Las memorias de John Dos Passos (II)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, "Años inolvidables", de John Dos Passos.
Es curioso comprobar cómo difiere la percepción de la Gran Guerra entre la cultura francesa y la estadounidense. Al otro lado de los Pirineos suele considerarse la primera guerra sucia, de grandes matanzas, el apocalipsis desatado entre la batalla del Marne (1914) y la de Verdún (1916); al otro lado del Atlántico, la del 14 fue la primera de las últimas guerras románticas, en la que había que participar.
Sin embargo, tenía que haber algo en los aún aprendices de escritores estadounidenses que, indignados con los imperios centrales en aquel conflicto y antes de que entrara en él su país (1917), los llevaba a alistarse en las unidades sanitarias antes que en las tropas mercenarias. A buen seguro que también se batieron en aquel infierno o en aquel campo del honor, según se mire, soldados de fortuna. La legión extranjera francesa, sin ir más lejos, combatió en aquellas trincheras y en sus filas, bien es cierto, menudeaban los jóvenes norteamericanos más temperamentales, quienes se la juraron al káiser cuando invadió la dulce Francia. Aun así, John Dos Passos se refiere a cierto pacifismo que llevó a muchos de sus compañeros -y a él mismo- a ayudar a los aliados sin mancharse las manos con la sangre de sus enemigos. Pero también nos habla de uno al que no le dio tiempo a hacerlo: Roland Jackson, quien sirvió en un regimiento de artillería. Muerto a los pocos días de llegar al frente, su amigo John le recordó en su segunda visita a Madrid, al beber una cerveza en El oro del Rhin (pág. 101). Si yo aún le diera al frasco y la cervecería aludida aún animara mi ciudad, hoy me hubiera emborrachado en ella conmovido por la lectura de semejante recuerdo.
En un primer momento, a él, al joven Dos Passos, le quitó la idea de alistarse en el legendario cuerpo de ambulancias de Richard Norton -que ya adscrito a la Cruz Roja sería trasladado al frente italiano, contando entre sus conductores con Ernest Hemingway- su padre. El comodoro, como llama al autor de sus días en el primer capítulo de Años inolvidables, convino con su hijo que, si desistía a sus afanes de la guerra en Europa, como premio le enviaría a pasar un invierno en nuestro país, aprendiendo el español y estudiando nuestra arquitectura (pág. 35). Y fue así como España se ganó a uno de los extranjeros que más la quisieron en el amado siglo XX.
Corría 1916 cuando John Dos Passos se instaló en la pensión Boston, de la madrileña Puerta del Sol, para encontrarlo "todo delicioso: los serenos con sus linternas y largas capas, que abren la puerta por la noche, los sonidos roncos y los fuertes olores de la ciudad" (pág. 40).
Y yo, que nací en el Madrid de los serenos -aún les recuerdo pidiendo el aguinaldo de puerta a puerta por navidades y a mi madre llamando al de mi calle para que nos abriera el portal cuando llegábamos a casa tarde-, no he podido dejar de conmoverme ante la evocación de mi ciudad por parte del maestro.
Provisto de algunas cartas de recomendación -su padre, John Roderigo Dos Passos fue un jurista y político notable en la Nueva York de su tiempo-, en aquella primera visita a Madrid, el joven Dos Passos tuvo oportunidad de conocer a Juan Ramón Jiménez, quien le pareció "como pintado por El Greco". Una madrugada cambió impresiones con Valle-Inclán y en otra se apasionó con el arte de Pastora Imperio. "Aunque me gustaba mucho Italia, España seguía siendo mi favorita" (pág. 86), anotará recordando una estancia posterior en Roma, sobre la recomendación de visitar nuestro país que le hizo a un compañero de entonces.
Muerto su padre en enero del 17, Dos Passos quedó libre del compromiso adquirido con él y acabó por alistarse en el cuerpo de ambulancias estadounidense. A las experiencias de entonces dedicará el segundo capítulo: Veinticuatro horas de servicio y veinticuatro de descanso. Con otros jóvenes compatriotas, también con veleidades literarias, asistirá a los combatientes franceses en la batalla de Verdún. No sé si será extensivo a todos los miembros de la Generación perdida que participaron en la Gran Guerra, e incluso a todos los estadounidenses, escritores o no, que buscaron en aquellos frentes su bautismo de fuego. Pero en una de las cartas que envió entonces a un amigo, que no en vano reproduce, puede haber algo parecido a una explicación de aquella actitud. "Siempre he querido desembarazarme de mi clase social y de los privilegios del dinero. El ejército parecía el mejor medio para ello" (pág. 93).
Acabada la guerra, licenciado de sus obligaciones militares, tras disfrutar de las alegrías del París del armisticio, ya próximo ese París en el que Hemingway fue muy pobre y feliz, el París de París era una fiesta, Dos Passos tuvo tiempo de hacer una nueva visita a España. Entró aquí, "vadeando el Bidasoa" y recorrió a pie, junto a otro estadounidense, Dudley Poore, una buena parte de la cornisa cantábrica. Su afán no era otro que "empaparnos de España".
Ya bajando hacia el centro, en Segovia paseó una noche de Luna llena junto a Antonio Machado. Por aquel tiempo, el prosista traducía al poeta y demuestra por él mucha más admiración que yo. "Era corpulento, andaba torpemente y vestía traje arrugado, con brillos en las rodillas. Su sombrero siempre tenía polvo. Daba la impresión de estar más desamparado que un niño ante los asuntos de la vida diaria (...). ՙMachado el bueno՚, le llamaban sus amigos" (pág. 101).
