo un hallazgo atribuible a Francis Edward Faragoh y Garret Fort, los guionistas de James Whale en la espléndida adaptación de 1931, o, si acaso, a Peggy Webling, la autora de la obra teatral, sobre la novela, que sirvió de base al libreto de la película. Todo ese aparato eléctrico, tradicional en el cine, aquí se reduce a una referencia de Víctor al poder de las tormentas eléctricas.
Dentro de ese procedimiento de superponer narraciones, la Creación de Frankenstein toma la palabra tras su primer crimen, ya huido en las montañas. Hablamos del capítulo XI. Ciertamente, todas las versiones cinematográficas hacen alusión a la bondad innata del monstruo en las secuencias de la niña y el ciego, quienes no le temen. En el original, esa idea, en la que resuena la del buen salvaje de Rousseau, se desarrolla mucho más. Apenas empieza a observar y comprender cómo se entiende la gente, hay en la abominación de Frankenstein una primera fascinación con las relaciones sociales. Tiene, además, tal afán de cultura que, tras aprender a hablar y a pensar escuchando a los verdaderos humanos, acaba citando Las vidas paralelas (96-117 d. C.) de Plutarco y El paraíso perdido (1667), de John Milton. Ciertamente, la gran Mary no deja de hablarnos de sus lecturas, pero al atribuírselas al engendro creado por su protagonista, dota al monstruo de una elevación de la que carece por completo en el cine, donde raramente es capaz de emitir algo más que meras interjecciones. Aquí, razona hasta el punto de poder mantener largos diálogos con su creador, en los que le reprocha haberle dado la vida.
Por eso, la primera de las víctimas del monstruo es William, el hermano menor de Frankenstein. Cuando se condena por el asesinato a una inocente, Justine, una criada de la familia, a los lectores se nos demuestra que el engendro maquina lo suficiente como para disponer la prueba -un portarretratos- que acusa a una inocente. A Frankenstein, recién llegado a la casa de su padre para olvidar al monstruo que ha dejado abandonado en su laboratorio, la conciencia vuelve a agobiarle. No en vano se culpa del asesinato de su hermano y de la ejecución de Justine.
Los problemas de conciencia de su protagonista interesan mucho más a la gran Mary que la descripción de fantásticos procedimientos científicos, que, de hecho, no hay. Desde este punto de vista, en puridad, Víctor Frankenstein no es ni el decano ni el patriarca de todos esos científicos locos que tanto han animado la ciencia ficción en todos sus formatos desde la aparición de esta novela de la gran Mary -valga el contrasentido-. En puridad, el Víctor Frankenstein original es un hombre inmensamente arrepentido por su creación. Nada que ver con Moreau, entregado a la alteración genética de los humanos para convertirlos en bestias con una fe sin fisuras en la empresa.
Por su parte, la abominación odia al mundo entero porque la gente le rechaza. Pero odia, más que a nadie, a su creador, a quien llama "padre", por haberle dado una vida espuria. Cuando le pide una compañera, el científico parece comprender y comienza a prepararle una mujer en un laboratorio que instala en una isla escocesa. Antes de acabar a la novia del engendro imagina lo que sería que la pareja comenzase a reproducirse. Abandona así el proyecto de la mujer monstruo. Cuando la aberración comprende que su creador le ha condenado a la soledad, comienza su implacable venganza. En ella dará muerte a Cleval, el mejor amigo de Frankenstein, a Elizabeth -su prometida-, e incluso a su padre.
El papel de la figura paterna, tanto en Víctor respecto al suyo como en el monstruo respecto a Frankenstein, me ha llevado a pensar en cierta rivalidad... O cualquier otro asunto entre Mary Wollstonecraft Godwin -supongo que anteponía el nombre de su progenitora al de su padre por feminismo- y el autor de sus días, James Godwin. Recordado en nuestro tiempo como uno de los precursores del anarquismo, en vida, Godwin fue uno de los intelectuales más prestigiosos de la Inglaterra de su tiempo. Hace algunos meses, dando cuenta de Mary Shelley (2017), el discutible biopic que Haifaa Al-Mansour dedicó a la gran Mary, lo único que me llamó la atención fue la insinuación a esa rivalidad intelectual entre padre e hija. Por demás, algo harto frecuente entre los escritores hijos de autores notables. Aquí en concreto, ese afán constante de justificarse con su progenitor, que acompaña a Frankenstein hasta a las Tierras Altas escocesas, se me antoja una inquietud atribuible al afán de Mary a justificarse con Godwin.
Está claro que el entusiasmo con el que habla Víctor de la historia inglesa (pág. 112) es de Mary. Y también lo está que la novela tiene su principal escenario en Suiza porque fue concebida en las gloriosas veladas de Villa Diodati. Eso sí, está documentado que la redacción del texto duró mucho más que aquellas vacaciones en Suiza donde su autora concibió la idea.
La simpatía por el marginado que Shelley muestra entre líneas, al culpar a la sociedad del envilecimiento de un ser bueno con su rechazo, es otra cosa. A mi modo de ver, convierte a la escritora en toda una avanzada de su tiempo. Pues la dignificación, mitificación incluso del marginado, es algo de la segunda mitad del amado siglo XX.
Decidido a dar muerte a su creación a toda costa, Frankenstein le sigue hasta las regiones más septentrionales del Globo. El engendro se deja perseguir y cuando su padre muere, Walton es testigo de cómo el monstruo se arrepiente de haber provocado la muerte de su creador. La abominación también se entrega a La Parca, presa de anhelos ininteligibles y no satisfechos.
Publicado el 31 de diciembre de 2020 a las 03:30.