Cine para el confinamiento (II)
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Vincent Price en The Last Man on Earth
Desde que soy un sexagenario todo me parece un recuerdo. La memoria es mi única medida del universo entero y como no guardo ninguna de arrestos domiciliarios o confinamientos, dos trances en los que con anterioridad nunca me había visto, no acabo de dilucidar las diferencias entre uno y otro. A grandes rasgos el confinamiento de estos días me gusta. Contribuyo de buen modo a esa estancia en casa que se nos pide. Pocas cosas podrían agradarme más que permanecer encerrado junto a mi esposa, frente a mi ordenador y entre mis libros, mis películas, mis fotos... Todo lo que he ido atesorando a lo largo de esos sesenta años que, en mi pequeña república, goza de una doble calidad: la de lo tangible y la de los recuerdos. Por qué no decirlo: me gusta estar apartado de un mundo que ya no me concierne. Ojalá alcance un ápice de ese sabio equilibrio que aparentan tener los ermitaños.
Está claro que el arresto domiciliario -un castigo leve en comparación con cualquier pena de prisión- se diferencia del confinamiento en que te impide salir a la calle. El actual estado de alarma sólo lo permite para comprar alimentos y otros supuestos de necesidad acuciante. Ninguno de ellos quita para que, cuando se salga, el panorama sea desolador.
En las tres semanas largas que ya dura el asunto, se han publicado varios artículos sugiriendo películas que, por representativas de la situación, podrían ser adecuadas para hacerla más llevadera. De los muchos títulos que se han propuesto, me quedo con La amenaza de la Andrómeda (Robert Wise, 1971). Basada en el primer best seller de Michael Crichton -que además de escritor, cineasta y creador del techno thriller, fue médico- nos toca especialmente de cerca porque su argumento trata sobre un virus que viene a la Tierra con un satélite estrellado en una población de Nuevo México. La infección que provoca acaba con todo el vecindario, a excepción de un anciano y un niño. Las calles desoladas son las mismas que muestran nuestras ciudades en estos días. Pero aún nos incumbe más esa exposición del asunto a modo de informe médico. Casi medio siglo después de su estreno, La amenaza de la Andrómeda ha quedado como un clásico de la ciencia ficción de los 70, igual que Ultimátum a la Tierra, estrenada por Wise en el 51, es una de las cumbres de la edad de oro del género.
Sidney Salkow fue uno de los grandes del cine de bajo presupuesto por sus westerns B -The Pathfinder (1952), Jack McCall desesperado (1953), Sitting Bull: casta de guerreros (1954)- pero también por una cinta postapocalíptica: The Last Man on Earth (1964). Es ésta la primera adaptación de Soy leyenda, la novela publicada por Richard Matheson diez años antes, llamada a su vez a ser un clásico de la literatura de ciencia ficción del amado siglo XX.
Como cualquier buen aficionado sabe, la pandemia que nos propone el novelista -quien también participó en el guión con el seudónimo de Logan Swanson- ha sido provocada por un virus utilizado como arma en una guerra bacteriológica. Ambientada en una supuesta ciudad de Los Ángeles de finales de los 70, el virus ha convertido a los supervivientes en una suerte de vampiros parecidos a los zombis. Durante el día, la fotofobia les paraliza. El doctor Robert Morgan -el inefable Vincent Price en una de sus creaciones más logradas-, Robert Neville en la novela, es leyenda porque es el último hombre vivo que queda en el planeta. Por la mañana, aprovechando el letargo de los vampiros, sale con su coche en busca de provisiones. Esos planos de las avenidas de Los Ángeles desoladas, que se nos muestran en las escapadas matutinas de Morgan, bien podrían ser las vistas de las calles de tantas ciudades del mundo que reciben igualmente solitarias a quien va a hacer la compra en estos días.
El paisaje cambia tanto, cuando Morgan aprovecha para ponerse a matar vampiros, que nos vamos a una película de zombis. Y en eso se convierte The Last Man on Earth al caer la noche, cuando los no muertos se empeñan en entrar en el refugio, donde el último hombre bebe y escucha música, para saciar con él sus abominables ansias y convertirle en uno de ellos. Otros lo intentan llamándole como el coro de las sirenas a Ulises. Pero ninguno lo consigue. Morgan, como yo desde que cumplí sesenta años, una vez se encierra en casa, no atiende a cánticos: sólo vive para sus recuerdos.
Hasta que entra en escena una mujer, Ruth Collins (Franca Bettoia). Cuando, Morgan se encuentra con ella en una de sus salidas, ella dice estar huyendo. Respondan a los nombres que respondan y sean cuales sean los avatares que han quedado en su camino, Adán y Eva siempre vuelven a encontrarse en las cintas postapocalípticas de los años 60 y 70. Lo malo es que Morgan, no tarda en desconfiar de su nueva compañera. Comienza a creer que está infectada por el virus.
