Nuevos apuntes sobre la cartelera perdida
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El Palacio de la música y el Avenida, dos cines de la Gran Vía en los años 70.
Tras una agonía de casi cuarenta años, parece que con el coronavirus la exhibición cinematográfica a la antigua usanza -eso que otrora se decía "ir al cine"- va a quedar definitivamente finiquitada. Puesto a echar las cuentas del balance final, y sin querer caer en la ya manida sensiblería de Giuseppe Tornatore y su Cinema Paradiso (1988), debo reconocer que a esa vieja costumbre de ir al cine le ha ocurrido como a los amores perdidos, cuyo recuerdo siempre es más duradero que el sentimiento en sí. Resulta que he estado más tiempo evocando aquel placer antiguo que practicándolo. Ir al cine como se iba antes -cuando mi madre compraba en el quiosco una pequeña guía impresa en papel de periódico llamada Cartelera, consultaba en sus páginas la programación de las casi dos mil salas que había en el Madrid de hace medio siglo, elegía un título e íbamos a ver la cinta- dejó de estilarse a finales de los 70. Yo diría que fue cuando la Guía del ocio sustituyó a aquella queridísima Cartelera y las salas de reestreno en programa doble y sesión continua, al amparo del fin de la censura, empezaron a programar filmes de destape y otras procacidades -desde violencia extrema, hasta alusiones religiosas y políticas-, que acabaron por echar a su público natural -las familias- de aquellas sesiones. Un lustro todo lo más, pero aún faltaban unos años para que el video se popularizase y los cines de barrio comenzasen a cerrarse a mansalva, marcando así el principio del fin de esa exhibición cinematográfica.
"Vamos al cine a distraernos", me proponía mi madre cuando nos baqueteaba la vida o simplemente porque le apetecía. De una u otra manera, las películas y comer fuera, siempre fueron nuestras mayores alegrías. Además de por lo estrechamente ligada que está mi afición al cine a la de mi madre -coincido en eso con Guillermo Cabrera Infante-, supongo que son mis sesenta y un años -la senectud- los que, de un tiempo a esta parte, me llevan a volver con insistencia sobre los recuerdos que guardo de ella. Aún me parece verla entre las sombras de la sesión continua -que tanto placer nos dio en aquellas primeras tardes, cuando el presupuesto no nos llegaba para ese pequeño lujo que eran las salas de Fuencarral o la Gran Via-, haciéndome notar que proyectaban la secuencia que nos recibió. "A esto llegamos", me decía. Acto seguido nos levantábamos para volver a casa. Si insisto en que fui el niño más feliz del mundo es por veladas como aquellas. Atesoro los Fantomas de André Hunebelle, las dos primeras entregas del gendarme de Saint-Tropez, y otras comedias de Louis de Funes de escaso valor fílmico, únicamente porque las vi en aquellas dulces tardes junto a ella.
El cine a ese nivel pretérito era un placer para sociedades mucho más ingenuas y sencillas que la nuestra, capaces de reírse a carcajadas con las comedias de Louis de Funes y tantas otras simplezas. Ahora bien, no por ello era un acto menos placentero ni dejaba de ser la manifestación cultural más importante del amado siglo XX. Recuerdo especialmente las sesiones estivales en las salas del madrileño paseo de Extremadura: Astoria, Chiky, Condado, Lisboa y Extremadura. Esas eran las cinco que hubo en el esplendor de los años 60. Al estar refrigeradas, mi madre, que era de La Coruña y no soportaba el calor -en eso sí que no me parezco a ella-, se encontraba en ellas "de maravilla".
En fin, cuando aquel pequeño paraíso que fue la sesión continua acabó, yo ya estaba en otra onda. Los últimos programas dobles a los que asistí fueron los proyectados en los llamados cinestudios -el Lenx, el Griffith, el Ideal- que eran antiguos cines de barrio, gestionados por jóvenes cinéfilos. En su programación se mezclaban las cintas de mi dilecto Barbet Schroeder -More (1969), El valle (1972)- con los primeros títulos del nuevo cine alemán -Herzog, Wenders, Fassbinder- y el Truffaut de aquella época -Diario íntimo de Adele H. (1976), El amante del amor (1977)-. En otras palabras, proyectaban cine de autor, algo inconcebible en los cines de barrio. Para dejar constancia de su inquietud, editaban las hojas de sala, con diversos apuntes sobre las películas programadas. Allí fueron los albores de mi cinefilia, esa quimera que es intentar saciar un apetito insaciable: la necesidad imperante de ver películas que, en buena medida, satisfice durante cuatro décadas en la Filmoteca. Pero ésa es otra historia. Hoy vengo a llorar aquello de ir al cine a la antigua usanza.
