Algunas adaptaciones de Lovecraft (y II)
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Empero su prematura muerte con tan sólo cincuenta años, Rod Serling tuvo tiempo de ser uno de los más grandes creadores de teleseries fantásticas que han pasado por la antena. Suele recordársele como el productor, a menudo guionista y siempre anfitrión, puesto que él presentaba cada nueva entrega con independencia de lo contado en ella, de La dimensión desconocida (1959-1964), Pero también escribió -o participó en su redacción- los libretos de películas tan sobresalientes como Asalto al Queen Mary (1966), una espléndida aventura dirigida por Jack Donohue en la que yo, siendo un niño de ocho o nueve primaveras, quedé prendado para siempre de Virna Lisi. Un par de años antes el gran Serling había escrito para John Frankenheimer el guión de Siete días de mayo -sobre un supuesto golpe de estado en Estados Unidos- que, junto a El mensajero del miedo (1962), constituye el brillante díptico de política ficción de este gran cineasta.
Sin embargo, no hay duda de que el libreto más conocido de los que Serling brindó al cine fue el de El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1967), coescrito junto a Michael Wilson sobre la novela de Pierre Boulle, el merecido prestigio que le procuró aquel trabajo terminó de convertirle en un mito, ya en vida, de la fantasía en las dos pantallas.
Así de bien estaban las cosas cuando volvió a la pequeña y puso en marcha Galería nocturna. Fue en 1969 y la fórmula volvía a ser la misma que en La dimensión desconocida. Eso sí, en esta ocasión estaba producida por Jack Laird para la Universal. El maestro de la antena fantástica ejercía de anfitrión. Pero esta vez, siempre estaba en una galería de arte donde se mostraban los óleos del arquitecto Tom Wright. Dichas telas servían de disculpa para introducir de dos a cuatro historias macabras unidas entre sí por las palabras preliminares de Serling.
En el capítulo emitido el primero de diciembre de 1971, la primera de las historias no era otra que El modelo de Pickman, sobre la pieza homónima publicada por H. P. Lovecraft en el número de Weir Tales de agosto de 1927. Dirigida por el propio Lair, como un buen número de aquellos cortometrajes hilvanados por los comentarios de Serling, si aquella es una de las mejores adaptaciones del Outsider de Providence que se vieron en la televisión de los 70, es debido a su brevedad -el formato del miedo es el cuento corto antes que la novela- y a su comedimiento. Como es sabido, el asunto del original versa sobre lo inquietante que se antoja la musa de Pickman habida cuenta de las monstruosas abominaciones que pinta. Pero la mesura que exigía el retrato de los monstruos en la época hace que Lair hile tan fino que en ningún momento llega pasarse, como es el caso de Stuart Gordon y Brian Yuzna, para quienes adaptar al maestro del terror cósmico se reduce a una exaltación de la casquería. En fin, El modelo de Pickman de Lair, la entrega en la que se incluía, por mejor decir, junto con El querido difunto y viaje a lo inesperado, fue merecedora de una nominación al Emmy en 1972.
Algunas de las relaciones de títulos basados en las obras de Lovecraft que pueden leerse en Internet incluyen La isla de los hombres peces (1979). Con mucha manga ancha podría verse en esta interesante cinta de Sergio Martino alguna relación entre dichos humanoides y los "profundos" descritos en La sombra sobre Innsmouth, la novela que Lovecraft publicó en 1938. Pero, en honor a la verdad, La isla de los hombres peces -por otro lado, tan interesante como suelen serlo las películas fantásticas italianas-, ambientada en un Caribe decimonónico, se antoja mucho más próxima a La isla del doctor Moreau (1896), el mad doctor de H. G. Wells y mi favorita de sus novelas. Aquí, el científico loco es el profesor Ernest Marvin, Joseph Cotten en uno de esos papeles alimenticios que interpretó en el ocaso de su filmografía. No sé: el anfibio de La mujer y el monstruo (Jack Arnold, 1956); el mito de la Atlántida, al que se alude explícitamente; e incluso la misantropía del capitán Nemo de mi dilecto Julio Verne, que subyace en Edmond Rackham (Richard Johnson), me resultan más próximas a La isla de los hombres peces que al universo del de Providence. Si para enjaretar la impronta de Lovecraft vale cualquier producción que nos presente una criatura marina, particularmente me quedaría con la interesante Humanoides del abismo (Barbara Peeters, 1980).