Corría 1971 cuando el realizador televisivo Boris Sagal, dirigió para la gran pantalla El último hombre... vivo, nueva adaptación, que no remake, de Soy leyenda. Cinta igualmente notable, particularmente me marcó más que la primera versión, aunque, con el tiempo he resuelto que es peor cinta. La vi por primera vez en uno de aquellos programas dobles en sesión continua, que fueron la maravilla de mis primeros sábados, y me tuvo pensando en ella décadas. Hasta que di cuenta de la versión de Salkow, ya cinéfilo y adulto. La protagonizaba Charlton Heston y su personaje respondía al mismo nombre que el de la novela: Robert Neville. La crítica fue a señalar que, en algunos aspectos, Heston fue a repetir uno de sus grandes personajes: el George Taylor de El planeta de los simios (Franklin J. Schaffer, 1968). Siendo Taylor uno de los héroes meridianos de la ciencia ficción de los años 70, a buen seguro que se le confió la creación de este otro último hombre por ello. Aquí los vampiros se acercan aún más a los zombis pues se trata en realidad de unos fanáticos mutantes, que deben su condición a una guerra bacteriológica entre la URSS y China.
Cabe una apostilla, el final es una concesión al discurso imperante en los años 70. Neville abandona la ciudad para irse junto a la chica, Lisa (Rosalind Cash) a una comuna de hippies en el dichoso campo. Particularmente, rechazo el ruralismo de los hippies tanto como el de José Antonio Nieves Conde en Surcos (1951). Pero, subjetividades mías aparte, sí que cabe objetar una enmienda por parte de Sagal al final de Matheson. En la novela, Neville es hecho finalmente prisionero por los vampiros. Cuando la chica -allí llamada Ruth y cómplice de los no muertos- le anuncia que va a ser ejecutado al día siguiente, Neville comprende que era una leyenda entre los no muertos porque era el último hombre del antiguo mundo a abatir. Tras él, los vampiros se enseñorearían del planeta. Esa misma suerte, tras un desenlace parecido, será la que aguarda al mundo en la versión de Salkow.
Más o menos fieles al original, hubo otras adaptaciones de la que, junto con El increíble hombre menguante (1956), es la novela más célebre de su autor. Así, cuantos han tenido oportunidad de verlo alaban las excelencias de un cortometraje, también basado en Soy leyenda, dirigido por Mario Gómez Marín en 1967 como una práctica de la Escuela Oficial de Cine de Madrid. Entre sus protagonistas destacan Elisa Ramírez y Fernando Palacios. Siendo el caso que no la he visto, dejaré sus elogios para quienes hayan tenido el placer.
Sí que he visto, y con la habitual decepción que producen los acercamientos del Hollywood de nuestros días a las obras maestras del pasado -prueba irrefutable del agotamiento del cine comercial estadounidense actual-, la que hasta la fecha es la última adaptación de Soy leyenda. Dirigida por Francis Lawrence en 2007, aunque es el único de los largometrajes que ha inspirado la novela que respeta su título original, es el más alejado de su verdadero espíritu. Ahora bien, dejando a un lado su calidad como película, cumple decir que también es la más apegada a la realidad. Aquí el virus fue una mutación genética del que provoca el sarampión, llevada a cabo por la ciencia como una cura para el cáncer. Pero la ciencia perdió el control del remedio, cuando éste mutó y dio lugar a una pandemia que en 2012 acabó con el noventa por ciento de la población del planeta. El resto se convirtió en esas criaturas contra las que ha de luchar el nuevo Robert Neville (Will Smith).
Aunque esta versión de Lawrence es más fiel al original que la de Sagal, cae en todos los vicios del cine estadounidense contemporáneo. Como todo hay que decirlo, vaya por delante un elogio: su poderío visual es sobresaliente. La secuencia de los ciervos en Manhattan es impresionante. Merece un lugar entre las mejores calles desoladas vistas en la pantalla. Pero en general, el discurso de Lawrence atiende más a la sensiblería y al infantilismo, al parecer canónicos en la ciencia ficción estadounidense desde que lo impusiera el bueno de Steven Spielberg, que al relato de la hecatombe.
Ese sentimiento fácil viene subrayado en el flashback al apocalipsis, cuando Neville pierde a su mujer y su hija. Entonces queda claro que el Soy leyenda de Lawrence es una película familiar antes que una de esas pastorales postapocalípticas que tanto nos conciernen en estos días. Resumiendo, todo ese aparato visual, y toda esa sensiblería barata, común denominador del cine comercial estadounidense actual. Una canción con ritmo, pero sin melodía, una cinta que parece jactarse de su superficialidad. Todo eso es la tercera versión de Soy leyenda.
Publicado el 9 de abril de 2020 a las 21:30.