Las memorias de John Dos Passos (y III)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, "Años inolvidables", de John Dos Passos.
Sinbad, titula Dos Passos el tercer capítulo de sus Años inolvidables y bien es cierto que se lee con el deleite que procura una novela de aventuras. Sin embargo, más que a los viajes del marino de Las mil y una noches, estas páginas han venido a recordarme a las de Los siete pilares de la sabiduría (1926) de Thomas Edward Lawrence. Dicho de otra manera: el universo de Lawrence de Arabia. Y el afán de Oriente que llevó al estadounidense a cruzar el desierto que separa Damasco de Bagdad en 1921, no dista mucho de la inquietud del inglés. Puede que Dos Passos no quisiera tanto a los árabes como Lawrence, pero se hace notar por el respeto que muestra a sus costumbres. Sin más ayuda que la de Jassem -un guía perteneciente a los agail, una confederación de tribus encargada de guiar las caravanas entre las dunas interminables-, el escritor, aproximadamente, se adentró en las mismas arenas que el militar y, aunque el imperio otomano contra el que alzó Lawrence a los árabes ya había sido derrotado, la región seguía siendo una de las más inestables del mundo. En aquel viaje -que arranca en la pág. 138-, Dos Passos pasó más hambre que nunca.
Al volver ahora sobre aquellas privaciones, me llama la atención su fijación con la comida. Con la bebida me parece más normal. Aunque sin engañarnos: Dos Passos, en ningún momento fue un borracho, como pasaba por serlo Hemingway ¡y no digamos Faulkner y Scott Fitzgerald! Puede que sea por la indiferencia que le inspira la priva, pero Dos Passos tampoco hace referencia alguna a ese supuesto alcoholismo de Hemingway. Recuerda menús de los que dio cuenta treinta o cuarenta años antes. Más aún: la primera evocación, al principio del libro, es la de su padre partiendo un melón. Seguro que esta insistencia con los alimentos significa algo. A mí, de entrada, el respeto que demuestra por las dietas más exóticas viene a abundar en el respeto que le inspiran sus comensales. Y esto sí que es infrecuente en los viajeros occidentales por las rutas de Oriente de hace ahora cien años.
Corría 1922 cuando el gran John se encontró en aquel París que para Hemingway era una fiesta. En sus calles, a Dos Passos los recuerdos le "hacían muecas desde todas las esquinas". Sin embargo, el capítulo, cuyo título no deja lugar a dudas -La vie Littéraire-, se ha abierto en otoño en Nueva York, con una comida junto a los Fitzgerald, cuando estos se alojaban en una suite del Plaza. En esa velada conoció a Sherwood Anderson y sus anfitriones le acosaron con preguntas para hacerle quedar mal. "Cuando hablaba sobre literatura, su mente, que parecía llena de absurdas ideas sobre la mayor parte de las cosas, se hacía tan clara y cortante como un diamante", (pág. 159) apunta sobre el autor de El gran Gatsby (1925). No le interesaba nunca el paisaje, tenía un gusto pésimo para la comida, para el vino y muy poco oído para la música a excepción de las canciones populares más rudimentarias, pero en cuanto a la literatura era un profesional nato. Todo lo que decía merecía la pena escucharse".
Ya en las páginas dedicadas a París, hay que convenir que aquello era una fiesta. Más aún, en lo que a la literatura se refiere, una auténtica epifanía. Dos Passos tuvo oportunidad de comprar un ejemplar de la primera edición de Ulises "E incluso estreché la flácida mano de un individuo pálido e indiferente, con gafas oscuras, sentado junto a la estufa en la trastienda de Shakespeare & Company; miss Beach me aseguró que era James Joyce" (pág. 161). Leído Ulises de un tirón, durante un acceso de gripe que le tuvo postrado en la cama de un camarote de "las zonas más escondidas de la tercera clase de un gran transatlántico", su opinión sobre este pilar de la novelística del amado siglo XX es tan ponderada como las expresadas en el resto de sus evocaciones. No cae en ese elogio, porque es lo debido, con el que se suele escribir sobre Joyce. "Algunos pasajes de la novela me aburrieron y otros me parecieron magníficos. Aunque Ulysses no consiguiera otra cosa -para mí al menos-, el libro echaba, sin duda, por tierra la teoría tan de moda entonces de que la novela inglesa estaba muerta".
El tiempo de John Dos Passos, sus años inolvidables, fueron aquellos en que el Atlántico se cruzaba en transatlántico. Los vuelos transoceánicos no empezaron a generalizarse hasta los años 60. Tengo la sensación de que también fue por aquel entonces cuando Londres y Nueva York -alternativamente o primero una y luego otra- empezaron a desplazar a París en esa capitalidad cultural del planeta entero que ostentó la capital francesa hasta comienzos de los años 50, cuando los existencialistas, el gran Boris Vian y el Barrio Latino. Sea o no sea esta última una apreciación mía, Dos Passos y Hemingway volvieron a encontrarse en el París de 1922, el de la fiesta. Ciertamente, ya se conocían de la guerra, de cuando coincidieron en el servicio de ambulancias de Richard Norton en el frente italiano, pero trabaron esa amistad, que en buena medida inspira estas páginas, cuando "Hem" trabajaba en París para el Toronto Star. Dos Passos, que en su juventud acarició la idea de dedicarse a la pintura, en la pág. 177 recuerda al autor de Por quién doblan las campanas al comprar La Masía, de Joan Miró: "creo que fue el último cuadro objetivo que pintó".