A decir verdad, ni los 70 ni los 80 fueron especialmente pródigos en cuanto a adaptaciones de Lovecraft. Es como si esa idea, indiscutible, de que es mucho más fácil imaginarse sus horrores leídos que fotografiados en una película, hubiese sido una ley no escrita. Cabe hablar de cortometrajes notables como The Music of Erich Zann (1980), sobre La música de Erich Zann, aparecido en 1922. Esta estimable adaptación de la historia del estudiante parisino, aquí con sumo acierto convertido en Charles Dexter Ward, a quien comienzan a cautivar los solos que el violinista aludido en el título ejecuta para contener a una bestia, es el mejor ejemplo del tono más adecuado que habrían de tomar las versiones del Lovecraft.
En efecto, este cortometraje dirigido por John Strysick, sentó las bases de un estilo más próximo al cine independiente, lo bastante amateur para obligar a sus realizadores a suplir el horror con inteligentes insinuaciones -unos juegos de luces en este caso- pero de mucha calidad. Y siempre lejos de esa pantalla meramente comercial tan tendente a asustar al espectador con la filmación de porquerías inimaginables.
Cuarenta años después de esa primera versión de La música de Erich Zann son varios los cortometrajes basados en esta misma historia. Al no ser la exhaustividad el propósito de estas líneas, destacaré la que a fe mía es la propuesta más singular: The Music of Erica Zann (Jeremy Hechler, 2002), en la que el vecino de la aquí violinista muda es un yonqui toxicómano. Acaba de ser atracado cuando iba a comprar drogas en una calle de París y encuentra solaz para su síndrome de abstinencia en el violín de su vecina. El metraje, prolongado hasta la hora, también es más largo de lo que suelen serlo las numerosas versiones de esta pieza.
Como decía, mi interés en estos apuntes es alabar la mesura y el comedimiento en el retrato de las monstruosidades, antes que la nómina escrupulosa de todas las versiones que ha inspirado la obra de Lovecraft, cuyo montante ya empieza a ser considerable. De modo que, llegado el momento de glosar La granja maldita (David Keith, 1987), tengo muy poco que decir. Pese a que el nombre del escritor tampoco aparece acreditado, se trata de una segunda versión de El color que cayó del cielo e, indiscutiblemente, es la peor de todas ellas. Si hay realizadores que pretenden comunicarse con sus espectadores mostrándoles imágenes repugnantes, y mucho me temo que los hay -verbigracia, la hiriente escatología de Pasolini-, el bueno de Keith no les fue a la zaga en Granja maldita.
Al fin y al cabo, los años 80 fueron los del éxito de las primeras propuestas de Gordon y Yuzna. Keith es como ellos en cuanto al retrato de la porquería, pero sin el más mínimo sentido del humor. Puede que la presencia de Claude Atkins, el veterano intérprete de reparto de tantos westerns y teleseries de antaño, pese a que su papel de Nathan sea uno de los más repelentes de su carrera, constituya lo mejor de la abominación de David Keith.
Pero 1987 también fue el año en que Andrew Leman se dio a conocer como adaptador del Outsider con The Testimony of Randolph Carter. Diseñador de miniaturas espectrales y de esos monstruos de juguete que tanto gusta tener a los aficionados entre sus objetos cotidianos -particularmente me inclino por las miniaturas de Tintín-, Leman estaba llamado a ser el mejor adaptador de Lovecraft de cuantos lo han sido hasta la fecha. De todos sus personajes, Carter fue el más parecido a Lovecraft, "un mal disimulado álter ego", rezan las noticias biográficas.
