El regreso de Axel Borg
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Lefranc, "La guarida del lobo", de Jacques Martin y Gilles Chaillet
Portada de la edición española de Netcom2.
Lo primero que se agradece en Operación Thor (1979) es que el villano vuelva a ser el inefable y nunca bien ponderado Axel Borg. El enemigo del mundo entero, que, sin embargo -oh paradoja- nunca ceja en su vano empeño de brindar su amistad a Lefranc. Como si entre ellos todo fuera un duelo entre caballeros que se deben a un antiguo código de honor. Quiero recordar El duelo (1920), mi favorito de todos los relatos de Joseph Conrad, el inspirador de Los duelistas (1977), la primera y una de las mejores películas de Ridley Scott. A medida que avanzo en mis relecturas de las aventuras de Lefranc, publicadas por Ediciones Junior en los años 80, me reafirmo en mi idea de que Axel Borg es el más distinguido de esa terna de grandes malotes -del que el doctor Müller de las aventuras de Tintín y el coronel Olrik de las de Blake y Mortimer serían los otros dos triunviros- que preside la villanía de la bande designée.
Tras echarle tanto de menos en las dos entregas anteriores -La guarida del lobo (1974) y Las puertas del infierno (1978)-, el gran Axel -tras referirnos su fuga de la prisión veneciana en el flashback de la pág. 10- vuelve ahora dispuesto a llevar a la quiebra a los Estados Unidos reventando su moneda. El primero de los ingenios de los que se vale para ello, es un submarino, a bordo del cual tiene cautivos -a modo de invitados a los que él mismo lleva el desayuno- a Lefranc y Jeanjean. Los ha secuestrado en un fiordo de la costa noruega, donde los amigos se disponían a pasar unas vacaciones.
Como ya he anotado en anteriores asientos de estas relecturas, sigo registrando varias concomitancias entre estas queridas entregas y las primeras de la saga Bond, las únicas que conozco y otrora me interesaron. En La amenaza y Huracán de fuego se me antojaron en las batallas finales entre las fuerzas armadas francesas y los esbirros del gran Borg. Aquí, amén de en la cortesía con la que Axel trata a Lefranc, que bien podía ser la del Dr. No o Goldfinger con Bond antes de que 007 intentase destruir sus instalaciones, he visto dichas analogías entre el sumergible de Borg, el Audax, y el Orion, el buque a cuya quilla se ensambla. Un prodigio, qué duda cabe, digno de cualquier aventura del agente inglés.
En las viñetas de Operación Thor -hasta el título recuerda al de Operación Trueno, una de mis entregas favoritas del agente inglés-, el submarino es utilizado para descargar en él los billetes falsos, introducidos en unos torpedos inteligentes.
Como siempre en estos apuntes, más que consignar el argumento, lo que me interesa es dar noticia de lo que ha supuesto mi reencuentro con él. Fui el niño más feliz del mundo. De hecho, la dulce idolatría que rindo a Tintín es porque me procura el don de la infancia infinita, mi lectura primera y sistemática de aquellos años tempranos. En gran medida, la dádiva es extensiva a todo el cómic belga. Ahora bien, esa visión jovial del universo de mis primeros días, que ya entonces me parecían las viñetas de Hergé, sólo es consustancial a los álbumes de finales de los años 50 y los 60 -Tintín en el Tíbet, Las joyas de la Castafiore, Vuelo 714 para Sidney-, que me parecían una caricatura del mundo real que yo veía. Los anteriores no alcanzaba a situarlos cronológicamente y eso me desconcertaba. Pero aquellos de Tintín, al igual que dos entregas de Spirou y Fantasio -La mina y el gorila (1956) y El viajero del Mesozoico[1] (1957), del gran André Franquin- me magnetizaban por su feliz reflejo de la imagen del mundo de mis primeros días. Sin olvidar a Steve Pops, del también belga Jacques Devos, cuya primera entrega, Contra el doctor Yes (1966) conoció en 1967 una primera edición española en Okius Tau -la misma casa que publicó las primeras traducciones de algunas aventuras de Alix-. Trasunto meridiano de aquel primer Bond, también es otro ejemplo de esa visión jovial del mundo de mi infancia de la bande designée. Aún lo recuerdo en el escaparate de la librería de mi barrio -Progreso se llamaba-, aún me recuerdo a mí ahorrando para comprármelo, cuando todos los días iba a verlo esperándome en el escaparate; y aún me arrepiento de haber vendido aquel Steve Pops ante una de las contingencias de mi adolescencia. No he de morir sin haber vuelto a recuperarlo.
Algo más mayor, cuando descubrí a Blake y Mortimer, con veintitantos años, en sus primeras traducciones españolas -también de Ediciones Junior, en los años 80- encontré ese mismo reflejo jovial del mundo de mi infancia en los álbumes de los ingleses ambientados en aquellos días: La trampa diabólica (1960), El caso del collar (1965), Las tres fórmulas del profesor Sato (1970). También fue en los 80 cuando descubrí las aventuras de Lefranc. Siempre he estado convencido de que se publicaron a raíz del éxito de las de Blake y Mortímer -y de la exaltación que vivió la bande designée- tras la célebre polémica de la Línea Clara.
Una vez más, fue un verdadero placer descubrir esa jovial reproducción de la imagen del mundo de los años 60 en los álbumes correspondientes. En esa ocasión fueron Huracán de fuego (1961) y El misterio Borg (1965). En La guarida del lobo se mantiene por esa impronta de Bob de Moor que le imprime cierta homogeneidad con las viñetas de Las tres fórmulas del profesor Sato. En Las puertas del infierno ya se pierde, pero como buena parte del álbum -todos los flashback- está ambientado en la Guerra de los cien años, apenas se percibe. De modo que es en esta Operación Thor donde Lefranc -es decir, Gilles Chaillet, el dibujante de Jacques Martin- adopta por completo la estética de finales de los años 70 y a mí -sin que afirmarlo suponga menos cabo alguno del álbum- me resulta como una pérdida de la inocencia.
[1] El turista del mesozoico en mi edición.
Publicado el 17 de septiembre de 2020 a las 10:45.