Algunas adaptaciones de Lovecraft (I)
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Como ya vine a apuntar hará ahora un año, sigo prefiriendo El monte de las ánimas (1861), la célebre leyenda de Bécquer, a eso del truco o trato. Sigo siendo más de la Noche de los difuntos que de Halloween, celebración que cada vez me parece más espuria. Pero no sólo a las tradiciones españolas, también al culto a los muertos, a ese magnetismo que ejercen sobre quienes amamos los cuentos de miedo, al placer que nos procura la inquietud y el resto de las sombras a las que parece aludir esta desafortunada muestra del imperialismo cultural estadounidense.
Particularmente, ahora, que como diría Luis Cernuda, las sombras van pesando más que los cuerpos, honro a mis muertos todos los días del año. Pero en la memoria, donde los tengo como ejemplo. Por lo demás, como huesos de santo el primero de noviembre y Halloween se reduce a una disculpa para escribir sobre películas fantásticas, preferentemente de miedo.
Este verano, cuando las salas de cine volvieron a abrirse, asistí a una proyección de El color que cayó del cielo (2019), la adaptación de Richard Stanley de The Colour Out of Space, el célebre relato de Lovecraft publicado en Amazing Stories en septiembre de 1927 sobre el meteorito caído en las afueras de Arkham que libera una extraña entidad. Desde entonces vengo dándole vueltas a las películas basadas en las obras del outsider de Providence y empiezo a sacar algunas conclusiones. Lo primero que me llama la atención es el aplauso que han despertado entre algunos sectores del público -de la crítica no tanto- las abominaciones perpetradas por Stuart Gordon en la saga Re-Animator (1985), sobre Herbert West: reanimador (1922). Prolongada en La novia de Re-Animator (1990) y Beyond Re-Animator (2003), ambas de Brian Yuzna, a veces el productor, otras el acólito de Gordon, todo en esta serie de barbaridades es execrable.
Es tanta y tan cerril la animadversión que me inspira el gore, sólo comparable a la que los puritanos sienten por el porno, que, supongo, me descalifica por completo para hablar de semejante desatino. Ahora bien, las cintas de Gordon y de Yuzna sobre Lovecraft también pueden criticarse porque no se toman a sí mismas en serio. De este modo, van a caer, desde el primer susto, en esa guasa con la que algunos intentan reafirmar su escepticismo ante un espanto que, por fantástico, no les merece ningún respeto.
Si ya es triste, para quien se acerca a una historia de miedo -cuento o película- anteponer el uso de la razón a la seducción del misterio -para eso es mejor adentrarse en el materialismo dialéctico de Engels y Marx-, que quien propone el espanto no se lo tome en serio lo es mucho más. Stephen King, un admirador de Lovecraf a carta cabal, sostiene que cuando no se sabe dar miedo se suple dando asco al espectador. Gordon y Yuzna deberían haberse aplicado el cuento. No seré yo quien se detenga en abominaciones como Re-Sonator (Stuart Gordon, 1986), sobre Del más allá (1934) y Necronomicón (Christophe Gans, Shûsuke Kaneko y Brian Yuzna, 1993), dos títulos de este jaez basados en el universo de Lovecraft.
El Necronomicón, el grimorio apócrifo del árabe loco Abdul Alhazred, asoma de vez en cuando en algún diálogo de Paul Naschy -creo recordar cierta secuencia de El espanto surge de la tumba (Carlos Aured, 1973)- y da título a un filme de Jesús Franco de 1968. Pero, en ambos casos, la cita no va más allá de la mera referencia, a modo de homenaje, al primero de los apócrifos canónicos de la bibliografía de los Mitos de Cthulhu.
Puede que en el fondo sea mucho más fácil imaginar los horrores del de Providence leyéndolos que plasmarlos en una película. Desde luego, lo que es irrefutable es que las primeras versiones cinematográficas de Lovecraft, que como casi todo datan de hace sesenta años, eran mucho más comedidas que estas de ahora. Sin ir más lejos, las producidas por la American International Pictures, siguen contando entre las mejores. Aunque la primera de ellas suele incluirse en el ciclo que Roger Corman dedica a Poe a comienzos de los 60 con Vincent Price siempre de protagonista, resulta estar mucho más cerca de Lovecraft que de Edgar Allan. Ciertamente, toma su título de uno de los poemas más célebres de Poe -El palacio encantado (1839)-, pero el argumento está basado en El caso de Charles Dexter Ward, el relato de publicación póstuma (1941) de Lovecraft sobre el descendiente de un nigromante -Joseph Curwen- cuya experiencia parece aludir a la quema de brujas en Salem de 1692.