A los Fitzgerald vuelve a presentárnoslos en la Costa Azul, instalados en Antibes, justo entre esa gente a quienes los Fitzgerald querían pertenecer: "los Afortunados por antonomasia". Pero el alcohol -que a Zelda, quien parecía una esquizofrenia, acabaría por llevarla al manicomio[1]-, ya empezaba a hacer estragos en ellos. Se emborrachaban y se ponían a andar a cuatro patas en las casas de las marquesas que les invitaban a cenar (pág. 187).
De nuevo en París, aquel París de los felices años 20 en el que los americanos estaban tan de moda como en el resto de Europa, que bailaba alegre el Charleston y comenzaba a saber, fascinadita, de los rascacielos levantados en las prósperas ciudades de Estados Unidos. De nuevo en aquel París que dio carta de identidad cultural al jazz[2], Hemingway es recordado como el "héroe del olimpo literario. Era amigo de Ezra Pound[3], comía con Joyce, era el protegido de Gertrude Stein y estaba preparando un libro que ilustraría Picasso. Incluso Scott Fitzgerald pensaba que Hem podía ser el Byron de aquellos días (pág. 194).
Ya en los últimos párrafos de La vie Littéraire le llega el turno al recuerdo de Pierre Drieu La Rochelle. Sorprende por la amistad que entonces unía a este último -futuro autor de Socialisme fasciste (1934) y colaboracionista con los nazis durante la invasión alemana de Francia- con Louis Aragon -uno de los surrealistas que acabaron militando en el comunismo ortodoxo (léase estalinismo). Recordado como un "joven alto y aristocrático (...), me pareció el escritor con más porvenir de Francia (pág. 197). Pero el pobre Drieu, como bastantes de sus compatriotas más exigentes, se hizo fascista y acabó saltándose la tapa de los sesos".
A excepción de la que hubo entre La Rochelle y Aragón, aquellos aún eran los días en que las ideologías acababan con las amistades. Dos Passos perdió a algunas a raíz de su decidido apoyo a la campaña por la liberación de Sacco y Vanzetti (págs. 202-208), pese a que Fitzgerald le advirtió sobre los peligros de contaminar la creación literaria con el compromiso político puesto que, el más mínimo ápice de propaganda, pude arruinar cualquier obra. No es que John Dos Passos fuera anarquista. Pero no tiene ningún problema en denunciar la táctica habitual de los comunistas para capitalizar las acciones de los anarquistas. Algo ya visto en la Ucrania de Nestor Majno (1919-1921) y que volvería a verse en la represión comunista al movimiento libertario en la Barcelona de 1937. Respecto a Sacco y Vanzetti, militantes anarquistas y ejecutados por ello y por ser emigrantes -como es harto sabido- escribe: "La protesta generalizada, que empezó como una manifestación de los ideales y odios de los anarquistas, terminó casi por completo bajo el control del partido comunista" (pág. 207). Más adelante continuará: "Los comunistas dedicaban tanto tiempo a torpedear los proyectos de los rivales como a ayudar a los mineros" (pág. 254).
Si acaso, pudiera definirse a John Dos Passos como un hombre de izquierda por su inquietud social. Desde luego, no comparto esa opinión de la crítica que le define como un "conservador nostálgico del pasado mítico estadounidense" o algo así. Lo de conservador debe deberse a que la crítica ha estado tan mediatizada por el comunismo mítico que todo el que difiere de esta ortodoxia pasa a ser, en el mejor de los casos, un conservador. Desencantado del comunismo desde su primera visita a la URSS -es decir, a la Georgia de la guerra civil- volvió al paraíso del proletariado en 1928, cuando San Petersburgo ya era Leningrado, el estalinismo empezaba a hacerse notar y algunos héroes de la revolución de octubre comenzaban a ser detenidos, acusados de contrarrevolucionarios, torturados y ejecutados (págs. 216-220).
El verdadero motivo de ese viaje había sido una visita al Teatro del Arte de Moscú de Konstantín Stanislavski. Entonces, más que nunca, ejercía un poderoso magnetismo en la escena alternativa estadounidense y Dos Passos aún albergaba sus últimas inquietudes teatrales. Años después, Frances Farmer también visitaría el centro moscovita. Aquel fue el primer estigma de su carrera ya que, huelga apuntar, en Estados Unidos, todos los que iban allí, pese a que el viaje siempre era por motivos escénicos, eran considerados comunistas. Dos Passos, quien sería el guionista de Josef von Sternberg en El diablo es una mujer (1935), tuvo oportunidad de conocer en aquella ocasión a Pudovkin y Eisenstein. "Las personas más interesantes y llenas de vida que he encontrado en Leningrado y Moscú son los directores de cine" (pág. 220). También fue entonces cuando tuvo noticia de las atrocidades perpetradas por los comunistas para sofocar el motín anarquista de Kronstadt (1921). El escritor, al igual que todos los occidentales que la visitaron -incluso los militantes comunistas de buena fe, ajenos al estalinismo-, abandonó la Unión Soviética con la sensación de haber salido de una cárcel.