Pero no emito mi juicio en base a ese primer acercamiento del autor al universo del de Providence que, para mi desgracia, aún no he podido ver. Lo hago, y de un modo absolutamente categórico, tras el visionado regular y siempre entusiasta de La llamada de Cthulhu (2005), segunda adaptación de Leman de nuestro escritor. Perteneciente a la H.P. Lovecraft Historical Society, una asociación de jugadores de La llamada de Cthulhu, el célebre juego de rol basado en la nouvelle de 1926 -sin duda la pieza más conocida de nuestro autor- que va más allá de la mera partida. Parece ser que, merced a las actividades que esos adoradores del de Providence llevan a cabo, surgió esta modélica versión. Empezando por su concepción como una cinta silente -tal era el cine de la época de la publicación del original en el número de Weir Tales de febrero del 28 y en la mayor parte de la narración-, todo son aciertos en el trabajo de Leman. Realizada a imitación de las producciones de las primeras entregas del ciclo de terror de la Universal, creo que Leman sienta el canon plástico, iconográfico, de lo que han de ser las adaptaciones del Outsider.
Con una textura muy semejante, aunque con un resultado final ligeramente inferior, en 2011 Leman produjo y coescribió, junto a Sean Branney, su realizador, The Whisperer in Darkness. Otro encomiable acercamiento de la H .P. Lovecraft Historical Society a la obra del principal creador de los Mitos de Cthulhu. Esta vez a una novela que sólo los toca tangencialmente, El que susurra en la oscuridad (1930), para centrarse en los fungiformes mi-go, abominable especie extraterrestre. De nuevo en blanco y negro, como el cine de terror de la Universal. Este cromatismo se impone como el más adecuado para las adaptaciones a la pantalla del padre del terror cósmico.
Antes de descubrir The Whisperer in Darkness, tuve oportunidad de dar cuenta de Dagon, la secta del mar (2001), el último acercamiento de Gordon a nuestro escritor. De producción española, fue uno de los proyectos estrella de Fantastic Factory, la marca creada por Filmax para la realización de cintas de terror rodadas en inglés, pero en España directamente. Así pues, esta adaptación de La sombra sobre Innsmouth estaba ambientada en el litoral gallego. Justo es reconocer que, aunque no carece de los desagradables excesos plásticos del discurso de Gordon, es la más pasable de sus adaptaciones del de Providence.
Por cierto, con mayor o menor motivo, Lovecraft seguía siendo una referencia relativamente frecuente en los restos del fantaterror patrio. Así, Juan Piquer Simón titula sin que venga a cuento La mansión de Cthulhu (1992), su filme sobre un mago y su hija que son tomados como rehenes en su propia casa por unos delincuentes. Aunque su título alude a uno de los relatos más conocidos de Poe, las dos entregas de La herencia Valdemar (2009 y 2010), de José Luis Alemán, se antojan mucho más próximas a Cthulhu y sus mitos. Injustamente menospreciadas por la crítica, solo se explica semejante desdén por la altanería de Alemán al producir su díptico sin subvención alguna y totalmente al margen del cine oficial. Pero hoy no vengo a tratar de la pantalla autóctona.
Puesto a elegir, una vez más me inclino por esa línea sugerente, que a mi entender fue inaugurada por John Strysick en La música de Erich Zann, para encontrar su máxima expresión en La llamada de Cthulhu de Leman. Otro de sus ejemplos más notables es Die Farbe (2010), la mejor adaptación de El color que cayó del cielo que me ha sido dado visionar. Debida al talento del realizador alemán de origen vietnamita Huan Vu, traslada la acción a la Alemania de la posguerra que sucedió a la Segunda Guerra Mundial. Vista a continuación de esa versión de Richard Stanley referida en el primero de estos dos artículos, cumple reconocer que prefiero la de Vu. La de Stanley promete en un principio, máxime considerando la alta estima en la que tengo El demonio del desierto (1992), el título con el que este cineasta sudafricano se dio a conocer internacionalmente y la tercera versión de La isla del doctor Moreau (John Frankenheimer, 1996), en la que el propio Stanley escribió el libreto sobre la novela de Wells y dirigió un número de secuencias, sin determinar, antes de ser sustituido por Frankenheimer. Es una pena que, tras el interés que reviste en su arranque su versión de Colour Out of Space, también acabe cayendo en ese exceso de viscosidad, casquería, repugnancia en definitiva, en el que caen el cincuenta por ciento de los adaptadores a la pantalla de H. P. Lovecraft. Lo tengo claro: me quedo con el comedimiento y la sugerencia de Andrew Leman y cuantos están en su estela. Y otra cosa: los horrores de Lovecraft son más dados a la imaginación mediante la lectura que a la puesta en escena.
Publicado el 20 de noviembre de 2020 a las 04:00.