Los procedimientos de gran Corman para asustarnos no van mucho más allá de las impagables brumas de Arkham, que Ward y su esposa, Ann -incorporada por la bella Debra Paget- atraviesan para llegar a su heredad. Sin olvidar a esos seres sin ojos, sin boca, de fisonomías bizarras, que se les acercan en una de sus salidas. Pero a mí me han satisfecho mucho más que los espantos de El resucitado (1991), la libre adaptación -mucho más libre- de esta misma historia -aquí Mrs Ward se llama Alice y contrata a un detective para saber sobre la ocupación de su marido- debida a Dan O'Bannon. Guionista de Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979) -en la que bien puede distinguirse la impronta del de Providence-, Lifeforce (Tob Hooper, 1985) o Desafío total (Paul Verhoeven,1990), entre otras referencias ineludibles de la pantalla fantástica finisecular, tal vez fuera O'Bannon mejor libretista que realizador.
Volviendo a los años 60, Daniel Haller, el director de arte de El palacio de los espíritus, aún dentro de la American International Pictures, realiza la que salvo error u omisión es la primera adaptación de El color que cayó del cielo. Su título es El monstruo del terror y data de 1965. En esta ocasión, Arkham, la ciudad mítica que Lovecraft sitúa en Massachusetts, es trasladada a un pueblo de la campiña inglesa. Boris Karloff y Suzan Farmer -quien un año después se convertiría en una Hammerette notable al encarnar a la Diana de Drácula, príncipe de las tinieblas (Terence Fisher, 1966)- destacan entre sus protagonistas. Indudablemente, El monstruo del terror no es la adaptación más fiel de El color que cayó del cielo, pero a mí es una de las que más me satisfacen.
Antes de que Haller nos trasladase al Valle del Miskatonic, otro de los territorios míticos de Lovecraft para ambientar allí El horror de Dunwich (1970), su segundo e igualmente admirable acercamiento al universo lovecraftiano, llegó a la cartelera ¿Por qué lloras, Susan? (David Green, 1967). Esta producción inglesa supuso el primer acercamiento del cine a este pequeño pueblo, igualmente imaginado en Massachusetts, el estado de Nueva Inglaterra donde el escritor sitúa sus territorios míticos.
Dunwich, como sabemos por El horror de Dunwich, el relato de Lovecraft aparecido en el número de Weird Tales de abril de 1929, asistió al nacimiento de una abominable criatura en el seno de la familia Wateley. Los lugareños sólo le vieron una vez. Fue bastante para asegurar que aquel horror era el fiel retrato de su padre: una suerte de enorme forma ovalada llena de patas y trompas. En ¿Por qué lloras, Susan? todo se da por elipsis y por momentos se parece más a Perros de paja (1971), la demoledora mirada de Sam Peckinpah a la campiña inglesa, que al universo que nos ocupa. Mas esas insinuaciones, a las que obligaba la censura de la época, que al cabo era la causa de que los cineastas se esmerasen en la realización, en lugar de retratar la repugnante casquería de nuestros días; ese oscuro pasado de este villorrio de la costa de Nueva Inglaterra resulta estar estrechamente ligado a Susan (Carol Lynley), la joven esposa que visita Dunwich junto a su flamante marido.
La presencia de August Derleth, como coautor junto a Lovecraft del libro sin especificar el título en que dice estar basado el guión me desconcierta. Siendo El horror de Dunwich el relato inaugural de los Mitos de Cthulhu y siendo Derleth, que no Lovecraft quien los terminó de aquilatar y reunió todo el ciclo, me inclino a pensar que por eso aparece acreditado el nombre del más fiel y devoto de los acólitos del outsider de Providence como uno de los autores del libro en el que se base el filme.
La maldición del altar rojo (Wernon Sewell, 1968) es, sin duda, una de las mejores producciones de la Tigon. Se dice basada en una historia de H. P. Lovecraft, pero yo no he alcanzado a distinguir en cuál. De hecho, me resulta mucho más cercana a esos cultos antiguos y secretos, del Gales pagano, que nos propone Arthur Machen. Los auténticos estudiosos de la obra de Lovecraft -yo soy un mero lector- no la incluyen en la filmografía canónica que ha inspirado el escritor. No seré yo quien venga a apostillar nada al respecto.
Vayamos finalmente a El horror de Dunwich. Este segundo acercamiento de Daniel Haller al llamado padre del horror cósmico vuelve a estar producido por Roger Corman para la American International. Aunque tampoco entra de lleno en el asunto del relato original, lo toca mucho más de cerca que Greene. Aquí, quien regresa al infausto lugar es Wilbur Whateley (Dean Stockwell). Lo hace tras consultar -pese a que se le prohíbe y ha de romper una vitrina al efecto- el ejemplar del Necronomicón guardado en la Universidad de Miskatonic. Al doctor Henry Armitage (Ed Begley) el asunto no le gusta. Menos aún cuando Whateley decide viajar hasta Dunwich en compañía de una compañera de clase sobre la que ejerce un poderoso magnetismo: la bella Nancy Wagner (Sandra Dee).
A mi juicio, El horror de Dunwich es la mejor de todas las adaptaciones de Lovecraft realizadas en los años 60. Al igual que en el caso de Poe, aunque de otra manera -sólo en las labores de producción para ser exactos- cumple reconocer que la mano maestra del gran Roger Corman está tras Haller.
(Continúa en el asiento siguiente)
Publicado el 3 de noviembre de 2020 a las 04:15.