De modo que, a lo que voy, es a esos brindis por la "muerte del video", que pronunciamos al final del primer rodaje en que participé. Eso fue en 1980. El gran Truffaut acababa de anunciar que cuando el video desplazase al cine él se retiraría. ¡Vaya si fue cierto! Cuatro años después La Parca se llevaba prematuramente al más romántico de los cineastas de la Nouvelle Vague. Desde entonces, desde aquel brindis con el que dimos fe de la amenaza que el video suponía para la exhibición cinematográfica, si las matemáticas no fallan han pasado cuarenta años. Ése el tiempo que llevo anhelando ese placer pretérito que era ir al cine, que, en puridad, sólo duró mis primeros veinte años de vida, yendo a comenzar su declinar a comienzos de los 80. Así que, por ahora, llevo llorándolo justo el doble de lo que duró aquel placer antiguo. "Es tan corto el amor y es tan largo el olvido", escribe Pablo Neruda en su célebre Poema 20.
A lo largo del fin de siglo, los videoclubes llevaron al cierre a todos los cines de programa doble en sesión continua. Al menos en Madrid, prácticamente el único escenario de mi vida, y por tanto también de mi obra. Aquello trastornó y dejó maltrecha a toda la exhibición fílmica. La versión original se mantuvo merced al cine de autor. Mientras, las grandes salas, los palacios de la exhibición de Fuencarral y la Gran vía, hacían otro tanto programando los estrenos impuestos por Hollywood. Dejaron de tener cabida en la cartelera comercial las cintas europeas, o lo que es lo mismo, las comedias francesas e italianas.
Y esos estrenos de las cintas comerciales estadounidenses, en Fuencarral y la Gran Vía, eran las que veía junto a mi madre a lo largo de los años 80. A decir verdad, veníamos haciéndolo desde principios de los 70, cuando con su pluriempleo -el funcionariado por la mañana, la enseñanza por la tarde- el presupuesto empezó a darnos para ir a los cines de la Gran Vía siempre que nos apetecía. Negocios de familia (1989), un drama muy ramplón de Sidney Lumet estrenado en el Capitol, fue la última película que vi con ella. "Ya no podemos ir al cine a distraernos", le dije, apenas unas semanas después, estando ya ella en su lecho de muerte.
Tras su óbito, haciendo el balance del camino que anduvimos juntos, comprendí que aquella antigua costumbre de ir al cine a ver una película, que como todo lo bueno que pueda haber en mí me inculcó ella, era lo que más me gustaba a hacer en la vida. Ya atesoraba una considerable colección de videos. Pero el VHS no tenía ni punto de comparación con la calidad de las últimas proyecciones analógicas, que se fueron diversificando en multicines y magnificando en megaplex -lo más parecido a los antiguos palacios de la exhibición de nuestros días- de dieciséis o más salas. Ni siquiera el DVD, infinitamente mejor que el rudimentario VHS, que con posterioridad ahondó en la herida abierta en la antigua cartelera por lo que bien podrían llamarse las proyecciones -acaso emisiones- domésticas. El Blu-ray, al cabo, fue más de lo mismo.
Ya andando nuestro funesto tiempo, observé que el 35 mm., el formato por excelencia del cine a la antigua usanza, se había convertido en un mito para las nuevas generaciones de cinéfilos. Resistió como algo residual hasta que fue desplazado por la proyección digital a comienzos de la segunda década de nuestro nefasto siglo. Cuando las películas dejaron de serlo para convertirse en un archivo de datos, como el resto de los soportes de la información de nuestra era, escribí varios reportajes al respecto. "Ha sido por el 3D", me comentó el representante de los exhibidores madrileños en una de aquellas entregas.
De los casi dos mil cines que hubo otrora en Madrid, cuando se iba a ellos a ver una película, sólo quedan 70 sumando los de la capital y los de la provincia. Y eso que ahora se ve más cine que nunca. Pero se ve en casa, mediante los múltiples procedimientos domésticos. Recientemente se han inaugurado unas salas en la glorieta de Santa María de la Cabeza, los Embajadores, y han sido noticia porque, en la actualidad, lo normal es que cierren los pocos cines que quedan. Y abrieron, además, unos días antes de que la pandemia viniera a cambiar tantas cosas en nuestras vidas. Entre ellas, lo poco que quedaba de aquella antigua dicha, para mí la mejor del mundo, que era salir para ver una película.
Publicado el 2 de octubre de 2020 a las 02:15.