La sombra de Hemingway gravita por todo el libro, pero -como ya he dicho en las anteriores entregas de estos comentarios-, el capítulo titulado Bajo los trópicos es un canto del cisne a la amistad que les unió. Arranca en la primavera de 1929, cuando Hem aún "era el compañero más agradable del mundo si las cosas salían según sus deseos" (pág. 247). "Habíamos terminado por llamar a Hem el maestro ya que básicamente era él quien dictaba las leyes" (pág. 259) Aunque, principalmente, este capítulo está ambientado en la residencia de Hemingway en Key West, entre aquellas evocaciones no faltan nuevas visitas a París -el autor también fue amigo de Dorothy Parker y Blaise Cendars (pág. 250)- o incluso una enfermedad pasada en Baltimore, en la que aprovechó para dar cuenta de En busca del tiempo perdido (1913-1927): "Proust es la lectura adecuada para cuando se está enfermo. Nunca había tenido paciencia suficiente mientras disfrutaba de buena salud" (pág. 257).
Pero el protagonista absoluto del capítulo es Hemingway. Tanto es así que incluso se nos refiere cierta jornada de pesca (pág. 162) en la que tuvo su origen El viejo y el mar (1952). Al igual que su el anciano de su futura novela, Hemingway tuvo que lidiar durante varias horas con un atún que acabaría siendo pasto de los tiburones.
No mucho después llegaron esos problemas, propios del envejecimiento -ya referidos en la primera entrega de estos comentarios-, que van apartando a un hombre de sus amigos.
El último de sus años inolvidables trajo a Dos Passos de nuevo a España en un tiempo crucial para nuestro país: 1931. Unos días antes de la proclamación de la II República tuvo oportunidad de asistir a una recepción de Alfonso XIII. Esas páginas precisamente fueron las que más me llamaron la atención antes de haber leído el texto. Tengo la sensación de que Rocinante vuelve al camino (1922)[4], como su propio título indica el gran estudio que Dos Passos dedicó a España, ya era conocido por la intelectualidad autóctona. El caso es que también le recibió Manuel Azaña en su despacho del Ateneo madrileño, el viejo cenáculo cultural -y del republicanismo- al que el escritor iba a trabajar para no pasar frío en su primera visita a Madrid. Es en ese pasaje donde se refiere a una vieja costumbre de mi ciudad, la de beber el agua endulzada con azucarillos. Yo no la conocí, pero me suena por una zarzuela de Miguel Ramos Carrión y Federico Chueca de la que me hablaba mi madre: Agua, azucarillos y aguardiente (1897). Unamuno fue otro de los que recibieron al estadounidense, pero a mí, el autor de La tía Tula (1921), desde que supe de su condena a Ferrer Guardia y su desprecio a Ruben Darío, siempre me resulta un personaje antipático.
Admiro al cabo la lucidez de John Dos Passos cuando parece presagiar el drama de la Guerra Civil, al rememorar el odio con que los burgueses de Santander observaban en el paseo marítimo de la ciudad a los trabajadores que regresaban de los mítines de sus organizaciones. Al consignarlo yo ahora, caigo en la cuenta de que Años inolvidables fue el último libro que su autor publicó en vida. Considerando que La cucarachita, su último capítulo, versa sobre sus recuerdos de aquella visita a España, cabe decir que John Dos Passos dedicó a mi país su último texto. Si he de tomar partido entre él y Hemingway, no tengo ninguna duda, John Dos Passos es para mí el maestro.
[1] Mas adelante, en un nuevo encuentro con Scott Fitzgerald, nos hablará de la capacidad de este último para dejar de beber cuando quiso enmendar su vida. Algo insospechado en lo que no se suele reparar.
[2] A tenor de la opinión sobre los afroamericanos del joven Patch de Hermosos y malditos (1922) y Tony Tom Buchanan de El gran Gatsby (1925), de entre todos sus personajes dos de los más representativos de su autor, no creo que Francis Scott Fitzgerald, aunque la suya fuera la era del jazz y así tituló su más célebre colección de cuentos, tuviese al jazz por mucho más que una alegre música de negros
[3] Ya en la postguerra, cuando Ezra Pound fue acusado de traición a su país por su adhesión a la Italia fascista, en base a la admiración que, como poeta, sentía por cultura italiana, Hemingway intercedió para que las condiciones de la prisión le fueran suavizadas. No es solo la vanagloria del fantasmón. Todo hay que decirlo.
[4] Una búsqueda del "gesto" que resumiese la esencia española, "lo maravilloso de España", durante un viaje a pie de Madrid a Toledo, basado en los recuerdos de sus primeras experiencias españolas.
Publicado el 13 de agosto de 2020 a las 17:00.