Hoy le llamaríamos pederasta. Habrá que recordar que desposó a la Leonor de sus amores cuando sólo era una niña de trece años. E incluso entonces, que los hombres buenos y malos podían hacer con las mujeres y las niñas lo que les daba la gana, tuvo que pedir una dispensa especial para semejante barbaridad. Particularmente tengo un problema con la Generación del 98 en su conjunto: su regeneracionismo republicano me resulta, además de claramente carpetovetónico, tan romo y caduco como la monarquía contra la que se alzaba. Pero no desde las perspectivas de este tiempo de redes sociales, en que esas tertulias de café que tanto les gustaban no tienen más interés que el arqueológico, ya lo era entonces, en el fin de siglo decimonónico. Por no hablar del sentimiento fácil del que surge toda la obra de Machado o del racismo de Unamuno. Sí señor, don Miguel, quien ya con la república, en la última visita a España de Dos Passos, hablaba con el estadounidense de poesía portuguesa en base a las raíces lusas del visitante, en 1907 escribió que a Rubén Dario se le veían "las plumas de indio debajo del sombrero". Con las mismas, dos años después, el adalid del republicanismo -al igual que el bueno de Azorín- apoyó uno de los grandes crímenes del reinado de Alfonso XIII: el fusilamiento de Francisco Ferrer Guardia. Aquel pedagogo anarquista estaba llamado a ser uno de los pilares de la enseñanza racionalista en España. Por su perdón se desató toda una campaña internacional en la que participaron personalidades de la talla de Albert Einstein y Anatole France. En fin, cualquiera que haya leído mis Malditos, heterodoxos y alucinados sabe que mis intereses, son radicalmente opuestos a esa literatura bendita que representa el 98 en su conjunto. Si acaso Baroja -a quien, por cierto, Hemingway visitó en su lecho de muerte- y Ángel Ganivet en su suicidio. Pero todos en bloque, consideraban al cine -nacido para ser la manifestación cultural más importante del amado siglo XX- un espectáculo de feria. Por lo demás, de la literatura autóctona contemporánea al 98, mi favorita es la de la bohemia finisecular madrileña: Alejandro Sawa, Emilio Carrere...
Pero hoy no estoy con mis fobias. Antes, al contrario, me ocupa mi última filia. Corría 1921 cuando Dos Passos visitó la aún incipiente Unión Soviética -como tal fue fundada en 1922-, ya en las postrimerías de la guerra civil rusa. Parece ser que en aquel tiempo -al menos es lo que comenta el propio John- había cierta simpatía por los estadounidenses: "Los americanos, casi todos los americanos eran populares aquellos días, y Pax probablemente les había dicho que yo era un amerikanski peesatyel, favorable a su causa" (pág. 116). Con Pax se refiere a Paxton Hibben, un legendario diplomático norteamericano, que sirvió en la guerra como capitán del ejército francés y había sido compañero de estudios del escritor.
Dos Passos volvió a encontrarse con Pax en Estambul, cuando era Constantinopla y los asesinatos de los espías internacionales en el vestíbulo del famoso hotel Pera Palace -el legendario hospedaje de los viajeros del Orient Express- eran tan frecuentes que aún limpiaban la sangre del último cuando el gran John llego a la recepción por primera vez (pág. 114).
Fue Pax, metido en el comité de ayuda de turno y encargado de las relaciones con los bolcheviques, quien consiguió a su amigo el visado preciso para visitar la República Democrática Federal de Transcaucasia. Entró en ella por el pueblo de Batum el mismo día que el ejército ponía fin a esta efímera república, integrada por territorios de Armenia, Georgia y Azerbaiyán. Fue así como el gran John, tan aventurero como Hemingway, pero sin su fanfarronería, viniendo de conocer el legendario monte Ararat -símbolo de Armenia en suelo turco y lugar donde volvió a tocar tierra firme el arca de Noé, según las tres religiones que hablan de este navío- supo del hambre, la enfermedad y la checa, entre otros rigores de la emergente patria comunista: "Las casas que vi habían sido saqueadas. No quedaba rastro de los muebles. Di mucha importancia a la teoría de que la revolución había librado a la sociedad de la tiranía de las cosas (...). Tardé años en comprender que cuando un hombre pierde lo que le pertenece pierde también su libertad (pág. 116). Más adelante, ya en Tiflis, la capital de Georgia, escribe: "Hambre. Terror. Alrededor de veinte personas morían todos los días de cólera y dos veces más de tifus" (pág. 117). Ahora bien, todo aquello no contaba para la jerarquía bolchevique, que se mostró tan obsequiosa con el huésped norteamericano como hubiera podido estarlo la zarista: "No pude evitar sentir ciertos remordimientos ante la excelente comida que nos fue servida (...) mientras los soldados -los había visto yo mismo- se desmayaban de hambre por la calle. Y al menos los soldados tenían botas. La mayor parte de la población iba descalza (...).
»Además estaban los grupos harapientos de los contrarrevolucionarios, empujados a punta de bayoneta hacia las calles apartadas. A mí no me parecían más culpables que los demás" (ibidem).
(continúa en el asiento siguiente)
Publicado el 7 de agosto de 2020 a las 02:45.